miércoles, 27 de diciembre de 2006

Pingüino

En silencio y sin hablar un día había desembarcado de un cargero en Civitavecchia. Había aprovechado la estación fría en estas latitudes para así no sufrir demasiado. El puerto le había parecido un simple apeadero. Un simple muelle de cemento, un pequeño bar en un cruce de caminos portuarios abiertos junto a las antiguas murallas. Nadie que te acoja, ningún edificio que sea la antecámara de la Italia que había soñado en su lejano y uniforme Polo. Tuvo suerte, porque al preguntar al conductor de un autobús cómo podía llegar a Roma, el conductor le dijo que subiera a su autobús pues hacía el recorrido hasta la estación del tren. Su buena estrella del norte lo guiaba porque si fuera por los carteles...
Al llegar a Roma toda la gente lo miraba como si fuera un marciano, como si no hubieran visto nunca un pingüino. Lejos quedaban los tiempos en que los marineros habían reconocido el canto melodioso de sus vecinas las morsas reconociéndolas como sirenas. Estos humanos, alejados de los mares y sus misterios lo contemplaban como una aparición extraña. Él sólo había venido al famoso mercado íctico cercano al río. En las historias de sus mayores era famoso. El primer rey de los pingüinos había llegado hasta Roma y había transmitido la leyenda de las fastuosas fiestas a base de pescado comprado en la zona del Portico d'Ottavia. Así que se puso a preguntar y al final, pasito a pasito, con su balanceo llegó al Portico. Pero de pescado nada. Sólo quedaban restos de las grandes piedras donde un tiempo se vendían, Sant'Angelo in Pescheria, y una lápida indicando la medida de los peces más grandes destinados a los 'Conservatori' para una buena sopa. Ahora estaba en el barrio judío con sus sueños hechos agua y no peces. Su mirada se posó en una escena de caza y en los bustos de varias personas injertados en la fachada de un edificio. En la esquina de este estraño edificio, junto a una estrella de David, vio en un escaparate varias tortas y dulces apetitosos: ricotta y chocolate, fruta candita, almendras... a falta de pescados buenos serían unos dulces. Y así, con su dosis de tarta en la punta de sus alas de nadador, pasó por la fuente de las Tortugas y se puso a pasear por la ciudad. De repente, encontró dos magníficas columnas, casi escondidas en los muros de un enorme edificio circular. Y en esas columnas reconoció el Tridente y sus amigos delfines. Se sentía en casa. Símbolos familiares que habían llegado hasta su lejana tierra de agua y hielo traídos por primer pingüino que se aventuró hasta el cálido Meditrráneo regresando como héroe, cargado de extrañas historias que duraron más de mil de sus vidas. (Continuará)

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