jueves, 14 de febrero de 2013

Como niños



La decisión de ir ha sido un momento de lucha y de victoria. Siempre hay que elegir, sobre todo en Roma.
Desplazándome en bicicleta he llegado pronto. La presentación del libro iniciará aún dentro de un cuarto de hora, al menos oficialmente.
La gran escalinata, amplia, en un espacio de altísimos techos me invita a considerar qué grandes son los caminos a recorrer antes de poder entrar en las salas de esta casa. Es un espacio hecho para pasar por él con calma, notando el tiempo, no sólo por la subida, sino por la monumentalidad de este último trecho antes de entrar. Es una escalinata perfecta para indicarme que ya estoy dentro pero sólo detrás de una fachada. Siempre hay algo más y, en todo caso, siempre soy pequeño.
Tras el último peldaño me encuentro con dos grandes estatuas policromadas de S. Pedro y S. Pablo  que custodian como dos anfitriones la antesala de una única puerta, ya entreabierta hacia una gran sala.
Sin embargo, antes de entrar noto la extraña llamada de la curiosidad. Entre las dos imágenes se encuentra un antiguo sarcófago romano. La verdad es que en Roma encontrar sarcófagos romanos no es nada extraño: convertidos en fuentes o incluso en maceteros, reutilizados en iglesias, expuestos en los museos como auténticas joyas de la escultura clásica en sus diversas épocas. Al principio me emocionaba apoyarme en alguno a la hora de acercarme al chorro de agua fresca o acariciarlo al entrar o salir de alguna iglesia. Sentir esa piedra casi de piel por el contacto con tantas manos que le transmitieron su roce. Ahora, mis manos, como en un amor que ha dejado la enamorada sorpresa, se posan sin estupor pero con un consciente saber.
¿Qué motivo de amante predilección lo habría colocado allí, como anfitrión principal, entre San Pedro y San Pablo, custodios de esta entrada?
Tras la ascensión, en este vestíbulo, antes de acceder a las salas y habitaciones, miro con atención lo que antes sólo había visto. Unos niños luchan en un combate a puñetazos. Púgiles que podrían ser cupidos regordetes. Uno lleva una palma de la victoria, otro tiene los brazos en alto. Al morir, como al nacer, ¡siempre somos tan pequeños! Desnudos y luchando por la vida que llega o va: una palma, unos vestidos apoyados, la exultación y los lamentos. Siempre niños, siempre pequeños, en lucha donde cada momento es victoria o derrota, incluso en un final que podría ser un principio.
La gente iba llegando y empezaban los rumores de saludos y conversaciones. En silencio, los niños continuaban su lucha en este ingreso. Qué contradicción y misterio. Ellos unen dos extremos: sus cuerpos de niños regordetes retozaban como emisarios de Dionisio, como pequeños amores que hablan de las esperanzas de la vida; su lucha recuerda fatigas, dolores y derrotas. Abandonando la amplia antesala de la Embajada, sus voces imaginadas me han acompañado al cruzar el umbral de aquella puerta entrando una vez más en el tiempo, como un parto, con una mezcla de alegría y dolor.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Diálogo

Un niño durante el recreo en un día difícil:


Ho bisogno di te,
Quando sono incerto,
quando ho paura,
e quando nell’intento
non ci riesco.
Sono travolto da uccelli
Di fuoco;
che picchiano e picchiano.
Ho bisogno di te,
a sconfiggere questi uccelli
che rappresentano l’odio.
Questa battaglia
non gliela do per vinta;
perché so che tu sarai
con me
a vincere.

El papá cuando recibe estas palabras e imagina:

Estoy contentísimo de ser ‘te’, ese tú que quieres contigo. Estoy contento cuando te veo luchar contra el odio en una batalla donde nunca parece llegar el fin.
Ahí te veo a mi lado y sé que contigo también yo he vencido, simplemente porque existes, porque tu vida y tus palabras son un sí que vence la nada del odio.
Me gusta verte, aunque sea en la lucha, y te pido perdón si alguna vez, queriendo estar a tu lado para mejor luchar, me he convertido en enemigo. Eso no. Quisiera estar a tu lado, contigo, y así afrontar todo, con tu debilidad y la mía que son, vistas, mostradas, nuestra fuerza al querernos.

viernes, 26 de octubre de 2012

Artistas, pobres artistas


La combinación que no acumulación de pequeños placeres en un acorde no estridente es una música de fondo entorno a una fea estatua denominada ‘babuino’.
Un domingo por la mañana, Eneas, recorriendo con calma el breve rectilíneo entre Piazza di Spagna y Piazza del Popolo levantaba sus ojos al límpido cielo otoñal recorriendo las fachadas con sus ojos curiosos. Por encima de las tiendas de más glamour vio una placa que recordaba el nacimiento de Trilussa, famoso poeta romanesco, prometiéndose comprar algún libro que le hiciera participar del lenguaje y forma de pensar de este poeta y su época. Alegre con la promesa de este viaje literario atrevesó la calle para caminar al sol de la tibia mañana. Al otro lado de la calle otra placa le recordaba que allí enfrente vivió Richard Wagner. Música de valkirias a la carga en la imaginación le llevó a paisajes nevados y navegantes intrépidos, otro viaje que se unía al suyo propio desde las lejanas tierras del norte. Recordó los pasos de Assur, un personaje que había encontrado en una maravillosa novela, y no necesitó nada más para quedarse inmóvil con sus ensoñaciones y recuerdos, reviviendo junto con la música, imágenes que había construido sobre tantas leyendas y palabras.

No sé cuánto tiempo estuve viajando de la mano de Wagner y su música. El tiempo es un extraño reloj que mide movimientos independientes de la imaginación. Ella corre veloz siguiendo extraños caminos que van desde los fiordos noruegos a Groenlandia pasando por incursiones en las tierras de Jacobsland. Un viaje de años que puede condensarse en unos compases de música mientras los ojos contemplan una simple placa de piedra que, como un billete gratuito hacia otro mundo de sueños e imágenes, me permite navegar con la compañía de tantos personajes. Pobres artistas que a cambio de mi tiempo me han dejado estos mundos a los que volver y en donde poder explayarme.
Pobres artistas porque nadie les contrataría para crear estos viajes, para organizar una empresa boyante que vendiera paquetes turísticos, para resolver los problemas de la deuda nacional o la venta de inmuebles que nadie quiere comprar. Ni siquiera tienen una renta sobre la que gravar impuestos o una sólida idea empresarial sobre la que dar esperanzas de ocupación. Maldición de letras, colores, formas y sonidos inútiles que sólo hacen pasar el tiempo en un modo improductivo recordando que la vida en el fondo, fondo, es un regalo.
En ese momento, una frase de una película que vio recientemente junto a la pequeña Marta le recordó el orgullo casi digno de compasión de un emigrante griego en Estados Unidos: ‘Cuando mis antepasados discutían de filosofía y política los tuyos estaban aún bajando de los árboles’. Extraños vasos comunicantes de la historia hacen fluir el tiempo y los logros de una parte a otra del planeta, de la misma historia. No se sabe donde irá esa extraña energía que como un fluido recorre las eras y los pueblos. Lo que es seguro es que sin la comunicación, sin el contacto, si se produce un hiato, ese río se interrumpiría buscando otros derroteros. ¿Qué sería de los romanos sin esa cultura griega, del renacimiento carolingio sin la recuperación de ambos, de la sabiduría árabe sin sus manos que abrazaban la Persia y la lejana Hispania?
En esas calles donde un tiempo estuvo el colegio griego y ahora se sigue hablando en esa lengua en la iglesia de S. Atanasio, letras antiguas para monótonos himnos de graves voces con tiempos que dejan de lado cualquier prisa. La calle quiere convertirse en un remanso que acoge por igual la fuente del babuino, el café en un antiguo taller de los escultores Canova y Tadolini y la sobria fachada que recuerda al Agios Atanasios.
En ese momento Eneas se sintió con ganas de reír. La posición, el rostro, la textura del fauno-bauino en ese rincón de la ciudad, las grandes patas del caballo de yeso que querían salir del estudio café, su pequeña efigie reflejada en la puerta de entrada se le antojó de lo más cómico y prosaico. Todo ello tan pequeño, normal y al mismo tiempo desproporcionado, le produjo una sonrisa, como si contemplara una vieja caja de latón con recuerdos de un antepasado. Una sonrisa tierna, comprensiva y de autoironía sobre los caprichos del tiempo que conserva cachivaches a veces de un valor simbólico más grande que tantas obras impresionantes. Abrió su viejo diario y junto a las anotaciones de otros viajeros en otras épocas apuntó el lugar y una frase que le vino a la memoria: ‘Felices los que se ríen de sí mismos porque nunca dejarán de divertirse’.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Y no me importa nada, nada

Nunca me han gustado los zapatos estrechos.
Con mis piernas cruzadas y ligeramente recostado mientras disfruto de un buen vaso de ‘centrifuga finocchio e mela’ contemplo el atardecer desde una de mis terrazas favoritas.
Viendo la silueta de la ciudad me siento satisfecho: un tiempo que parece concederme cada segundo con satisfacción plena, la seguridad de que todo va bien, que todo o nada está bajo control, que es lo mismo. La posesión de un lugar en el mundo donde mis confines están respetados, donde mis objetivos están claros y el proceso también, ya sea porque los tengo o porque renuncio a ellos en aras del presente. Nada toca mi segura posesión de un momento que considero –viendo con clarividencia las condiciones de mi vida- prorrogable indefinidamente. Por fortuna, caso o providencia de hecho es así y sólo esto me interesa. La carcoma del ansia, de los planes de futuro, cualquier consideración sobre el devenir e incluso sobre el más allá no tienen cabida, no entran dentro de mis planes. Total, lo que ha de ser, será y cuando se acabe, se acabará. Mejor vivir estos instantes en un carpe diem que quiero preservar con la tranquila satisfacción de quien bebe tranquilamente algunas delicias bien elaboradas... aunque estaría dispuesto a luchar por ello, en el remoto caso de que fuera necesario.
Desde la terraza se extiende una maravillosa vista de la ciudad con sus tejados, azoteas y cúpulas, rodeados por las colinas del Gianicolo y Monte Mario.
El caos y las prisas de los coches quedan ocultos. Todo puede seguir así. Hay miles, demasiadas historias de tantas personas que corren de acá para allá, capaces del martirio, la lucha de clases o comprar influencias. En la terraza, hasta ahora vacía, acaban de entrar otras 3 personas: una pareja de media edad y un solitario contemplador del panorama. Sólo yo y ellos estamos aquí y, como yo, ninguno. Es inútil e imposible pensar en las ocupaciones y preocupaciones de toda esa gente que hace vivir la ciudad y que vive o sobrevive en el intento.
Desde mi silla el protagonista soy yo. Mis ojos son los que me permiten apreciar este panorama que gira alrededor de mí. Naturalmente, me gusta ser apreciado, llamado, citado, ojalá esculpido. Es el cultivo del reconocimiento. De todas formas, llegado el momento en el que no pudiera gestionar una imagen de mí que no se adecuara a mis tranquilas exigencias, el aislamiento y el mutis serían siempre un recurso adecuado.
Aquí, en Roma, en la terraza Caffarelli cualquier pasión o revolución parecen peleas de niños, tremendamente extenuantes e infructuosamente insuficientes para cambiar no sólo el mundo, sino cualquier mínimo acontecimiento. Yo no llamaría a este sentimiento adecuarse o acontentarse sino la pragmática ley de la consonancia. No. Nunca sería director de orquesta ni juez.
Tampoco quiero luchar contra los molinos ni preocuparme por el queso que quede en las alforjas o el temor de los palos. Mi ideal es la equidistancia, la elegante y aristocrática terraza que me permite no estar en la calle ni en las nubes. No se puede no estar siempre con los pies en el suelo o elegir el tipo de suelo, de ahí que lo mejor sea procurarme unos buenos zapatos para cada ocasión.
Ahora que me fijo, no sólo son cómodos sino también bonitos, estos zapatos.

Entrando con mis amigos tras un paseo por los foros, la luz es preciosa, justo en el momento en que el sol se oculta tras el Gianicolo haciendo resaltar la gran cúpula de S. Pedro. Me apoyo en la balaustrada admirando el panorama e intentando descansar. Estoy contento tras compartir la tarde con ellos recorriendo más de dos mil años de historia, encontrándonos en lugares y con personajes que iban apareciendo en nuestro camino. Me duelen los pies pues al salir corriendo para la cita no me he cambiado. Echo de menos llegar a casa para descalzarme pero estoy tan emocionado que ni siquiera veo cómo aquel tipo se quita sus zapatos, los contempla en sus manos y ¿qué hace? Los lanza, los está tirando con gran fuerza, como queriendo herir la ciudad, para luego sentarse tranquilamente en donde había estado hasta entonces.

lunes, 11 de junio de 2012

Corriente

Todo cambia y sobre todo, se puede cambiar en un mismo instante, sin tiempo. Como Jano Bifronte, como los cien mil personajes de Pirandello, hay un lugar en Roma donde sin tiempo se juntan los cambios, desorientando y jugando con la ambigüedad de nuestro vivir: instantáneo y lleno de historia.

Se asoma a la ventana una mujer de unos 40 años. Una ventana alargada que va surcando la fachada como una lágrima hasta que la recoge un pequeño balcón a forma de frasco.



Las otras ventanas aparecen iluminadas delatando la vida que imagino en su interior.

El barrio permanece en silencio, elegante, lleno de luces, de portales misteriosos sin tiendas, sólo pocos paseantes en busca de alguna foto y algunos chicos que charlan sentados en las escaleras de un portal bajo una gigantesca araña que ha tejido su tela de cristal bajo el arco.
Indisturbado, el viento hace sentir csu voz, palabras consistentes que juegan con el gran candelabro del arco principal, una úvula en la boca de un animal de mil rostros.

Todos ellos observan, y también el de aquella mujer, asomada a la ventana. Veo que en su mano tiene un vaso de cristal, grande, pesado. Lo único que parece ofrecer resistencia a aquel viento en la noche.

-Te he dicho que vengas aquí.

Ella se da la vuelta, tropezando con el dintel. El vaso cae y se hace añicos. Algunos caen como una granizada sobre los coches aparcados. Indefensa, como en viento a través de una rendija, se cuela en la habitación, como si nunca hubiera estado allí fuera. Una fachada tan bella que parece no tener memoria de lo intranscendente y absolutamente vital.

-No hace falta que grites.

Se cierra la ventana como una almohada que ahoga sus voces. Tras un rato se apaga la luz y vuelve la fachada a su aparente quietud de tabla en un museo sin profundidad.
Sólo quedan el viento y el sonido del agua que sale como voz de las ranas en la fuente. Sólo ellos hacen que los espacios se llenen, indicando que pueden contener tantas, mil historias.

jueves, 12 de abril de 2012

Metamorfosis

Entro en la cocina por la tarde. Allí está Armando.

Dos alcaparras, un poco de atún y anchoas. Ocupan poco y siempre están listos, esperando el momento de combinarlos rápidamente con unos spaghetti.

La música de la 'Incompleta' que invade los recuerdos y se insinúa como un hambre de hermosura, que se mueve como una tormenta, creciendo en busca de nuevas alturas.

El aroma de las flores de azahar al llegar la noche cuando se respira un poco de silencio como una invitación a la tranquilidad en la caótica via XX Settembre.

Los cubiertos que golpean la loza y el cristal con las ventanas abiertas en las primeras tardes suaves que se cuelan en las callejuelas de Monti.

Marta que saluda entrando mientras se toma un trozo de pizza margherita chupándose los dedos, teñidos de rojo con los primeros tomates.

La lluvia, el viento y el sol durante una mañana.

Una luna grande y clara que luego queda entre nieblas y se alza en el cielo haciéndose más lejana.

Los racimos de flores violetas como un velo en los jardines del Quirinale.

¡Qué extraña sensación la de sentirse que todo cambia y yo!

lunes, 2 de enero de 2012

Chiara

Y llega otra nueva tarde. Con el frío parece que la última luz del día se hace cortante y sutil. Es la última tarde de un viejo año, un día más que no es igual. Lo hacen distinto las ganas de volver a empezar, la petición a quién sabe qué numen, de otra oportunidad, la necesidad de ritos propiciatorios que sanen indigencia o colmen deseos. La gratitud por un tiempo que hemos vivido no basta para alegrar ante los miedos a perder lo que tenemos o no conseguir lo que nos falta. Es un día distinto, como las fronteras artificiales: una línea imaginaria pintada con esperanzas. Es curioso. Mis esperanzas son siempre mi mejor vestido y como tal reflejan mis gustos, mis medidas, mis posibilidades. Las construyo sobre lo mejor que creo tener o conocer.
Hoy me engalano para brindar pensando en las horas, los días que vendrán, si vienen, con el deseo voraz de no perderme nada. Miedo de tener miedo y escapar, negar. Lejos de mí el negar. Y mientras hay tiempo, tan poco, vivir y no dejarme vivir. Poco o mucho, avanzando o retrocediendo, escondido o soñando investido de la fama de los grandes herederos y conquistadores.
Es una tarde para recordar y para olvidar, con el gran riesgo de la rabia impotente que no detiene el tiempo sino para atarme al mástil mientras cantan mil sirenas. Por otra parte, está la posibilidad de una íntima satisfacción al mirar la ruta, ver los pasos y, en tantas personas, descubrir mi longitud y latitud. Un punto, un viaje que por largo o corto, sé que es el mío.
En esta frontera imaginaria escucho la música que sale desde el cercano teatro de Santa Chiara. Y vuelve Roma a imponerse en esta pequeña plaza. La gente sale tras el brindis pasando al lado de la capilla de Santa Catalina, lugar en que ella pasó otra frontera entre el tiempo y la eternidad. No deja de sorprenderme que se encuentre en el salón – recepción de este teatro. El tiempo y nosotros seguimos añadiendo a los lugares nuevas historias, un año más, acumulando en estos espacios nuestros los tiempos de tantos otros. La ciudad sigue en pie celebrando las ganas de vivir y las esperanzas de seguir recorriendo sus caminos. A cada instante –y aquí Roma es única- el pasado y presente atraviesan, cruzando nuestros días, saltando todas las barreras.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Libreria Croce

El Corso Vittorio Emanuele serpentea como un torrente por la ciudad. Una riada que ha surcado el viejo trazado urbano como si al desaparecer las inundaciones del Tíber que alagaban el Campo Marzio la ciudad hubiera vertido en este Corso su furia. Una herida que ha cicatrizado con nuevas fachadas, con un tráfico devorador, con mil paseantes que lo cruzan con miedo antes de volver a diseminarse entre las callejuelas que tejen tortuosos senderos a ambos lados. Sant’Andrea, en todo esto, se ha quedado de puntillas, salvada por milagro en la orilla de ese torrente casi con un pie dentro del agua, mientras ve venir ante sí corso Rinascimento como otra rama de un aluvión que se le echa encima. A mala pena consigo pasar entre los coches y los pocos escalones que separan su fachada del río de coches.
Un poco más adelante, en un recodo donde el torrente hace una curva siento que algo ha cambiado. Encuentro una isla que intenta pasar desapercibida, luchando con sus rincones contra ese Corso, contra ese espacio de una anchura racional ajena a la superposición y abigarramiento vital de la ciudad: Largo San Pantaleo. Justo antes de llegar a esta isla, casi como un refugio, se abría la librería Croce. Y digo se abría porque desde hace unos días, su puerta está siempre cerrada por un largo inventario. La echo de menos. Un lugar maravilloso que calentaba en las tardes invernales y suavizaba los calores estivos con un tiempo diverso, con imágenes, sugerencias, historias que se adivinaban y que seguían surtiendo efecto al llevártelas convertidas en libros.
Esta mañana, los plátanos del Lungotevere han llovido sus hojas secas, ruidosas y ligeras al principio, resbaladizas y casi convertidas en limo tras la lluvia del mediodía. En Piazza Navona los puestos con figuras del belén, dulces y mil luces anuncian otra Navidad. Y allí cerca, ajena ya a esa vida que sigue corriendo como un torrente, han clausurado aquel rincón, la librería ya sin libros, las puertas cerradas que -espero no por tiempo indefinido- ya no son el acceso a un remanso o el ingreso a un lugar acogedor, cálido o fresco.
‘Rorate caeli de super’, un rocío que blanquee, limpio y mitigador, que como una esperanza siga trayendo el milagro de la palabra y las palabras, cálida carne de papel o soplo, espíritu, a esta ciudad de piedra y cielo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

De reojo

'Yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no dirás nada. Las palabras son una fuente de malosentendidos. Pero cada día tú podrás sentarte un poco más cerca'.
Estaba sentado rodeado de antiguas monedas, cerámica, mapas... sentía que todo este mundo me esperaba mirándome de reojo mientras día a día mis pasos me iban acercando a la ciudad que me esperaba. Las palabras solas no bastan. A veces son una exigencia, una necesidad, una cura, una imposición, una declaración, pero hoy no bastan. Se han convertido en lanzas de una batalla, una espada pesadísima en golpes que recibo o contengo con palabras igualmente pesadas. Hoy, sentado en Palazzo Massimo doy un paso y espero en silencio a que todo se calle y ese silencio me hable como la mirada de soslayo del zorro al pequeño príncipe.

viernes, 21 de octubre de 2011

Aldobrandini

‘Primero llegar, luego ver, decidirme a escribir lo que veo y para que no deje de ser primero en ese momento y luego en quien lo lee’ Eneas leyó en el diario de aquel lejano viaje el motivo de aquel relato que en el fondo era la causa del suyo. Quizás aquellas palabras sólo tengan sentido para él, sólo él las conocerá, pero no fueron una traición al tiempo ni a los lugares ni a las personas. Era tiempo que se iba más allá del tiempo al finalizar cada renglón. En cada punto y a parte estaba un nuevo peldaño de una escalera inútil e invisible como la del sueño de Jacob pero absolutamente cierta, más cierta que el duro suelo y seguramente tan importante.
Eneas soñaba, sentía, pensaba mientras descansaba sentado en un banco, en lo que le pareció un jardín refugio. Tras la subida del Grillo se encontró ante el caos de tráfico de Largo Magnanapoli en donde los coches parecían niños saliendo al patio de una escuela, persiguiéndose alrededor de una plazoleta, ignorando cualquier otra cosa del mundo: torres, fachadas, vistas. Allí estaba un muro que como una maestra severa seguía silencioso todos sus movimientos sin inmutarse... Via Nazionale se abría invitante extendida a sus anchas. Era una alfombra roja de grises adoquines en una dirección que parecía prometedora. Sin embargo, la mole del edificio de la Banca de Italia le hizo sentirse pequeñísimo. Se paró y antes de cruzar para entrar en la manzana que ocupaba este gigante de color blanco grisáceo rodeado de negros enrejados, decidió seguir esa calle como un vado. A su izquierda quedaban las rejas, un foso que separaba el castillo de las altas finanzas, sus formas clásicas aumentadas, como en una caricatura de grandeza o una intervención de cirugía plástica en la que se abunde demasiado en formas y volúmenes. A la derecha, otra reja, esta vez más endeble y descuida. Detrás de ella, ruinas de antiguos ladrillos que se escalonaban por una especie de colina. Ladrillos, arcos más o menos en pie, piedras y malta, jardines que parecían sustituir la fachada de un edificio que allí debería estar como carne de su piel de muro. Fue una sorpresa, como descubrir la espalda desnuda de aquella maestra que parecía tan severa y entró de puntillas con la emoción de quien quiere dar una sorpresa o hacer unas cosquillas en la nuca.
Al pasar por Largo Magnanapoli sólo había notado un alto muro calentado por los rayos del sol que ya cambinaba hacia el oeste. Ahora, en la penumbra del jardín, con el sol que se colaba entre las encinas, apreciaba este pequeño espacio alado como una oasis en forma de terraza, elevado sobre el río del tráfico, en una espesura inescrutable para los miles de ojos prendidos en las tiendas de sus riberas. En ese momento las notó: las altas palmeras con sus movimientos flexibles, con un balanceo leve de concesión y conquista mientras una torre inclinada quería imitarlas sin poder volver atrás.
¡Cuántas cosas vemos sin darnos cuenta! El viento parecía remover las ramas de las encinas como el soplo de un gigante, del gigante blaquecino que quedaba a su espalda. Escondido en su sombra Eneas se vio descubridor de un mundo destinado a sus ojos. El ruido de la ciudad eran palabras ya conocidas, que todos oían sin prestar atención. Sin emabargo, allí se sentía acariciado por la ciudad, por el viaje, al ver que había palabras para él, sonidos que le parecían música compuesta para él, un espacio que lo esperaba: una caricia. La ciudad se percató de su presencia cuando la vio como nadie la había visto antes.
Sabía que se había alzado. Su medida era ahora la de las altas palmeras, del jardín elevado, de la ciudad que en un nombre cantarín y complejo como Aldobrandini lo llamaba.

jueves, 9 de junio de 2011

Un Grillo

Paso la mano por el muro gris mientras esquivo una furgoneta que reparte mozzarella. Sorpendida me mira una Madonna rodeada de exvotos, encajonada en su hornacina, como un cuerpo extraño de color entre los grandes bloques.
Eneas camina despacio, mirando siempre hacia arriba. A la izquierda, entre los ladrillos que resisten al paso del tiempo, asomándose entre el foro de Augusto y el de Trajano, el edificio que ha vuelto a ser de la Orden de Malta. El tiempo ha dejado la construcción en los huesos, fósiles enormes engalanados de historia, reutilizados mil veces dejándose la piel convertida en piedra.
Un arco y la calle se empina en una gran cuesta flanqueada por una torre. A la derecha, como si fuera una pequeña terraza en la base de la torre, se abre un pequeño espacio ante el portón del palazzo del Grillo.
Escogió bien el sitio, este Marqués, en el decorado justo detrás de la gran escena de los foros.
-¿Dónde te habías metido? Llevo una media hora dando vueltas por Monti.
-Pues yo acabo de llegar.
-¿No habíamos quedado a las doce y media junto a la Torre dei Conti? ¿La ves? Es aquella otra, grande, grande al inicio de via Cavour.
Eneas miraba sorprendido hacia atrás sin saber cómo había hecho para no darse cuenta de aquella otra torre más ancha y aislada.
-Esta es la torre del Grillo... y era marqués, ¡y qué marqués!
-Lo siento, iba caminando siguiendo con la mirada el muro y he visto esta torre. Ni me imaginaba que a la izquierda quedaba otra torre.
-Venga, vamos, que tengo hambre.
-Yo también. ¿Qué sabes tú del Marqués del Grillo?
-¿No has visto la película de Alberto Sordi?
-No.
-Pues esta noche la vemos juntos. Es una buena forma para conocer Roma y mañana vemos Gente di Roma de Scola. Mucho libro... pero Roma es mucho más. Al menos estas dos las tienes que ver.
-Vale, pero no me has dicho quien es este Marqués.
-Yo creo que es un buen ejemplo de lo que somos.
Era un tipo en el que la risa iba siempre mezclada. Risa y burla. Por eso no todos ríen. Hay siempre alguien que llora. A veces, la risa iba acompañada de crueldad y cinismo, a veces era como una amarga medicina, otras se mostraba orgullosa. A veces parecía decir querer demostras que nada puede cambiar. Era un tipo astuto e irreverente, que juega con las formas, acostumbrado a decir su parte en el teatro del mundo, pero siempre pudiendo contemplar el gran escenario desde lo alto de su torre, una torre construida sobre miles de años de historia. Impune como un bufón que está siempre al límite de la denuncia, disfrazado siempre con su risa. Misántropo y libertino cuando puede con la doble vida de quien se adapta a las formas sabiéndose superior a ellas. Uno que incluso juega con la vida y la muerte pero hace los cuernos supersticiosamente por si acaso.
Lo mejor es que veas la película conmigo esta noche. Es un marqués legendario al que se le atribuyen mil historias... y en todas ellas cualquier romano se siente tanto en la parte del que ríe como del que llora.

viernes, 25 de marzo de 2011

Montes

En otros tiempos, en otras épocas, la pobreza, la fealdad, la enfermedad e incluso la muerte, eran más frecuentes en las calles, en los encuentros cotidianos en los que aparecían bajo forma de virtudes y vicios, en palabras y gestos, en los rostros, en los personajes que poblaban los barrios, los ‘rioni’. Desde antiguo la Suburra, el ‘rione’ Monti, ha sido un lugar perfecto en donde contemplar las luces y sombras, la complejidad que se encuentra en cada persona, en cada sociedad. Monti es un lugar especial para hacer una perforación en la arqueología de la vida recogiendo acentos, miradas, historias que se han ido superponiendo con más o menos visibilidad.
-Ves. Esos son los que vienen y se van. En cambio, fíjate, éste es uno que viene, está y se va. Luego hay otros, como aquellos dos cocheros, que vienen y van constantemente pero nunca están.
-No te entiendo.
-Espera, espera. Aún quedan los que están pero no vienen ni van, como ‘sora’ Lucia.
-Mira. Hay gente que viene a Roma y luego se va, igual que han venido, contando que han viajado, que han estado en la ciudad pero sin poder contar nada de su viaje. No se han alejado ni un tiro de piedra de sus cosas, no se han sorprendido con nada. ‘Rafaello ¿y a mí qué? Yo no soy de aquí.’ Han llegado y se han ido.
Otros son los que vienen, están y luego se van. Han hecho un viaje pues han estado en un lugar distinto, se han sentido viajeros en otro lugar, extraño, lejano. Pueden ser de Castelli, pero viajar realmente hacia lo nuevo. Alejarse para luego regresar a lo conocido. Al contrario de los cocheros que vienen y van constantemente pero nunca viajan, todo es normal aquí y allá, inicio y final. Sin regresar a ninguna parte, sin sorpresas.
Sora Lucia, que conoces tan bien, con su delantal manchado de salsa de tomate, harina y mil salsas, sale a la puerta de su trattoria situada en la planta baja de su casa. Y allí está. Recibe, espera, tiene el mundo entre sus clientes y sus potas, sus especias y las carretas de la calle.
Con su sayo raído y sucio, Giuseppe Labre, hablaba al carnicero que le había dado hospitalidad en la trastienda de su local, una simple habitación con un mostrador de madera que daba a la calle.
Sin embargo, Eneas no conocía ni el rione Monti, ni la Suburra ni quién era ese peregrino vagabundo.
A la mañana siguiente consultando el mapa vio el Rione Monti (Montes) con via dei Serpenti que lo atravesaba. Vio que estaba muy cerca de su casa y tras saludar a Armando, bajó por via Cavour hasta el cruce con via dei Serpenti.
Un grupo de muchachos entraba en un bar que hacía esquina. En frente, una iglesia arropada por las casas y la vida del barrio, sin la sensación, que tantas iglesias le habían producido, de estar separadas, subrayadas por las calles o plazas como una frase importante. Era una parte más del barrio, con su carácter, como también tenía caracter la plaza con su fuente a su derecha o la casa cubierta de una extraña enredadera o la pequeña ex-iglesia de San Salvatore.
Via Cavour había excavado un surco que circunscribe el barrio, como un río que separa colinas. Del Viminale bajan serpenteando sus calles hasta el foro de Augusto como torrentes que con el sol de marzo empiezan a reverdecer en sus orillas.
Eneas entró en la iglesia, ancha, casi cuadrada, sin la sensación de lejanía. Parecía que también dentro era un espacio más del barrio, que esperaba a los pasantes invitándoles a entrar, que salía a su encuentro en vez de esperarles al final de un largo pasillo. Una iglesia para viandantes, a la vera de un camino, construida para unir dentro y fuera, un siglo y otro, vidas y formas de entender el arte. Y allí, en el centro, una luz iluminaba una mujer, tocada con un manto del mil y una noches con un niño en brazos.

A la izquierda, recostado en un duro lecho, la imagen de Giuseppe Labre. En su piedra gris, el recuerdo de su sayo raído se hacía imperecedero.
Otra imagen de piedra, el Pasquino, en un diálogo de siglos, había ironizado sobre su vida y su muerte: con él hasta los piojos han llegado al cielo. Un elogio impersonal, sarcástico, pero consolador.
Eneas se sentía heredero de un reino y un perfecto desconocido, ignorado por todos en aquella ciudad que al parecer estaba llena de gente ‘importante’.
Al salir, cogió a la derecha por una calle-torrente con sus sampietrini irregulares como cantos rodados por el flujo de tantos viajeros. Un cauce irregular que iba a estrellarse contra el muro que aisla la Suburra del Foro de Augusto. Un muro imponente que quizás construyeron para que los piojos no pudieran saltarlo.