viernes, 28 de junio de 2013

El Gran Inquisidor


He caído en Roma, pero no a caso. Quizás sea un juego de palabras pero este lapso -ser lapso, caído para luego levantarme más o menos magullado- está siendo una ocasión. Aún sin saber el final, donde estaré, en cada momento, el sabor del polvo del camino se mezcla con frutas frescas, las fuentes, los paisajes, lluvias, barros... pequeñas metas cotidianas que en los vericuetos de Roma se cruzan con miles de otras historias, sabores de otros lugares, colores y tierras lejanas.

Hoy mis pasos me han traído Sopra Minerva. Allí me encontré con Fray Angelico, Lippi, Bregno, Michelangelo, Catalina... pero conversé un buen rato con Antonio di Benedetto degli Aquili, conocido por estos lares como Antoniazzo Romano. No sé bien lo que me llevó a hacer este alto en el camino. Quizás los recuerdos de otros encuentros, quizás sus palabras dichas en colores sobre un fondo dorado arcaico, como de viejo académico trasnochado que no puede prescindir de sus modales al saludar a los que pasan a su lado, quizás algunos detalles extraños en la escena que contemplaba y en los que más tarde habría de fijarme al prolongarse el encuentro.



¿Cómo?¿Qué hace María? Tiene su devocional abierto sobre el rico ambón, todo un ángel que le indica con el índice la importancia de lo que le está diciendo, una preciosa flor destinada a la esposa virgen, la paloma paráclita que casi la está tocando, el Padre eterno que lo ve todo desde una especie de palco que se ha construido con los mismos cortinajes del escenario... y en ese momento que imaginamos íntimo, casi de éxtasis religioso, de palabras esperadas desde siglos y que resonarán por los siglos, de encuentro y reconcialiación entre lo que parecía más trascendente y un lugar, un momento, una vida intrascendente; cuando está a punto de suceder algo que será llamado la mayor locura y necedad... María, tan tranquila, le da una bolsita a una chica, casi una niña que, con otros personajes más pequeños, se han colado en la escena. ¿cómo se atreven? Aunque, a decir verdad, parece que María se lo esperaba, como si los intrusos fueran el ángel y las personas divinas, como si la bolsita la tuviera preparada, guardada junto a quien sabe cuántas más, en la base del ambón.
Esperaba contemplar un momento de intimidad, consintiendo al máximo la intromisión del ángel que acortara las distancias con el más allá, con ese Dios impronunciable, tremendo y fascinante.
Y resulta que mientras la palabra se hace humana, casi como la primera consecuencia de esa palabra que nace en ella, surge esa bolsita como un regalo-respuesta, enorme, para esas diminutas chicas. No son ellas las que, como sucederá con otros personajes, nueve meses más tarde llevarán regalos a la madre o al niño. La que concibe regala... y no creo que sean almendras, pétalos o caramelos.
Las está animando a acercarse. Maestro de ceremonias o presentador. No sé. Es el único hombre que aquí aparece, fuera de lugar entre las personas divinas, el ángel y el mundo femenino. Aspecto venerable sin ser para nada decrépito, delgado, de pelo blanco, de rasgos finos. Apoya su mano, anima y da confianza, como si supiera bien lo que está haciendo, sin miedo a entrar e interrumpir esta escena, como si fuera una cosa normal. ¡No es normal!¡Qué hacen ahí, esas chicas y el anciano! Una cruz hacia abajo no es normal, un fuego que no queme no es normal, que cuando el cielo con la mismísima Trinidad está entrando en el escenario humano la protagonista se ponga a dar atenciones a estos espontáneos, no es normal. Toda la Historia puede esperar, los grandes actores divinos se quedan detenidos, en una especie de eternidad fruto de un botón de pausa, mientras la historia humana pequeña va corriendo, dentro de María, en sus manos, en las miradas de las chicas sencillas y bien peinadas, más frescas que la flor nupcial.
No creo que Antoniazzo sea un loco peligroso y tampoco ese anciano venerable que aparece en el cuadro en el momento álgido. Si están ahí es porque sí. María de hecho tenía todo listo, la paloma no bate sus alas despavorida y desde el palco con nubecillas de algodón tampoco el padre eterno parece sorprenderse y sigue benévolo bendiciendo. Hasta el ángel parece no molestarse por los personajillos que están a sus pies arrodillados. Es normal lo que no es normal. Es normal que María se ocupe de las cosas de esas chicas. Mientras el cielo se abre y ella pasa a ser el centro de este universo y de cualquier otro lugar sin lugar, ella se ocupa de una bolsita con buenos escudos o florines –en Florencia siempre hubo bancos mientras hubo oro- de estas chicas romanas-españolas que así podrán casarse con esa dote. Las cosas eran así en ese momento, y los regalos siempre han sido muy muy del momento: las cosas del querer.
Antoniazzo me da un codazo y me hace gestos. Mi atención se fija en la faja de color púrpura del venerable. Es seguramente un cardenal y dominico, pues Sopra Minerva, en la isla de los frailes estudiosos, era su territorio, su isla, y el blanco – negro sus colores, todos y ninguno.
‘Y es español...’ me dice mientras sonríe pícaramente. Yo sabía que este Antoniazzo había hecho buenas migas con los Borgia y Alejandro VI, en una época en que las coronas de Castilla y Aragón tenían muchos intereses en Roma... pero un dominico y cardenal.
Viendo mi perplejidad me da otra pista mientras juega divertido conmigo y dice ‘Juan o Tomás...’ No, santo Tomás no puede ser... y luego ese nombre se cargó de un único apellido que me hablaba más de un lugar que de un linaje, nomen omen y emblema para tantos que lo han encontrado en la historia: ‘de Torquemada’. Por un momento pensé que Juan dejaría su gesto amable para escapar de aquella escena que no le correspondía a su papel en este teatro del mundo. Aquí está representado Juan pero la mente se nos va hacia su sobrino Tomás.
Pocas páginas se han quedado tan grabadas en mi mente como las palabras que leí en los Hermanos Karamazov sobre el Gran Inquisidor. Por un momento me pareció sentir un beso sobre los labios, como lo habría sentido él según la maravillosa y compleja imaginación de Dostoevskij. ¿Quién lo conoce?¿qué es el humo si no remite a un fuego? Por otra parte, también recordé el drama de Víctor Hugo dedicado a él y que nunca me gustó: es como una peli del oeste entre buenos buenísimos y malos requetemalos. Humo y fuego, sin más. Siempre me preguntaba, entonces y ahora, con quién habrían jugado los malos cuando eran niños. Quizás ahora son malos porque están jugando y les ha tocado ser 'cacos'.
Antoniazzo sigue sonriendo con sus secretos, con las sorpresas que guardan los escenarios y sus personajes: santos o moralistas, ascetas o masoquistas, solitarios o soberbios, generosos o con sentimientos de culpa imborrables por más doblones que le eches, creyentes o fanáticos, seguros o intransigentes, mártires o kamikaces. Es terrible y maravillosa esta ambigüedad que no viene sólo de no saber sino de cuántas verdades que pueden parecen contradictorias se suman en una vida. Esa contradicción es misteriosa y justo por ello no se puede eliminar: no lo podemos quitar del cuadro, ni hacer que sus florines o escudos no estén en las auténticas bolsas de tantas dotes o en las de Antoniazzo que los recibió seguramente por pintarlo en esta pose, quizás como propaganda, seguramente tras la muerte de Juan, tío del famoso Tomás, pues era un símbolo de generosidad en esta Roma de finales del s.XV. Yo que a mala pena lo conozco lo veo allí, veo cómo se cuela en ese momento de íntima alegría y en mí surge la pregunta ¿qué es hacerse hombre, incluso para Dios? Y no es un caso.
Quizás el Torquemada de nuestra imaginación también le dice al del cuadro que la gente lo que necesita son verdades, seguridades y que todas esos matices y libertades no ayudan. Tampoco ayudan las dotes, es más, habría que erradicar esta costumbre cueste lo que cueste. Justo. ¿Cuándo lo justo se vuelve injusto? Quizás, el Gran Inquisidor español imaginado en Rusia como un tipo capaz de decir a Cristo ‘vete y no vuelvas nunca’ por miedo a su libertad desestabilizadora, el rígido buscador de justicia, es el que no soportaría hoy verse en este cuadro en lugar de su tío, venerable presentador de chiquillas que reciben su dote, de otras manos. 

sábado, 15 de junio de 2013

Hay sueños


Hay sueños que se hacen realidad. Esto no significa que se adapten a cronologías o determinados sujetos de carne y hueso. A veces se pueden hacer realidad con una forma que arde, que dura siglos, que habla a miles de personas, que se toca y se lleva, que convoca y sugiere y que a veces grita o sibilante susurra. A veces los sueños se hacen libro, o libro y piedra.
Anoche soñé, bendita ilusión... y los sueños siguen siendo sueños pero más reales porque ahora escribo y las letras atraen las memorias, como una textura en la punta de los dedos o los olores. Desde lo profundo llegan arrastrando sensaciones sin datos, una tela de impresiones que dibuja más vivamente, reviviendo.
Anoche Majencio entraba en su grandiosa basílica. Estaba en construcción y él tenía fiebre. Hacía pocos años –le parecían días- que había muerto su hijo Valerio Romulo, y hacía unos días –largos como años- que los restos de su ejército habían vuelto a la ciudad tras la derrota de Verona. Estaba entre la Paz y Roma-Venus, y con ninguna de ellas llegaría a un acuerdo. Entraba a grandes pasos en un espacio que había querido enorme, que crecía en altos ábsides y arcos, como un grito cuando nadie quiere escuchar. Quería elevarse con la grandeza de lo que siempre había sido y que, apoyada en esos arcos y columnas, era lo único que podría estar destinado a durar. No dejaba de sudar y ni siquiera el aire que parecía llegar, sorteando las construcciones entre el Palatino y el Esquilino, lo consolaba.  Se tumbó en el suelo. Todo seguía creciendo. Las paredes se perdían en una oscuridad de bóveda celeste. Unas palabras lejanas hablaban de sueños, de mujeres y hombres que los hacían realidad, al menos una realidad hecha de palabras, pero no las entendía.
En su sueño, Majencio entraba a formar parte de la base de un arco, se hacía silencioso e inerme, una serie de piedras rojas que se hundían en la masa cementicia. Entre la Paz y Roma había encontrado un lugar, construido no sólo con los ladrillos y mármoles de la nueva basílica sino con el tributo de su propia vida entregada a la restauración de los valores de antaño, cuando Roma no era sólo una ciudad, cuando ella era el oriente que irradiaba la luz y en la que encontrar la meta.
De noche, los arcos y figuras geométricas pasaban ahora a ser una pequeña fachada cubierta con la bóveda de la noche estrellada. El foro transversal había desaparecido pero aún podía notar la presencia de su hijo Romulo junto a la via Sacra. Constantino se había llevado su sueño a Bizancio, ni siquiera a Alejandría o Antioquía, a Bizancio. ¡Siempre tan progresista, tan innovador, tan amigo de todos, sobre todo de esos Licino y Maximino que le habían dado carta blanca!¡No sabe ni lo que quiere, pero lo quiere todo!
Saxa Rubra, piedras rojas, como las de esta noche de sueños hechos realidad. Las luces del sencillo palco dan tonos rojos a una noche cálida como aquel agosto del 312, un sueño de una noche en mitad del verano en la que incluso su basílica, su ciudad se le hacían pequeñas. No. No entablaría la lucha encerrado en sus muros.
Anoche, en mis sueños, mis ojos subían por los latericios buscando la bóveda del cielo y mis oídos seguían las palabras que sólo tantas literaturas podrían completar con armonías realmente de ensueño.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Polizón



Cada mañana al levantarme digo un sí lleno de esperanza. Hoy, sin embargo, es un día muy especial. Quien más o quien menos, con el pasar de los años, siente que el propio sendero en esta vida está lleno de trompicones, callejones sin salida, pistas polvorientas, angustos desfiladeros, malos encuentros... buscando el propio camino -montañero, de valles o en la gran llanura del mar- todos intentamos otear el horizonte para no perdernos. En este camino que está hecho de tiempo o mejor, de momentos, quisiéramos que todos nuestros encuentros, nuestros pasos, nos acercaran a una meta, un centro de gravedad al que reconocemos como nuestro bien o lo que nos hace bien. Este caminar nos lleva siempre muy lejos, ya estemos siempre en nuestra pequeña aldea o por el mundo adelante: nos lleva a dejar tantos otros caminos, tantas personas, tantos lugares a cambio de los nuestros. Renunciar es siempre elegir y elegir de elegir, con-firmar lo que se con-fía. He sabido incluso de personas que  han caminado sobre el agua confiando en alguien: ¡qué poder el de esperar, fiarse y confiar! Feliz quien encuentra una isla, una roca, una barca, una mano: un buen bien que no se coma camino y caminantes como una locura de agujero negro. ¡Qué complicado soy! Hay veces, por miedo a caer en esta locura o seguro de que no existe ninguna isla, ningún mundo más allá de los confines establecidos, ninguna barca para navegarlos, por mí, por mi bien, dejo que mi camino dé vueltas sin parar, me saco a paseo. Otras veces, me parece tan increíble y difícil la aventura de confiar, de navegar con el viento de ese buen bien, que me embarco en dirección contraria como un Jonás que al final se precipita en los mares agitados.
Hoy es un día muy especial pues dejaré de ser polizón. Quizás haga algún viaje como polizón, pero no lo seré. 

Ayer por la tarde experimenté la sensación gratificante de sentirme destinatario aunque no merecedor de un paisaje, de una música, de unas palabras, de tanta compañía. Siempre he sido capaz de estar, de descubrir, de saborear sabiendo, de todas formas, que participaba del anonimato de esta gran nave, formando parte de esa ‘posteridad’ a la que tantas personas han legado trabajos que cualquier otro o nadie más habría podido hacer. Ayer, durante un concierto sentí que la sala con los retratos, la música de Mendelssohn y Dvorak, la vista maravillosa de Roma estaban dedicadas a mí. En el fondo de la sala repleta de gente, viajaba en una nave donde había un sitio para mí y yo contribuía a que ese sitio tuviera orejas y alma, quizás más orejas que alma: cada uno estamos dotados de algunos talentos y cualidades más destacados. Por algo será.
Hoy es un día muy especial. En este viaje en el que ya he encontrado tantas personas, en el que tantas viajan a mi lado y otras ya no, me doy cuenta de que no viajo de incógnito, que no me he colado en un barco en donde es mejor quedarse escondido y saborear las sorpresas desde las sombras. Barco, islas, tripulación no son simples coincidencias sino parte de ese buen bien que voy buscando. Espero también construirlo.
Por el maravilloso patio, antiguo claustro de la Academia saludo a algunos jóvenes artistas, tripulación de esta nave, y me siento alegre al caminar por esta Roma que veo también con sus ojos. Dejo las alturas del dios Jano para bajar a mis remos cotidianos, contento incluso por mis culpas, por esos bienes que han y me han devorado, dispuesto a seguir en la ruta –sea- recogiendo nombres, invitaciones, no ya como polizón y sin pensar que tantos otros lo son.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Una perla



-Ayer se murió Vespasiano. Me dijo Maurizio mientras saboreaba un buen café en via dei Serpenti.
Él está leyendo Los asesinos del emperador  y con esas palabras mi amigo me ha indicado lo que significa la inmortalidad literaria, una de las formas más bonitas aunque también una de las más pobres de lo que comunmente se llama fama: viviendo el tiempo del relato revivía la vida y la muerte de tantos personajes.
Mientras se moría Vespasiano, ayer, yo entraba en una sala, tras un precioso patio, en una preciosa colina sobre Roma. En la sala, una señora nos mostraba viejas fotos con sus historias, historias de la propia foto, de la época, y de quienes en ella aparecían. Con esas fotos en blanco y negro ella hablaba de los colores de una pequeña calle, casi una acequia que abandona via del Babuino para regar los pies de la colina de villa Medici. Colores de azaleas, del travertino de la gran escalinata de Piazza di Spagna, de mejillas sonrosadas y vestidos de hilos maravillosos que recogen el gusto de la Ciociaria, esa zona de campiña hoy tan industrial al sur de Roma, colores del antiguo y desaforado carnaval.
Valentina Moncada, que así se llama la señora, encontró hace años en un desván un diario de su tatarabuelo el cual había creado varios estudios para artistas en los que posteriormente tendría su sede la Associazione Artistica Internazionale. Este diario fue una semilla regada con dedicación, aplicación y curiosidad hasta convertirse en un libro: Atelier a via Margutta, cinque secoli di cultura internazionale a Roma. Junto a esta acequia abundante y fresca, flores y frutos, colores y formas de las más diversas especies, iban tomando cuerpo con sabor de cielo, agua y tierra romanos.

Margarita: una perla. Personas e historias de personas surgen en torno a este canal de vida. Los tiempos han cambiado pero el agua, quizás ahora discurriendo escondida, sigue invitando a enraizar, a nutirse, a descubrir en la tierra trabajada a arte, todo el substrato necesario para nuevos frutos. Margarita excava un poco en busca de una fuente: el archivo de la Associazione Artistica Internazionale. Ojos de agua, materiales e información que un camión hace tiempo se llevó sin saber aún hoy dónde están. Palabras que están detrás de los colores y las formas explicando la vida cotidiana, los lugares y el tiempo que luego se convierten en frutos de arte. Quedan esos frutos, no sus plantas ni sus hojas, llevadas por el otoño del olvido o el descuido. Hojas escritas con savia de esta tierra, que han recogido su aire, que han buscado su sol y sufrido los avatares de la intemperie, suculentas como áloe o enjutas como agujas de pino.
Margarita es una perla con mil reflejos de luces, de colores, que han ido creciendo entorno a una semilla de tierra. ¡Qué alegría encontrar estas perlas! Margarita es una persona, una flor y un trocito de tierra, una calle quizás, vestida con los más variados colores de mil historias, reflejo de todos los tonos de mil hojas.
Ayer se murió el Vespasiano que vivía gracias a mi amigo Maurizio mientras yo me encontraba con Fortuny y Picasso dando un paseo desde la Academia del Gianicolo hasta via Margutta.

jueves, 28 de marzo de 2013

Metáfora



Un patio, un jardincito, una terraza o un balcón, por bien pequeño que sea, parecen abrir un boquete, una claraboya por la que colar la mirada hacia las estrellas, hacia el aire, aunque sea el de una gran ciudad... o especialmente hacia el de la gran ciudad, como bien precioso y metáfora, vehículo que te lleva más allá de lo inmediato.
Para que exista esa metáfora he de descubrir ese punto inmediato, ese espacio con el que poder viajar a lugares más allá del tiempo, con confines nuevos. En Roma, un balcón es una alfombra volante, sorprendente y colorada desde la que poder elevarse y sobrevolar o descender en cualquier parte, una puerta que comunica con un país de maravillas. Para mí, en Roma, piazza Navona es mi balcón, el mejor ejemplo de una metáfora. Ríos inmensos se desbordan simbólicamente y en sus aguas navego hasta los rincones del mundo más extremos.
Piazza Navona es un deseo enviado al cielo en papel-piedra con sellos de agua. En ella se inicia el camino que nace al contemplar los propios deseos saboreándolos en un hondo respiro. Mirar la procesión del mundo, y quizás hacerse ver en este balcón con el lenguaje celador de un libro utilizado como antes se hacía con los abanicos.
Hoy el cielo se ha desbordado inundando las fuentes. Hoy las fuentes me han hecho navegar. Hoy he viajado en las corrientes de las historias que me rodean, brazos del pasado, remolinos de presente y deltas de futuro. Hoy sé que también yo me asomo o contemplo este balcón, mío sin propiedad, mío y libre como una metáfora que siempre es más de lo que es. Hoy he bebido de las conchas de peregrino que cela la simple fachada de Santiago. Hoy con pasos de gigante, en dos zancadas de atleta del Olimpo y con dos palabras de poeta en el Odeón, he dado una vuelta agonística a este balcón que me hace estar y salir del mundo.