He caído en Roma, pero no a caso.
Quizás sea un juego de palabras pero este lapso -ser lapso, caído para luego
levantarme más o menos magullado- está siendo una ocasión. Aún sin saber el
final, donde estaré, en cada momento, el sabor del polvo del camino se mezcla
con frutas frescas, las fuentes, los paisajes, lluvias, barros... pequeñas
metas cotidianas que en los vericuetos de Roma se cruzan con miles de otras
historias, sabores de otros lugares, colores y tierras lejanas.
Hoy mis pasos me han traído Sopra
Minerva. Allí me encontré con Fray Angelico, Lippi, Bregno, Michelangelo,
Catalina... pero conversé un buen rato con Antonio di Benedetto degli Aquili,
conocido por estos
lares como Antoniazzo Romano. No sé bien lo que me llevó a
hacer este alto en el camino. Quizás los recuerdos de otros encuentros, quizás
sus palabras dichas en colores sobre un fondo dorado arcaico, como de viejo
académico trasnochado que no puede prescindir de sus modales al saludar a los
que pasan a su lado, quizás algunos detalles extraños en la escena que
contemplaba y en los que más tarde habría de fijarme al prolongarse el
encuentro.
¿Cómo?¿Qué hace María? Tiene su
devocional abierto sobre el rico ambón, todo un ángel que le indica con el
índice la importancia de lo que le está diciendo, una preciosa flor destinada a
la esposa virgen, la paloma paráclita que casi la está tocando, el Padre eterno
que lo ve todo desde una especie de palco que se ha construido con los mismos
cortinajes del escenario... y en ese momento que imaginamos íntimo, casi de
éxtasis religioso, de palabras esperadas desde siglos y que resonarán por los
siglos, de encuentro y reconcialiación entre lo que parecía más trascendente y
un lugar, un momento, una vida intrascendente; cuando está a punto de suceder
algo que será llamado la mayor locura y necedad... María, tan tranquila, le da
una bolsita a una chica, casi una niña que, con otros personajes más pequeños,
se han colado en la escena. ¿cómo se atreven? Aunque, a decir verdad, parece
que María se lo esperaba, como si los intrusos fueran el ángel y las personas
divinas, como si la bolsita la tuviera preparada, guardada junto a quien sabe
cuántas más, en la base del ambón.
Esperaba contemplar un momento de intimidad,
consintiendo al máximo la intromisión del ángel que acortara las distancias con
el más allá, con ese Dios impronunciable, tremendo y fascinante.
Y resulta que mientras la palabra
se hace humana, casi como la primera consecuencia de esa palabra que nace en ella,
surge esa bolsita como un regalo-respuesta, enorme, para esas diminutas chicas. No son ellas
las que, como sucederá con otros personajes, nueve meses más tarde llevarán regalos a la madre o al
niño. La que concibe regala... y no creo que sean almendras, pétalos o
caramelos.
Las está animando a acercarse. Maestro
de ceremonias o presentador. No sé. Es el único hombre que aquí aparece, fuera de lugar entre las personas divinas, el ángel y el mundo femenino. Aspecto
venerable sin ser para nada decrépito, delgado, de pelo blanco, de rasgos
finos. Apoya su mano, anima y da confianza, como si supiera bien lo que está haciendo, sin
miedo a entrar e interrumpir esta escena, como si fuera una cosa normal. ¡No es
normal!¡Qué hacen ahí, esas chicas y el anciano! Una cruz hacia abajo no es normal, un fuego que no queme
no es normal, que cuando el cielo con la mismísima Trinidad está entrando en el
escenario humano la protagonista se ponga a dar atenciones a estos espontáneos,
no es normal. Toda la Historia puede esperar, los grandes actores divinos se
quedan detenidos, en una especie de eternidad fruto de un botón de pausa,
mientras la historia humana pequeña va corriendo, dentro de María, en sus
manos, en las miradas de las chicas sencillas y bien peinadas, más frescas que la
flor nupcial.
No creo que Antoniazzo sea un loco
peligroso y tampoco ese anciano venerable que aparece en el cuadro en
el momento álgido. Si están ahí es porque sí. María de hecho tenía todo listo,
la paloma no bate sus alas despavorida y desde el palco con nubecillas de
algodón tampoco el padre eterno parece sorprenderse y sigue benévolo bendiciendo. Hasta el ángel
parece no molestarse por los personajillos que están a sus pies arrodillados.
Es normal lo que no es normal. Es normal que María se ocupe de las cosas de esas
chicas. Mientras el cielo se abre y ella pasa a ser el centro de este universo
y de cualquier otro lugar sin lugar, ella se ocupa de una bolsita con buenos
escudos o florines –en Florencia siempre hubo bancos mientras hubo oro- de
estas chicas romanas-españolas que así podrán casarse con esa dote. Las cosas
eran así en ese momento, y los regalos siempre han sido muy muy del momento:
las cosas del querer.
Antoniazzo me da un codazo y me
hace gestos. Mi atención se fija en la faja de color púrpura del venerable. Es
seguramente un cardenal y dominico, pues Sopra Minerva, en la isla de los
frailes estudiosos, era su territorio, su isla, y el blanco – negro sus
colores, todos y ninguno.
‘Y es español...’ me dice mientras
sonríe pícaramente. Yo sabía que este Antoniazzo había hecho buenas migas con
los Borgia y Alejandro VI, en una época en que las coronas de Castilla y Aragón
tenían muchos intereses en Roma... pero un dominico y cardenal.
Viendo mi perplejidad me da otra
pista mientras juega divertido conmigo y dice ‘Juan o Tomás...’ No, santo Tomás no
puede ser... y luego ese nombre se cargó de un único apellido que me hablaba más de un
lugar que de un linaje, nomen omen y emblema para tantos que lo han encontrado
en la historia: ‘de Torquemada’. Por un momento pensé que Juan dejaría su gesto amable para escapar de aquella escena que no le correspondía a su papel en este teatro del mundo. Aquí está representado Juan pero la mente se nos va hacia su sobrino Tomás.
Pocas páginas se han quedado tan
grabadas en mi mente como las palabras que leí en los Hermanos Karamazov sobre
el Gran Inquisidor. Por un momento me pareció sentir un beso sobre los labios,
como lo habría sentido él según la maravillosa y compleja imaginación de Dostoevskij. ¿Quién lo conoce?¿qué es el humo si no remite a un fuego? Por otra
parte, también recordé el drama de Víctor Hugo dedicado a él y que nunca me gustó: es como una peli del oeste entre
buenos buenísimos y malos requetemalos. Humo y fuego, sin más. Siempre me
preguntaba, entonces y ahora, con quién habrían jugado los malos cuando eran
niños. Quizás ahora son malos porque están jugando y les ha tocado ser 'cacos'.
Antoniazzo
sigue sonriendo con sus secretos, con las sorpresas que guardan los escenarios
y sus personajes: santos o moralistas, ascetas o masoquistas, solitarios o
soberbios, generosos o con sentimientos de culpa imborrables por más doblones
que le eches, creyentes o fanáticos, seguros o intransigentes, mártires o
kamikaces. Es terrible y maravillosa esta ambigüedad que no viene sólo de no
saber sino de cuántas verdades que pueden parecen contradictorias se suman en
una vida. Esa contradicción es misteriosa y justo por ello no se puede
eliminar: no lo podemos quitar del cuadro, ni hacer que sus florines o escudos
no estén en las auténticas bolsas de tantas dotes o en las de Antoniazzo que
los recibió seguramente por pintarlo en esta pose, quizás como propaganda,
seguramente tras la muerte de Juan, tío del famoso Tomás, pues era un símbolo de generosidad en esta Roma de
finales del s.XV. Yo que a mala pena lo conozco lo veo allí, veo cómo se cuela
en ese momento de íntima alegría y en mí surge la pregunta ¿qué es hacerse
hombre, incluso para Dios? Y no es un caso.
Quizás el
Torquemada de nuestra imaginación también le dice al del cuadro que la gente lo
que necesita son verdades, seguridades y que todas esos matices y libertades no
ayudan. Tampoco ayudan las dotes, es más, habría que erradicar esta costumbre
cueste lo que cueste. Justo. ¿Cuándo lo justo se vuelve injusto? Quizás, el
Gran Inquisidor español imaginado en Rusia como un tipo capaz de decir a Cristo
‘vete y no vuelvas nunca’ por miedo a su libertad desestabilizadora, el rígido
buscador de justicia, es el que no soportaría hoy verse en este cuadro en lugar de su tío,
venerable presentador de chiquillas que reciben su dote, de otras manos.