Estaba hablando con Marta. Un poco
antes mi paseo vespertino se había concluido anticipadamente por un cielo
plúmbeo que amenazaba tormenta. Mientras escogía la sartén y troceaba los
delicados espárragos verdes le contaba mis impresiones de via Nazionale. Una
calle de una ciudad nunca es argumento para mencionar entre los nativos, como
tampoco hablamos en casa del pasillo, al máximo es un contexto.
Allí me subí al autobús para volver a
casa –contexto necesario- pero allí también descubrí que es uno de los pocos
lugares dentro del dédalo de calles y callejuelas de Roma en donde puedes
encontrar bancos para sentarte. Me gustaron. Sencillos, rectilíneos, de una
piedra gris, negruzca y lisa, bien integrados en la acera. Sentarme en uno de
ellos para esperar el autobús me permitió contemplar por primera vez esta ancha
avenida.
Tras hacer un buen sofrito con ajo y
espárragos había añadido un poco de tomate concluyendo así con gran
satisfacción mi salsa para los spaghetti. Los espárragos selváticos con su
intenso aroma hacían brotar la primavera en mis recuerdos culinarios; sólo
faltaba espolvorearlos al final con un poco de queso ‘pecorino’ romano para
completar el cuadro ‘bucólico’. Así que me senté con calma enfrente de Marta
que jugaba con numerosos paymobil construyendo un mundo de animales, plantas,
edificios, personajes... El agua aún no hervía.
-
Via Nazionale es... es muy...
Mientras pensaba en cómo traducir ‘variopinta’
en italiano, me daba cuenta de que era una avenida con un largo camino a la
espalda. El vicus Longus romano que corría por el valle entre las colinas del
Quirinale y Viminale seguramente había sido muy importante para acceder a la
parte norte de la ciudad y a las Termas de Diocleciano con su mundo de
relaciones sociales que hacían atractiva la vida del ciudadano libre dentro de
la Urbe. Una calle romana, siempre estrechas desde nuestra visión, rodeada de
infinidad de construcciones que alojaban la gran densidad de población de la
capital del Imperio.
Vamos a ver. Dis-tinta: no basta pues
falta la variedad. Di-versa: no, pues en cierto sentido el verso es siempre el
mismo, modificado en aspecto por los siglos que lo van pintando.
Allá abajo, con el pasar de la
historia -que en ciertos lugares de Roma en vez de gastar y consumir parece
construir y aumentar- quedaba el caminillo de S. Vitale. Su humilde posición
nos habla de un caminillo que serpeteaba como un sendero entre campos pues en
el juego de este gran mecano Roma se había quedado reducida a una serie de islas,
cúmulos de piezas, cerca del río o en torno a algunas zonas de especial
interés. Subir y bajar, altos y bajos en los que la Historia se hace hermana
mayor de nuestras historias.
Quizás ‘variegata’, pero le falta
color... al final digo ‘variopinta’ confiando en la suerte y sí, existe, o al
menos Marta me entiende y sus grandes ojos negros no se quedan ni perplejos ni
sorprendidos.
Luego vienen las grandes
construcciones de la nueva Italia: el palacio de exposiciones, el palacio Koch
de la Banca d’Italia, destruyendo parte de villa Aldrovrandini, el teatro
Eliseo, los hoteles con sus estupendas terrazas, la iglesia de S. Pablo ‘entro
le mura’, la primera iglesia no católica dentro de Roma. Todo ello alrededor de
una avenida que se fue ensanchando, creciendo como gran vía de comunicación
para dar acceso al centro de la ciudad desde Termini.
Viriopinta porque en la unión de
diferencias se crean novedades. Una unión que el tiempo hace convivencia. No se
queda como una simple superposición, pero tampoco es una asimilación. Cada cosa
sigue siendo sí misma, con carácter, aportando sus rasgos, virtudes y defectos.
Nada más distinto, diverso y variopinto que un hombre y una mujer. Es difícil
unir tanta diversidad, pero creo que es justamente esa distancia la que crea la
novedad, la que hay en Roma. Tantos siglos de tiempo, de culturas, crean
distancias que parecen incolmables... y, sin embargo, en Roma, en via
Nazionale, hay algo nuevo y no la suma o yuxtaposición de elementos.
Los taxistas fuman y hablan ante S.
Vitale y el Palazzo di Esposizioni, otros conductores dejan a sus clientes ante
uno de los grandes hoteles. Gente con mapas que va a la búsqueda de los lugares
más conocidos entorno a Piazza Venezia. Otros que van mirando escaparates
mientras los vendedores de paraguas, ventando la tormenta aparecen por arte de
magia.
Había
llegado el momento de echar la pasta. Calor y agua que entrarían a formar parte
de un cuerpo de harina ablandándolo, entrando en sus entresijos, moviéndose con
el ritmo del calor hasta darle la capacidad de acoger los sabores que lo
esperan.
Llueve a cántaros sobre el cuerpo distendido de Roma, mientras
nuestras palabras, nuestro tiempo, nuestros pasos, rozándola, la encienden.