miércoles, 29 de mayo de 2013

Polizón



Cada mañana al levantarme digo un sí lleno de esperanza. Hoy, sin embargo, es un día muy especial. Quien más o quien menos, con el pasar de los años, siente que el propio sendero en esta vida está lleno de trompicones, callejones sin salida, pistas polvorientas, angustos desfiladeros, malos encuentros... buscando el propio camino -montañero, de valles o en la gran llanura del mar- todos intentamos otear el horizonte para no perdernos. En este camino que está hecho de tiempo o mejor, de momentos, quisiéramos que todos nuestros encuentros, nuestros pasos, nos acercaran a una meta, un centro de gravedad al que reconocemos como nuestro bien o lo que nos hace bien. Este caminar nos lleva siempre muy lejos, ya estemos siempre en nuestra pequeña aldea o por el mundo adelante: nos lleva a dejar tantos otros caminos, tantas personas, tantos lugares a cambio de los nuestros. Renunciar es siempre elegir y elegir de elegir, con-firmar lo que se con-fía. He sabido incluso de personas que  han caminado sobre el agua confiando en alguien: ¡qué poder el de esperar, fiarse y confiar! Feliz quien encuentra una isla, una roca, una barca, una mano: un buen bien que no se coma camino y caminantes como una locura de agujero negro. ¡Qué complicado soy! Hay veces, por miedo a caer en esta locura o seguro de que no existe ninguna isla, ningún mundo más allá de los confines establecidos, ninguna barca para navegarlos, por mí, por mi bien, dejo que mi camino dé vueltas sin parar, me saco a paseo. Otras veces, me parece tan increíble y difícil la aventura de confiar, de navegar con el viento de ese buen bien, que me embarco en dirección contraria como un Jonás que al final se precipita en los mares agitados.
Hoy es un día muy especial pues dejaré de ser polizón. Quizás haga algún viaje como polizón, pero no lo seré. 

Ayer por la tarde experimenté la sensación gratificante de sentirme destinatario aunque no merecedor de un paisaje, de una música, de unas palabras, de tanta compañía. Siempre he sido capaz de estar, de descubrir, de saborear sabiendo, de todas formas, que participaba del anonimato de esta gran nave, formando parte de esa ‘posteridad’ a la que tantas personas han legado trabajos que cualquier otro o nadie más habría podido hacer. Ayer, durante un concierto sentí que la sala con los retratos, la música de Mendelssohn y Dvorak, la vista maravillosa de Roma estaban dedicadas a mí. En el fondo de la sala repleta de gente, viajaba en una nave donde había un sitio para mí y yo contribuía a que ese sitio tuviera orejas y alma, quizás más orejas que alma: cada uno estamos dotados de algunos talentos y cualidades más destacados. Por algo será.
Hoy es un día muy especial. En este viaje en el que ya he encontrado tantas personas, en el que tantas viajan a mi lado y otras ya no, me doy cuenta de que no viajo de incógnito, que no me he colado en un barco en donde es mejor quedarse escondido y saborear las sorpresas desde las sombras. Barco, islas, tripulación no son simples coincidencias sino parte de ese buen bien que voy buscando. Espero también construirlo.
Por el maravilloso patio, antiguo claustro de la Academia saludo a algunos jóvenes artistas, tripulación de esta nave, y me siento alegre al caminar por esta Roma que veo también con sus ojos. Dejo las alturas del dios Jano para bajar a mis remos cotidianos, contento incluso por mis culpas, por esos bienes que han y me han devorado, dispuesto a seguir en la ruta –sea- recogiendo nombres, invitaciones, no ya como polizón y sin pensar que tantos otros lo son.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Una perla



-Ayer se murió Vespasiano. Me dijo Maurizio mientras saboreaba un buen café en via dei Serpenti.
Él está leyendo Los asesinos del emperador  y con esas palabras mi amigo me ha indicado lo que significa la inmortalidad literaria, una de las formas más bonitas aunque también una de las más pobres de lo que comunmente se llama fama: viviendo el tiempo del relato revivía la vida y la muerte de tantos personajes.
Mientras se moría Vespasiano, ayer, yo entraba en una sala, tras un precioso patio, en una preciosa colina sobre Roma. En la sala, una señora nos mostraba viejas fotos con sus historias, historias de la propia foto, de la época, y de quienes en ella aparecían. Con esas fotos en blanco y negro ella hablaba de los colores de una pequeña calle, casi una acequia que abandona via del Babuino para regar los pies de la colina de villa Medici. Colores de azaleas, del travertino de la gran escalinata de Piazza di Spagna, de mejillas sonrosadas y vestidos de hilos maravillosos que recogen el gusto de la Ciociaria, esa zona de campiña hoy tan industrial al sur de Roma, colores del antiguo y desaforado carnaval.
Valentina Moncada, que así se llama la señora, encontró hace años en un desván un diario de su tatarabuelo el cual había creado varios estudios para artistas en los que posteriormente tendría su sede la Associazione Artistica Internazionale. Este diario fue una semilla regada con dedicación, aplicación y curiosidad hasta convertirse en un libro: Atelier a via Margutta, cinque secoli di cultura internazionale a Roma. Junto a esta acequia abundante y fresca, flores y frutos, colores y formas de las más diversas especies, iban tomando cuerpo con sabor de cielo, agua y tierra romanos.

Margarita: una perla. Personas e historias de personas surgen en torno a este canal de vida. Los tiempos han cambiado pero el agua, quizás ahora discurriendo escondida, sigue invitando a enraizar, a nutirse, a descubrir en la tierra trabajada a arte, todo el substrato necesario para nuevos frutos. Margarita excava un poco en busca de una fuente: el archivo de la Associazione Artistica Internazionale. Ojos de agua, materiales e información que un camión hace tiempo se llevó sin saber aún hoy dónde están. Palabras que están detrás de los colores y las formas explicando la vida cotidiana, los lugares y el tiempo que luego se convierten en frutos de arte. Quedan esos frutos, no sus plantas ni sus hojas, llevadas por el otoño del olvido o el descuido. Hojas escritas con savia de esta tierra, que han recogido su aire, que han buscado su sol y sufrido los avatares de la intemperie, suculentas como áloe o enjutas como agujas de pino.
Margarita es una perla con mil reflejos de luces, de colores, que han ido creciendo entorno a una semilla de tierra. ¡Qué alegría encontrar estas perlas! Margarita es una persona, una flor y un trocito de tierra, una calle quizás, vestida con los más variados colores de mil historias, reflejo de todos los tonos de mil hojas.
Ayer se murió el Vespasiano que vivía gracias a mi amigo Maurizio mientras yo me encontraba con Fortuny y Picasso dando un paseo desde la Academia del Gianicolo hasta via Margutta.

jueves, 28 de marzo de 2013

Metáfora



Un patio, un jardincito, una terraza o un balcón, por bien pequeño que sea, parecen abrir un boquete, una claraboya por la que colar la mirada hacia las estrellas, hacia el aire, aunque sea el de una gran ciudad... o especialmente hacia el de la gran ciudad, como bien precioso y metáfora, vehículo que te lleva más allá de lo inmediato.
Para que exista esa metáfora he de descubrir ese punto inmediato, ese espacio con el que poder viajar a lugares más allá del tiempo, con confines nuevos. En Roma, un balcón es una alfombra volante, sorprendente y colorada desde la que poder elevarse y sobrevolar o descender en cualquier parte, una puerta que comunica con un país de maravillas. Para mí, en Roma, piazza Navona es mi balcón, el mejor ejemplo de una metáfora. Ríos inmensos se desbordan simbólicamente y en sus aguas navego hasta los rincones del mundo más extremos.
Piazza Navona es un deseo enviado al cielo en papel-piedra con sellos de agua. En ella se inicia el camino que nace al contemplar los propios deseos saboreándolos en un hondo respiro. Mirar la procesión del mundo, y quizás hacerse ver en este balcón con el lenguaje celador de un libro utilizado como antes se hacía con los abanicos.
Hoy el cielo se ha desbordado inundando las fuentes. Hoy las fuentes me han hecho navegar. Hoy he viajado en las corrientes de las historias que me rodean, brazos del pasado, remolinos de presente y deltas de futuro. Hoy sé que también yo me asomo o contemplo este balcón, mío sin propiedad, mío y libre como una metáfora que siempre es más de lo que es. Hoy he bebido de las conchas de peregrino que cela la simple fachada de Santiago. Hoy con pasos de gigante, en dos zancadas de atleta del Olimpo y con dos palabras de poeta en el Odeón, he dado una vuelta agonística a este balcón que me hace estar y salir del mundo.

viernes, 15 de marzo de 2013

Vario-pinto



Estaba hablando con Marta. Un poco antes mi paseo vespertino se había concluido anticipadamente por un cielo plúmbeo que amenazaba tormenta. Mientras escogía la sartén y troceaba los delicados espárragos verdes le contaba mis impresiones de via Nazionale. Una calle de una ciudad nunca es argumento para mencionar entre los nativos, como tampoco hablamos en casa del pasillo, al máximo es un contexto.

Allí me subí al autobús para volver a casa –contexto necesario- pero allí también descubrí que es uno de los pocos lugares dentro del dédalo de calles y callejuelas de Roma en donde puedes encontrar bancos para sentarte. Me gustaron. Sencillos, rectilíneos, de una piedra gris, negruzca y lisa, bien integrados en la acera. Sentarme en uno de ellos para esperar el autobús me permitió contemplar por primera vez esta ancha avenida.
Tras hacer un buen sofrito con ajo y espárragos había añadido un poco de tomate concluyendo así con gran satisfacción mi salsa para los spaghetti. Los espárragos selváticos con su intenso aroma hacían brotar la primavera en mis recuerdos culinarios; sólo faltaba espolvorearlos al final con un poco de queso ‘pecorino’ romano para completar el cuadro ‘bucólico’. Así que me senté con calma enfrente de Marta que jugaba con numerosos paymobil construyendo un mundo de animales, plantas, edificios, personajes... El agua aún no hervía.
-          Via Nazionale es... es muy...

Mientras pensaba en cómo traducir ‘variopinta’ en italiano, me daba cuenta de que era una avenida con un largo camino a la espalda. El vicus Longus romano que corría por el valle entre las colinas del Quirinale y Viminale seguramente había sido muy importante para acceder a la parte norte de la ciudad y a las Termas de Diocleciano con su mundo de relaciones sociales que hacían atractiva la vida del ciudadano libre dentro de la Urbe. Una calle romana, siempre estrechas desde nuestra visión, rodeada de infinidad de construcciones que alojaban la gran densidad de población de la capital del Imperio.

Vamos a ver. Dis-tinta: no basta pues falta la variedad. Di-versa: no, pues en cierto sentido el verso es siempre el mismo, modificado en aspecto por los siglos que lo van pintando.

Allá abajo, con el pasar de la historia -que en ciertos lugares de Roma en vez de gastar y consumir parece construir y aumentar- quedaba el caminillo de S. Vitale. Su humilde posición nos habla de un caminillo que serpeteaba como un sendero entre campos pues en el juego de este gran mecano Roma se había quedado reducida a una serie de islas, cúmulos de piezas, cerca del río o en torno a algunas zonas de especial interés. Subir y bajar, altos y bajos en los que la Historia se hace hermana mayor de nuestras historias.

Quizás ‘variegata’, pero le falta color... al final digo ‘variopinta’ confiando en la suerte y sí, existe, o al menos Marta me entiende y sus grandes ojos negros no se quedan ni perplejos ni sorprendidos.

Luego vienen las grandes construcciones de la nueva Italia: el palacio de exposiciones, el palacio Koch de la Banca d’Italia, destruyendo parte de villa Aldrovrandini, el teatro Eliseo, los hoteles con sus estupendas terrazas, la iglesia de S. Pablo ‘entro le mura’, la primera iglesia no católica dentro de Roma. Todo ello alrededor de una avenida que se fue ensanchando, creciendo como gran vía de comunicación para dar acceso al centro de la ciudad desde Termini.

Viriopinta porque en la unión de diferencias se crean novedades. Una unión que el tiempo hace convivencia. No se queda como una simple superposición, pero tampoco es una asimilación. Cada cosa sigue siendo sí misma, con carácter, aportando sus rasgos, virtudes y defectos. Nada más distinto, diverso y variopinto que un hombre y una mujer. Es difícil unir tanta diversidad, pero creo que es justamente esa distancia la que crea la novedad, la que hay en Roma. Tantos siglos de tiempo, de culturas, crean distancias que parecen incolmables... y, sin embargo, en Roma, en via Nazionale, hay algo nuevo y no la suma o yuxtaposición de elementos.

Los taxistas fuman y hablan ante S. Vitale y el Palazzo di Esposizioni, otros conductores dejan a sus clientes ante uno de los grandes hoteles. Gente con mapas que va a la búsqueda de los lugares más conocidos entorno a Piazza Venezia. Otros que van mirando escaparates mientras los vendedores de paraguas, ventando la tormenta aparecen por arte de magia.

Había llegado el momento de echar la pasta. Calor y agua que entrarían a formar parte de un cuerpo de harina ablandándolo, entrando en sus entresijos, moviéndose con el ritmo del calor hasta darle la capacidad de acoger los sabores que lo esperan. 
Llueve a cántaros sobre el cuerpo distendido de Roma, mientras nuestras palabras, nuestro tiempo, nuestros pasos, rozándola, la encienden.

jueves, 14 de febrero de 2013

Como niños



La decisión de ir ha sido un momento de lucha y de victoria. Siempre hay que elegir, sobre todo en Roma.
Desplazándome en bicicleta he llegado pronto. La presentación del libro iniciará aún dentro de un cuarto de hora, al menos oficialmente.
La gran escalinata, amplia, en un espacio de altísimos techos me invita a considerar qué grandes son los caminos a recorrer antes de poder entrar en las salas de esta casa. Es un espacio hecho para pasar por él con calma, notando el tiempo, no sólo por la subida, sino por la monumentalidad de este último trecho antes de entrar. Es una escalinata perfecta para indicarme que ya estoy dentro pero sólo detrás de una fachada. Siempre hay algo más y, en todo caso, siempre soy pequeño.
Tras el último peldaño me encuentro con dos grandes estatuas policromadas de S. Pedro y S. Pablo  que custodian como dos anfitriones la antesala de una única puerta, ya entreabierta hacia una gran sala.
Sin embargo, antes de entrar noto la extraña llamada de la curiosidad. Entre las dos imágenes se encuentra un antiguo sarcófago romano. La verdad es que en Roma encontrar sarcófagos romanos no es nada extraño: convertidos en fuentes o incluso en maceteros, reutilizados en iglesias, expuestos en los museos como auténticas joyas de la escultura clásica en sus diversas épocas. Al principio me emocionaba apoyarme en alguno a la hora de acercarme al chorro de agua fresca o acariciarlo al entrar o salir de alguna iglesia. Sentir esa piedra casi de piel por el contacto con tantas manos que le transmitieron su roce. Ahora, mis manos, como en un amor que ha dejado la enamorada sorpresa, se posan sin estupor pero con un consciente saber.
¿Qué motivo de amante predilección lo habría colocado allí, como anfitrión principal, entre San Pedro y San Pablo, custodios de esta entrada?
Tras la ascensión, en este vestíbulo, antes de acceder a las salas y habitaciones, miro con atención lo que antes sólo había visto. Unos niños luchan en un combate a puñetazos. Púgiles que podrían ser cupidos regordetes. Uno lleva una palma de la victoria, otro tiene los brazos en alto. Al morir, como al nacer, ¡siempre somos tan pequeños! Desnudos y luchando por la vida que llega o va: una palma, unos vestidos apoyados, la exultación y los lamentos. Siempre niños, siempre pequeños, en lucha donde cada momento es victoria o derrota, incluso en un final que podría ser un principio.
La gente iba llegando y empezaban los rumores de saludos y conversaciones. En silencio, los niños continuaban su lucha en este ingreso. Qué contradicción y misterio. Ellos unen dos extremos: sus cuerpos de niños regordetes retozaban como emisarios de Dionisio, como pequeños amores que hablan de las esperanzas de la vida; su lucha recuerda fatigas, dolores y derrotas. Abandonando la amplia antesala de la Embajada, sus voces imaginadas me han acompañado al cruzar el umbral de aquella puerta entrando una vez más en el tiempo, como un parto, con una mezcla de alegría y dolor.