Muchas veces
tenemos a nuestro lado lugares llenos de historias pero las historias no se
ven, o, mejor dicho, no se cuentan. Son muy discretas y no viven sino en los
labios, en los ojos, de quien las busca. Es como si de cada una de ellas
quedara en el mejor de los casos sólo una letra capital, como si los lugares no
tuvieran espacio para contener más, cediéndolo a la vida que corre. Para las
historias hace falta tiempo pero sobre todo hace falta rescatarlas de ese no
lugar que está más allá del tiempo. Ante la corriente del ‘todo pasa’- un río
impetuoso de eventos que nos lleva y al que afluimos, muchas veces turbolento y
turbio- algunas veces podemos contraponer el agua, siempre fresca, decantada,
de un pozo.
Dejo caer el cubo
de mi curiosidad en un pozo situado en un claustro. Con la cuerda bajamos
cientos, miles de años, y recogemos mezclados en infinitas combinaciones, los
elementos de otras mil historias.
Estamos en el patio de la Facultad de Ingeniería. Entre chicos coronados de laurel que han conseguido su licenciatura empiezo a escuchar el sonido de aquellas carreras memorables de los Ragazzi di via Panisperna. Pasos entusiastas y acelerados por la emoción de los secretos que estaban esperando. Muchachos de veinte años, físicos como Enrico Fermi, que vivían entregados a un mundo invisible pero de efectos realmente impresionantes. Un mundo insospechado que necesita de nuestros precisos ‘bombardeos’ para llegar al núcleo y liberar energías increíbles. Curioso. Igual, igual que las historias. Y como ellas, siempre comunicantes. Formando el tejido de la realidad pero escondidas en la superficie del conjunto, allí están: pequeños átomos, historias y grandes cisternas, como las de las termas de Trajano, con nombres de historia de las mil y una vidas: Las Siete Salas.
De pozo a pozo y
seguimos jugando. Allí al lado, bajo las cadenas de oriente y occidente al fin
unidas, nos asomamos a un nuevo brocal. Esta vez es una cripta que contiene un
sarcófago. En el frontal de piedra encontramos otro pozo. Es inagotable. Este
es famoso por palabras pronunciadas hace siglos en la polvorienta Samaría.
Palabras que le han dado un nombre y que han transformado su agua en vida: sensibilidad, movimientos, cambios, relaciones. Palabras y agua. Esculpidas a ambos lados dos figuras, un hombre y una
mujer. Por la sed ambos se han acercado y él los ha hecho encontrar. Así
también nuestro pozo nos hace encontrar curiosamente, como agua y ecos de voz,
la lejana historia de Antíoco IV, de Matatías, Judas, Jonatán... los Macabeos y
también de aquella familia en donde una madre y sus 7 hijos se convierten en
mártires, testigos que siguen allí hablando de su pasión a quienes por
conocerla, por sentirla, pueden tener con-pasión.
Se enciende una
luz. Una lámpara con nueve brazos. Suena la música de una fiesta. La cripta se
ilumina con los sonidos de una cena entre amigos y familiares, repetidos en la
memoria de un recuerdo anual: la hanukkah. Luz para los días más oscuros. Luz
para la nueva y última dinastía de reyes, para la última dedicación del gran
templo de Jerusalén. Una luz que no se acontenta con un día, consumiendo un tiempo
con cuerpo de aceite que escapa inaferrable. Necesita 8 días para mostrar su
júbilo, para celebrar con su baile de brazos alzados la abundancia el estar
vivos, una nueva victoria, sin engaños –es luz con sombras- pero sin dejarse
apagar por la certeza de las nuevas batallas, de los martillos que siguen
resonando: martillos que forjan armas y que suenan igual a los martillos que
forjan cadenas, que suenan igual a los que forjan las campanas que tocan tras
el concilio de Éfeso y a los de Antonio Pollaiolo sobre su bronce. Agarrados
con fuerza a estos sonidos tiramos hacia arriba sacando aguas con gozo.
Al salir del pozo nos encontramos la mirada severa de Moisés. Nos conoce bien, pero ya ha pasado su enfado. Tiene de nuevo las tablas de la ley y sus ‘cuernos’ por un resplandor de gloria, su rostro convertido en una llama, encendido también él por un encuentro. Su luz ya no está prisionera, como no lo estaba el arte en las manos que lo cincelaban. Mármol que de prisión se convierte en palabra, es más, en luz, en fuego que se eleva ‘ad sidera flamma vocatur’. Quema por su belleza y por el deseo de más. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Grande e ínfimo, ardiente, no sólo en lo que hace sino en lo que desea, de lo que es capaz.
Antes de salir nos saluda Nicolás de Cusa. Juega también él echando palabras en el pozo del saber: docta ignorancia. Le sonrío complice en sus aventuras y tengo ganas de alzar la mano para brindar a ese ser únicos, esa única vida que nos acerca.
Al salir del pozo nos encontramos la mirada severa de Moisés. Nos conoce bien, pero ya ha pasado su enfado. Tiene de nuevo las tablas de la ley y sus ‘cuernos’ por un resplandor de gloria, su rostro convertido en una llama, encendido también él por un encuentro. Su luz ya no está prisionera, como no lo estaba el arte en las manos que lo cincelaban. Mármol que de prisión se convierte en palabra, es más, en luz, en fuego que se eleva ‘ad sidera flamma vocatur’. Quema por su belleza y por el deseo de más. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Grande e ínfimo, ardiente, no sólo en lo que hace sino en lo que desea, de lo que es capaz.
Antes de salir nos saluda Nicolás de Cusa. Juega también él echando palabras en el pozo del saber: docta ignorancia. Le sonrío complice en sus aventuras y tengo ganas de alzar la mano para brindar a ese ser únicos, esa única vida que nos acerca.
2 comentarios:
Maestro, como siempre, has conseguido trasladarnos al lugar que narras. No se podría añadir nada más ni se podría sustraer. Todo condensado, manando sabiduría, como el pozo del que nos hablas.
Espero que ese pozo se desborde y nosotros estemos para empaparnos bien. Un fuerte abrazo desde España
Querido Aaron: Tira, tira, que se puede añadir mucho más... y además eres un buen buscador de pozos!! Así, entre todos, cada uno con su dedicación y sus modos, iremos regando y cogiendo frutos. Un abrazo muy fuerte desde tu Roma.
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