viernes, 18 de mayo de 2007

Una mañana y la esperanza.

Era un cuadro. Al abrir sus ojos se sumergieron en un azul concreto, limpio, lleno, con tacto como un cuadro de Rothko y la sonrisa de su amiga, tan lejos y ahora tan cerca, que se lo había hecho descubrir. Encuentros.

Se levantó hipnotizado por la visión que tenía ante él, sobre su cabeza, continuando con la pausada conciencia pasajera de los primeros momentos del día. Una sonrisa, sosiego y gratitud ante la simplicidad. Era la ventana que dejaba entrar el cielo en la habitación. Alta y estrecha como en una prisión y como en ella abierta a una esperanza. Insinuante y provocadora Eneas sintió su llamada para salir de las penumbras.

Un olor a café recién hecho puso fin al lento paso de los primeros momentos de la jornada. La noche anterior no había visto la moderna máquina de café express automática con el saquito de pequeñas dosis ya confeccionadas situado a su lado, única nota del tiempo presente en ese espacio. Armando no estaba, no había ningún reloj y la lámpara yacía inmóvil sin su llama, como un animal agazapado a la espera. Accionó el interruptor y un chorrito de cálido café cremoso bajó hasta la tazita. Para los amantes del café la vida en las frías landas boreales ofrecía momentos de tregua ante el calor y las conversaciones que acompañaban el rito del café, como un encuentro entre amigos o colegas que descansan. Aquí, el encuentro era una cita amorosa. Solos, la primera mirada de la mañana, el despertar de los sentidos, era una conversación sin palabras entre Eneas y aquel delicioso cuerpo negro, aromático y cálido. Todos los demás cafés serían sólo un recuerdo, una búsqueda del gusto que queda tras el encuentro amoroso en los sentidos satisfechos.

Bajó de nuevo al sombrío patio y con sus cortos pasos se dirigió al portalón. La luz lo cegó unos instantes con una invasión que ahora se hacía violencia. El día desnudaba la realidad con una fogosidad y vehemencia de D. Juan experimentado en un placer continuado in crescendo. Su tacto suave recorría cada centímetro de las piedras incendiándolas con reverberaciones ruborizadas. Se sentía desnudo y un poco avergonzado en este primer día soleado en el tardo invierno romano.

En medio de las casas, apenas visible estaba la entrada de Santa Prassedes. La puerta principal estaba cerrada con una verja por lo que entró por un lateral. No había nadie. Se sentó en el primer banco para disfrutar del mosaico del ábside. Y allí estaba su amiga el ave Fénix, pequeña, alegre y colorada como la niña de Péguy, encaramada a la palma que anuncia su victoria.

‘En la Iglesia del Pozo tumba de mártires, brilla el ave que renace y así allí empecé mi camino’ Y Eneas estaba siguiendo las huellas del antiguo rey peregrino venido del frío norte con la intuición de seguir un camino en el que encontraría las personas, las obras, la historia que le harían merecedor de su destino. Era el camino que hicieron antes de él todos los reyes del Norte y que ahora él tenía que recorrer para saber qué esperar y conducir su pueblo. Pero primero tenía que conducir sus pies y su vida.

1 comentario:

Isabel Barceló Chico dijo...

El pingüino debió quedar extasiado ante la profundidad del azul de los mosaicos. Feliz día.