domingo, 2 de marzo de 2014

En un rincón, un jardín.

Apenas dejo via Zanardelli sonrío. Es como si entrara en una Roma amiga, de recovecos, lugar de encuentros y aventuras. En lago Febo no puedo dejar de entrar en mi librería preferida de libros antiguos o simplemente viejos, que de todo hay. La pequeña iglesia dedicada a Sa Nicola dei Lorenesi y Santa Maria dell’Anima me saludan antes de adentrarme en el callejón oscuro junto a los altos muros de Sta. Maria della Pace. Es un desfiladero de emboscadas imaginarias, un lugar que no parece encajar con las callejuelas del entorno en las que los muros de simples casas parecen acercarlas unas a otras e invadir la cotidianidad de los viandantes. Al pasar bajo el arco y ver ya la luz de la pequeña plaza me encuentro con Pino y Marisa. Hoy es su día de descanso en el restaurante Al Fontanone y pasean juntos, agarrados del brazo. Son ya abuelos y siguen concediéndose al trabajo honesto y al placer de estar juntos disfrutando de la ciudad. Mi desfiladero me ha traído esta bonita sorpresa.

Pero mi objetivo, al llegar hasta este rincón de Roma, era el Chiostro del Bramante que alberga una exposición sobre pintores de finales del s. XIX. Hay lugares únicos que parecen unir un encanto o armonía primordial con los aportes de quien ha notado esa armonía y la ha hecho suya, enriqueciéndola de forma personal. Si me permitís la comparación, es algo parecido a lo que pude experimentar cuando, en el pueblo de mi madre, paseaba con mi tía-abuela por la huerta y los corrales buscando los lugares especiales que las gallina escogían para poner huevos. Especiales para ellas, por ellas y luego también para mí.
El claustro es un lugar acogedor, para deambular sin perderser y sin meta. Para entrar en las salas hay una pequeña puerta, la entrada a una celda, a espacios que nunca serán amplios pero sí dispensadores del silencio y la soledad necesaria: paredes y fondos negros para estar tú a tú con colores, figuras, historias.
Traspasando esa pequeña puerta entro en un mundo de formas silenciosas, de bellezas delicadas, de arquitecturas perfectas, abiertas a jardines maravillosos de los que nos llega el perfume, naturalezas con una brisa que nos acaricia, soledades que resuenan con sentimientos trágicos.
Allí me encontré con jardines de arte cargados de significados e historias que la vida imita: “Life imitates Art far more than Art imitates Life” como diría por esas fechas Lord Henry Wotton en el Retrato de Dorian Gray. La realidad es un inicio, palabras, para luego componer frases originales, llenas de una belleza muy personal, refinada y dandy. Y así, voy recogiendo frases: Eléboros de alto talle que devuelven la salud mental mientras a su lado pasan personajes devorados por la pasión; asfódelos de hojas espinosas y profusamente florecidos en la punta para llevarnos hasta el Hades de los mediocres o, simplemente comunes habitantes en los que se mezcla el bien y el mal; aquilegias de un azul intenso en las que se recoge el agua del tiempo y las historias como las de Antígona o Esther; lirios de amor fecundo y regalo de elección por el esposo del Cantar de los Cantares; madreselvas con el intenso perfume del amor y el abrazo invencible de la muerte; y un diluvio de rosas damascenas, rosas otto, paso entre el cielo y la tierra, quintaesencia de las rosas y esencia destilada en perfumes tan intensos como preciosos, evanescente y pura hasta quedar reducida a un eco de mero nombre,
“la que no tiene símbolo ni signo…
la que se acontenta con el encuentro
de su color y tus ojos”, palabras hechas arte que sobreviven a la misma realidad.
Al mismo tiempo, descubro perfumes y superficies, pintados y que impresionan los sentidos. Sus pétalos suscitan recuerdos olorosos mientras mis manos parecen acariciar las sutiles telas y las lisas superficies de mármol bajo la atenta mirada de mujeres hermosas, misteriosas, aparentemente acogedoras y serenamente terribles, situadas más allá del tiempo en un mundo de cuentos o en el desván donde quizás esconden las miserias de la vida y la conciencia.
Y tantas miradas que me esperan. Flores, superficies y miradas.
Un joven sentado en un trono rehuye la mirada hacia el presente, está de lado, mirando hacia el pasado, mientras el futuro lo espera para llevarlo hasta el natural desenlace. Paisaje de tiempo y miradas, de horas con guadaña en un ciclo que no deja de cumplirse aunque parece suspendido en un momento eterno: la madre contemplando los alegres juegos del niño antes del baño. El tiempo parece estar fuera, como una de las pequeñas sandalias, dejada de lado, más cerca de nosotros que de ellos en una complicidad sin final.
Una hermosísima joven esconde su mirada apoyándose en la repisa de una chimenea, la mirada de Esther serenamente sentada contemplándote e invitándote a sentarte y charlar un rato con ella, la mirada de Heliogábalo desde lo alto de su refinadísimo triclinio mientras una lluvia de rosas maravillosas inunda hasta ahogar algunos invitados. El lecho de rosas sibarita puede ser una tumba de rosas, el ocho tumbado que pasa al infinito. Rosas de ocho pétalos y variedades antiguas rescatadas como tesoros custodiados por las arenas de la imaginación. De nuevo flores, miradas, tacto de refinados materiales.


Salgo al porticado superior del claustro como si entrase en una habitación de casa tras haber paseado entre jardines abiertos en paredes negras. Poco a poco, sentado ante un café mis ojos se van acostumbrando a la luz doméstica del día mientras mi memoria y mis dedos juegan con las notas de La jardinera que tengo grabadas junto con la voz de Imanol:



Para olvidarme de ti,
Voy a cultivar la tierra,
En ella espero encontrar,
Remedio para mi pena.
Aquí plantaré el rosal,
De las espinas más gruesas,
Tendré lista la corona,
Para cuando en mí te mueras.

Para mi tristeza violeta azul,
Clavelina roja pa' mi pasión,
Y para saber si me correspondes,
Deshojo un blanco manzanillo.
Si me quieres mucho, poquito o nada,
Tranquilo queda mi corazón.

Creciendo irán poco a poco,
Los alegres pensamientos,
Cuando ya estén florecidos,
Irá lejos tu recuerdo.
De la flor de la amapola,
Seré su mejor amigo,
La pondré bajo la almohada,
Para dormirme tranquilo.

Para mi tristeza...etc.

Cogollo de toronjil,
Cuando me aumenten las penas,
Las flores de mi jardín,
Han de ser mis enfermeras.
Y si acaso yo me ausento,
Antes que tú te arrepientas,
Heredarás estas flores,
Ven a curarte con ellas.

Para mi tristeza...etc.


La jardinera (Violeta Parra)


martes, 11 de febrero de 2014

Piedad


El agua había caído abundantemente durante toda la semana y hoy no iba a ser diferente. A las nueve de la mañana Villa Borghese ofrecía un espectáculo invernal perfecto. El olor de la tierra mojada y las hojas marchitándose; la luz que apenas atravesaba el velo gris de las nubes y el extraño silencio que permitía escuchar las gotas de lluvia.
Las salas se nos concedían con la amorosa calma de los días en que la vida dentro casa parece un tesoro encontrado entre los rincones más conocidos.
Ibamos caminando con lenta despreocupación de vagabundos, disfrutando de las historias que surgían como si las obras de arte fueran un ‘incipit’, una letra capital que en su belleza nos preanunciaba vidas e imágenes. Sabíamos que la lluvia de fuera era nuestro reloj, cadencia pausada aunque inexorable. Y seguíamos adentrándonos en ese bosque de salas. En una de ellas mi hijo me preguntó por una obra indicándomela. Es curioso como muchas veces la atención, ante la plenitud y multiplicidad de las cosas, pasa inadvertidamente ante detalles e incluso ante realidades enormes que sorprenden inmediatamente a otros. También en el espacio, como en la historia, son necesarios tantos ojos, tantas vidas que al menos en un lugar y tiempo común se den el relevo.
Y allí, ante nosotros, la historia de Eneas volvió a irrumpir con la fuerza de unos momentos dramáticos entre la destrucción de Troya y una huida enloquecida: 
"Pronto, querido padre", le dije, "súbete sobre mi cuello, yo te llevaré en mis hombros, y esta carga no me será pesada; suceda lo que suceda, común será el peligro, común la salvación para ambos. Mi tierno Iulo vendrá conmigo y mi esposa seguirá de lejos nuestros pasos. Vosotros mis criados, advertid bien esto que voy a deciros. A la salida de la ciudad hay sobre un cerro un antiguo templo de Ceres, ya abandonado, y junto a él un añoso ciprés, que la devoción de nuestros mayores ha conservado por muchos años; allí nos dirigiremos todos, yendo cada cuál por su lado. Tú, padre mío, lleva en tus manos los objetos sagrados y nuestros patrios penates; a mí que salgo de tan recias lides y de tan recientes matanzas, no me es lícito tocarlos hasta purificarme en las corrientes aguas de un río..." Dicho esto, me cubro los anchos hombros y el cuello con la piel de un rojo león, y me bajo para cargar con mi padre; el pequeño Iulo ase mi diestra y sigue a su padre con desiguales pasos; detrás viene mi esposa. Así cruzamos las oscuras calles.” (Eneida, Libro II, traducción de Eugenio Ochoa).

En los ojos de los tres personajes había tres mundos, el amante de una diosa, el pre-destinado, el primogénito de una estirpe. Bernini ha sido fiel al texto de Virgilio centrándose en las figuras masculinas y dejando a Creúsa, la esposa de Eneas, en una sombra trágica. Ella permanece en un deambular entre las sombras lúgubres de la ciudad incendiada, se queda atrás sacrificando la propia existencia. Su desaparición de la historia pasa a ser un signo y holocausto aparentemente necesario para lo que está por venir. Entrega su testigo a las sombras que no podrán hablar más de ella ni gritar las culpas ni de la Historia, ni de los dioses ni de los hombres. El por-venir de Eneas se entrelaza entonces con el de su padre y su hijo, como en esta escultura, cortando el hilo que lo legaba a la hija de Príamo y a Troya.
En esta mañana lluviosa la piedra se hace soporte, material de unidad de las tres vidas representadas. Sin embargo, el material vital que los ponía en contacto era la piedad o quizás sería mejor decir la ‘pietas – eusebeia’ pues las cosas han cambiado mucho al utilizar esta palabra.

La piedad ahora se entiende como un acto de misericordia, de empatía, como un sentimiento de compasión siempre desde lo alto hacia lo bajo. La ejerce quien tiene una situación mejor, e incluso derecho, renunciando al ejercicio de ambos para no causar daños u otorgar algún beneficio. También se puede entender en cuanto referida a las prácticas religiosas, a una devoción medida en actos de culto público o privado.

Sin embargo, para Eneas la piedad, lejos de ser un sentimiento que nos une a las desgracias de alguien, era la historia que le tocaba, y le tocaba con sus manos rugosas o los gordezuelos dedos de un niño. Una historia que llamaba a su puerta y a la que necesariamente tenía que abrir, igual de inexorable y unida involuntariamente al nacer y al morir. Por el simple hecho vivir la piedad te introducía en una sociedad, en una familia e incluso en un orden cósmico y divino. Los penates, tu padre, tu hijo, la ciudad que arde, todo está unido y forma parte de la propia historia con precisas obligaciones. La piedad era entrar en esa historia y asumirla, se situaba en el ámbito de la justicia y no en el de la caridad o el amor. La piedad era la virtud de la Historia en conflicto muchas veces con la propia historia, recordando a la libertad la contingencia del propio origen y destino, dentro de un tiempo y un espacio más grandes.

Las tres edades y sus historias, los amores de Anquises con Venus, los primeros años del pequeño Eneas con el centauro, la vida en la corte de Troya, la guerra y todo lo que vendrá con los enéades –sinónimo de romanos-, pasado y futuro, está contenido en esa piedra-piedad: cargada de recuerdos y dioses lares, flácida por los avatares del tiempo, ciega por la ira de Júpiter celoso de un mortal que había hecho perder la cabeza nada menos que a Venus; o vigorosa incluso tras la derrota, siempre dispuesta al viaje como inicio de una historia nueva, con paso firme y brazos poderosos que acogen su propia historia. Piedra-piedad cubierta con la piel de un león rojo, vestida sólo con el coraje de quien va más allá de la razón o se queda a un paso de ella.

En cierta manera, si en este mármol la piedad se hace carne no es por Bernini, sino por Creúsa, que la da a luz en aquella noche. La piedad no es la compasión de la madre ante el hijo o el marido muerto, es el aceptar en su vida o en la de los demás, una historia que va más allá del propio tiempo y que al fin te relega a las sombras. ¿Fatalismo o fuerza de la propia libertad en la entrega? ¿Maldad de los griegos, de los dioses, de Eneas, de las fortuitas circunstancias de la noche -culpables todos- o la conciencia de vivir en un tiempo, en un lugar que nunca escogemos y tan, tan limitado por mucho que vivamos?

Mi hijo aún me da la mano. Un gesto que puede parecer de niño pequeño pero que seguramente es más mío que suyo. Un gesto que me recuerda que la historia que compartimos llega hasta el tacto de sus dedos, entrelazándose con los míos.
Un poco más tarde nos paramos ante la piedad de Rubens y la piedad de Federico Zuccari. Lejos de ser sólo un tema, un estereotipo, aquella mujer, aquel hombre, dentro de su historia de dolor y de otras alegrías que ya nadie contempla, nos pasan el testigo para hacer que el tiempo no se derrame sin empapar nuestra pequeña tierra.