jueves, 23 de junio de 2016

Nervosío o Puerta Metronia

No es fácil encontrar una casa o un lugar en el que experimentar la libertad de entrar y salir. Eso sí, cuando lo encuentras se nota y casi siempre en forma de alegría.

- ¡Aquí estoy! – dijo Raquel con una ‘o’ larguísima, como pronunciada en un extremo de un túnel que comunicase con el centro de la tierra. Una ‘o’ que esperaba respuesta, que buscaba un eco y que recibió inmediatamente la caricia de Nata estregándose desde los bigotes hasta la punta de la cola junto a su tobillo.
Cada vez que ella salía para un viaje un nudo se me formaba en el estómago, sólo en parte deshecho por la alegría con la que atravesaba el dintel. Cada vez que entraba, un bálsamo de aceite, agua y viento me tocaba. Al recibirlo me daba cuenta de la sequedad, sequía y calma chicha que se habían ido acumulando en mis jornadas, sin darme cuenta, como el polvo del camino. Ella volvió y ha vuelto a salir.
- Hoy me he encontrado con Gaia en Porta Metronia y luego hemos ido a pasear hasta villa Celimontana.
Mientras me hablabas yo iba orzando. Ráfagas de viento surgían de tus brazos, de tu caminar, contundente. Y yo te miraba, te buscaba como la proa el viento.
Una casa es un puerto, pero como un capitán celoso que no toca tierra, estás deseando navegar. Una puerta está hecha de una luz verde y otra roja pero el alba y el atardecer, las puertas del tiempo, no admiten dinteles ni techos si quieres contemplarlos, aunque arrecien corrientes y vientos.
Entre la relativa seguridad del puerto y la abandonada tranquilidad del que vive surcando la superficie de aguas profundas y un cielo que es océano impenetrable para nuestra barca de tierra, tú escoges afrontar la condición de marino: siempre a merced para avanzar con inteligencia y sin prisa. Así, con viento contrario como hoy, vas de bolina, buscando el viento pero no demasiado, zigzageando. El viento empuja de refilón, jugando con la quilla que resiste. Se va adelante, con la tensión de la habilidad, aunque parezca que vamos hacia otro lado. La meta cuesta cuanto se quiere y a veces se llega por caminos tortuosos.
- ¡Qué tráfico junto a la muralla en Puerta Metronia! Estaba muy cerca del Celio y de la tranquilidad de via di Porta Latina, pero justo allí había un cruce con un tráfico infernal: sirenas de ambulancia que iban hacia el hospital de la Addolorata, ríos de coches que bajaban hacia el Eur saliendo de la ciudad y los que subían para ir hacia San Giovanni y el centro. Y yo, plantada, esperando. Así que hice una foto.
Volviste y has vuelto a salir pero antes habías tenido un momento de ‘nervosío’. Así lo llamas. Algo indecible a lo que pones nombre, de lo que puedes hablar, que describes, haciéndose de esta forma menos temible. A ti, a quien tanto te gusta ser narrador omnisciente, te asusta lo que no puede decirse.
Me has enseñado la foto. Metronia nunca fue una auténtica puerta de ciudad, sino una portezuela, una pequeña comunicación de servicio con los campos de los alrededores. La tapiaron en época medieval para hacer pasar un pequeño reguero: el Agua Mariana. Y así estuvo durante siglos, una pared entre campos de un lado y del otro, hasta que el tráfico del s. XX hizo que se abrieran nuevos arcos en las murallas para comunicar con el barrio Appio Latino y sus calles de preciosos y evocadores nombres: Metaponto, Iberia, Pannonia, Luni, Galazia, Acaia... En la foto aparece el tráfico que ahora la flanquea y una planta de alcaparras florecidas en estos días. Tu mirada no fue hacia las lápidas medievales que anuncian los trabajos de restauración, ni se fijó en el arco tapiado de la antigua puerta sino en unas alcaparras que cubrían los ladrillos.
Te sorprendió la belleza de sus flores, la increíble acrobacía de permanecer suspendida en misteriosos intersticios de la muralla, sin agua, descolgándose como una exhuberante cabellera en esta espalda de la ciudad bronceada como barro cocido.
Puerta Metronia

Te he visto salir con paso decidido sin volver la vista atrás. Poco después me has enviado un mensaje: el ‘nervosío’ había dejado paso a un sentimiento de contricción por haber malgastado el tiempo de estar juntos. Siempre después de zarpar se ven las cosas de otro modo pero no por ello se vuelve atrás. Ni sería bueno dejar la travesía ni muchas veces se puede. A veces te echarías de cabeza en el mar del tiempo para regresar y decir una palabra justa, para intercambiar una mirada, para balbucear algo.
Una puerta puede ser un puerto y un puente, el muelle en el que esperar con ansia y en donde saludar en el último momento para estar más tiempo, más cerca, de quien sale. Libertad para entrar y salir...pero ¡cuánto me gustaría que lo hiciéramos juntos! Mi puerto vendría conmigo.
Intento imaginar el sabor intenso de las alcaparras y surge el recuerdo de las jornadas de pleno sol, de tierras calizas y áridas, de una tostada con anchoas y vino fresco. En un momento, preciso e ideal, el sabor de su amargura salada de lágrima verde se vierte para convertirse en gustoso complemento, agua y calor que se liberan. Frutos que llevan muy lejos el sabor de las raíces engarzadas en roca, en la puerta que abandonamos y nos espera.
Esta mañana, cuando salía, mi alma alcaparra se ha quedado agarrada a la puerta, en los entresijos de tu silencio.

jueves, 9 de junio de 2016

Úrsula o la pazza gioia

Ayer antes de la tormenta nos tomamos una tónica.
Ayer sentados en la mesa de siempre me contaste tu viaje a Nápoles, me hablaste de la gran sala dedicada al último cuadro de Caravaggio, de aquella Santa Úrsula que te esperaba con su dolor y su fuerza, en pie mientras recibe la herida mortal.

El cielo pulcrísimo de hace unos días y esta ciudad en silencio conmocionado fueron la sala del martirio de otra mujer, Sara, siempre a manos de un hombre que decía quererla.
Ayer mientras hablabas del palacio Zevallos de Nápoles, imaginaba once mil vírgenes formando un extrañon ejército de caminantes sin más armas que su belleza y la fuerza de una decisión. Poco me importa que en realidad hayan sido unas cuantas chicas martirizadas a 11 millas de Colonia. Hay una larguísima procesión de mujeres, once mil y más, que escapan, que viajan peregrinas hasta la propia Roma, para no doblegarse a voluntades de dominio con máscara de amor. Roma es una meta preciosa o metáfora de una meta, Espérides o Edén, en donde todos deberían poder leer al revés su nombre: Amor. Pero esta es otra Roma, pues en estos días, en una noche, bajamos en ella hasta el último rincón del último círculo infernal de la mano de la más diabólica locura de quien no tiene más fuerza que la de aniquilar la vida al no poder conquistar la voluntad.
Ayer, justo antes de la tormenta, imaginaba la locura de esta chica en las islas británicas que por mantener su decisión de no casarse y sabiendo que esto sería pretexto para una guerra, inicia su peregrinaje atravesando Europa. No sé por qué o sí lo sé, pero reconocí dos mujeres que, sorteando siglos, en el mismo camino la acompañaban: Beatrice y Donatella, las dos mujeres protagonistas de la última película de Paolo Virzì. Una ‘pazza gioia’, una alegría loca o locura de alegría, ante una vida que tiene un manantial de dolor en forma de hombre que las usa y tira. Su historia no es inconsciencia sino fuga, un último remedio para encontrar juntas un lugar nuevo construido por ellas con cemento de complicidad y risa, un caminar perdidas para tener una casa donde vivir con sus locuras, miedos, historias y dolores. Dos mujeres, dos amigas, que se unen a las once mil, y acompañan a Sara, una más de aquellas que se encontraron solas ante su asesino.
La fuerza de Úrsula en el siglo IV, de su viaje, de su resistencia ante Atila -encarnación de la violencia, que la mata al no poder poseerla- ilumina la sala, la noche en via della Magliana en Roma, la tarde antes de la tormenta y las palabras de Hildegarda convertidas en música dedicada a ella. Norte y sur unidos por estas mujeres.
Ayer, solos antes de que nos echaran para cerrar, Hildegarda de Bingen hacía oír su voz poética, enamorada, valiente, deseosa de belleza, interesada a todas las maravillas de un mundo que la ilusionaba a inicios del s. XII. Nada la dejaba indiferente en su curiosidad y maravilla: medicina, música, literatura, pintura, filosofía, con la locura de quien se entrega con pasión a seguir la hermosura. Algunos se escandalizaban porque su alegría y libertad daba envidia. Y la envidia, como bien sabes, entristece como nubarrones. Oímos el primer trueno y gruesas gotas querían herir la tierra.
Ayer no queríamos decirnos ciao, cuando el tiempo pasó a nuestro lado como un remolino de polvo y polen. El tiempo se nos fue y entre nuestras manos quedó su herida. Úrsula luminosa como la luna, ya un cuerpo celeste, sorprendida en el lado oscuro de la vida, contemplando su pecho hendido del que parece surgir de nuevo sangre y agua. 75 años antes de que Caravaggio pintase este cuadro, Angela Merici, tras un largo peregrinaje hasta Jerusalén, escogió a esta mujer como inspiración para su proyecto de educación dedicado a las chicas jóvenes. Y así nacieron las ‘ursulinas’ y Úrsula -¿quién se lo habría dicho?- pasó a ser patrona de las maestras, de las que tienen el coraje de guiar once mil chicas en un peregrinaje por la vida.
Ayer, ya demasiado tarde, por tus palabras volvió a abrirse la herida de Úrsula, Sara, Beatrice, Donatella y Angela. Entré contigo en aquella sala del palacio Zevallos y no dejó de sorprenderme cómo Caravaggio imaginó al terrible Atila como un hombrecillo de expresión apenada, un paisano entrado en años, ajado, que bien pudiera ser cualquier vecino del barrio o del pueblo. Alguien que no sólo no asusta sino que a veces no notas al pasar a tu lado. Le quité la armadura y me di cuenta de que Atila no era nada de especial sin ese arco: basta poco para poder, en la más cruel de las injusticias, destruir lo que no se posee. Gigantesco daño con mísero acto. Miré las manos de Úrsula y podían ser las de una madre amamantando, modelo para una representación de la caridad, médico que reconoce y cura, compositora que desentraña un cuerpo de innumerables teclas, testigo de que la libertad se aferra a la vida mientras en pie contempla como se va.
Ayer volví a casa con paso lento, como quien vuelve de madrugada deseando que el sueño haga decantar las emociones y los sentidos. Ayer disfruté de una ‘pazza gioia’ al saber que sólo el querer que no nos deja a solas con nuestras miserias, que va más allá de la posesión y el interés, es capaz de guiar dos u once mil doncellas hasta donde quieran.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Ávila en Roma

Querido Iván:

Quizás te resulte extraño que te escriba, sobre todo cuando se supone que estas palabras tendrían que llegarte desde el más allá, un lugar en el que ya no creo -lo vivo- y en el que tú aún no crees. No importa, ya verás.
Te escribo porque no se me ocurre nada mejor. Podría haber hablado en sueños, resonar en tu imaginación como un déjà-vu, angustiarte como una premonición, haberte hecho encontrar un tesoro olvidado para que siempre me fueras grato. No lo sé, quizás aún haga algo de esto, pero mientras tanto te escribo, intentando que mis palabras empiecen a hablar de mí. No me malinterpretes. No se trata de nada trascendental o terrible, es un simple pasatiempo, el único tesoro que ahora poseo en gran cantidad.
Una coincidencia me hizo estar en tu camino. Ni siquiera te diste cuenta. Mientras estabais en Plaza Navona alguien dijo mi nombre, casi en un susurro, de pasada, pero lo suficientemente claro como para que reviviera en forma de fama. No es fácil tener cuerpo de palabra, es un cuerpo ligero, escurridizo, más inútil que semilla en pedregal. Escuché mi nombre, quizás el eco, y eso me basta.
He conseguido ser muy parco, te lo aseguro, y ahora me doy cuenta. No tengo problemas de tiempo así que puedo concederme el lujo de pagar todo con la moneda más valiosa y que a mí no me cuesta nada. Ahora me doy cuenta de cuántas energías, combustiones y horas mortales –esas que sí cuestan como bien sabía Momo incluso en el limbo de su mundo inventado- horas convertidas en utensilios, alimentos, viajes, adornos, cobijo, competiciones y arte.

Sí, soy viejo y creo que por eso soy flexible, que en mi opinión no es una cosa poco importante. No pongas esa cara de sorpresa. Dicen que cuando uno es joven es flexible pero yo diría que la flexibilidad se adquiere estando a remojo en el tiempo. Quizás la debilidad del niño se pueda confundir con la flexibilidad pero a medida que se recubre con el vigor físico, se muestra en toda su dureza. No digo que sea mala o buena esta dureza, sino que poco a poco aprendes a mecerte con el viento antes que a resistirlo. Todo para seguir bien plantado.
Cuando decidí construir la capilla en el Trastevere ya estaba dedicando más energías a desenmarañar la madeja de las ocupaciones, intereses y relaciones que a dar tijeretazos. Los vientos pueden venir de tantos lugares, a veces combinados con lluvias o sequía, puedes estar a merced de la fortuna que actúa misteriosamente intentando cambiar tus pasos. Una puerta que se cierra, un viaje que no hiciste, un amor que no se cruzó en tu camino y parece ser la dueña absoluta del tiempo contra la que nada se puede hacer. Nada en diagonal. Déjate llevar por la corriente sin perder de vista la meta. ¿Oportunismo, flaqueza, hipocresía? El límite es muy sutil. Yo prefiero mirarme desde fuera, cada día, como en un escenario. ¡Cuántos papeles interpretamos y cuántos somos!

Portal del palacio de la familia Avila en via Monte Giordano 2, Roma
Mi casa se ha convertido en una pensión para pintores. Por las mañanas nos despiertan las campanas de San Simeón y San Judas en Monte Giordano, a la sombra de los aún poderosos Orsini. Y pensar que mi antepasado Diego Ávila compró dos casuchas en esta zona con la pequeña fortuna que le dejó en depósito un amigo antes de emprender un viaje hacia oriente. Su amigo nunca volvió. No sé cuánto le costó a Diego quedarse en Roma renunciando a su vida y orígenes hispanos, pero de lo que estoy seguro es de que se hizo romano muy rápido. En esta ciudad no puedes andarte con medias tintas.
Las campanas, las golondrinas, la ciudad se despierta hoy para ti como para mí entonces. Contigo oigo las voces del mercado en Piazza Navona, llena ahora de artistas y turistas. Sin ser rico tenía rentas suficientes para poder dedicarme yo también a la pintura y a alojar al Gherardi y a otros pintores de la Accademia.
Sé que conoces muy bien las callejuelas del centro. Como hiciste tú el otro día, a veces me encontraba paseando por el simple placer de ir admirando, escuchando los relatos de algún amigo que me ponía al corriente de las últimas novedades, de las últimas obras o de alguna que aún no conocía.
Ven conmigo, demos dos pasos juntos, ahora te cuento algo de mí.
Roma a finales del s. XVII sigue creciendo a pesar de los permanentes vientos de guerra en Europa. Tan cerca y tan lejos. Allá en el Norte la dos hijas de Jacobo II al final han conseguido echar al padre. Dejó Inglaterra para refugiarse en Francia. Ahora reina Guillermo III, el Orange marido de María que rápidamente ha borrado de un plumazo la Declaración de Indulgencia y ¡adiós  la libertad de culto a los católicos! Aunque te parezca raro las cosas van así en estos tiempos. Quizás sea por eso que últimamente su Santidad anda un poco pachucho. No creo que pase de este año. Pero bueno, ese es otro cuento y otro escenario. Siempre me voy por las ramas.
¿Te acuerdas? Muy cerca de mi casa está la estatua del Pasquino. Por allí paso todos los días. El rey Sol no la ilumina, aunque muchas piedras se muevan con su dorado poder. Un poco más allá dejo alguna moneda en las manos de los niños que siempre rondan ante santa María dell’Anima, pero muchas más dejé en las manos del Gherardi para que hiciera una capilla en Santa María del Trastevere. Una enorme alegría verla terminada, aunque a veces me oscurezco con una sombra de orgullosa vanidad.
Una locura dirás. Sí. Yo también lo pensaba. Por nacimiento recibí dones, educación y herencia. Escuchando a Miguel de Molinos –parece que ahora no es santo de la devoción de su Santidad- ¿cuántas veces me interrogué sobre cual era el modo de comportarse de un buen cristiano? Seguir el estudio de las ciencias, de la reflexión, de la teología o dedicarme al cultivo de las artes, quizás profundizar en la administración y hacer carrera  -podría haber sido un buen contable para los Orsini o incluso en la cancillería papal, ¿no crees?- o podría dar todos mis bienes y zarpar hacia tierras lejanas. Quizás hubiera sido más cómodo, más proficuo para sabe Dios quien. Pero como me has recordado tú, me he decidido por el pincel y seguir con la vida cotidiana romana. Bueno, cotidianamente romana, un poco San Jerónimo, asceta y literato eremita, un poco actor mundano en el palco de esta plaza del mundo, centro de mi propio círculo con radios de tiempo, lugar e intereses. Y así salió mi capilla. Me lo he gastado todo, todo lo que no gasto en pinceles, en alojar a estos bohemios, en mantener la casa y que al menos no les falte de comer a los chicos de via dell’Anima. Ayer me dijeron que uno ha ido a parar a Tor di Nona y tendré que ir, esperando que salga pronto antes de que la humedad y los golpes lo dejen mal parado o más seco que los cappucini de la Inmaculada.
Lucernario en la capilla Avila en Santa Maria in Trastevere
Antonio, el Gherardi, me entendió perfectamente. ¡Cuántas veces paseábamos juntos! Y aunque no era arquitecto se las ingenió para crear esta galería del tiempo y la vida, abierta hacia el cielo, hacia la luz pero también creando sombras y este san Jerónimo al fondo, asceta en el escenario.
Galería de la Capilla Avila en Santa Maria in Trastevere
El otro día, tú te quedaste a la entrada de Santa Maria Sopra Minerva charlando con aquel joven que estaba pidiendo. Podrías haber entrado a pesar de la cara de pocos amigos que tenía la persona que, sin saludar, os amonestaba sobre las reglas para entrar. Escogiste. Un signo, una palabra, una posición. Yo, en tu lugar, también habría podido quedarme, darle mi tiempo, incluso algo de dinero, quizás todo. Escogemos constantemente y yo escogí a veces cosas opuestas, la entrega de no dejar todo lo recibido y al mismo tiempo romper también yo mi frasco de perfume carísimo. Aceptación de lo moral o socialmente correcto como imposición o libremente, tanto que en otros casos no lo acepté por ciega rebeldía o conciencia. Sólo puedo decir ahora que intentando querer.
Con el tiempo estoy aprendiendo a ser flexible y a ver tantos matices, lo heroico de vivir lo cotidiano desafiando la real posibilidad de dejar todo incluso por el más altruista y noble motivo.
¿Qué es mejor, más humano?¿qué es lo que siento como imperativo? Cuándo como soldado viajaba arriesgando mi vida en pos de un ideal por el que luchaba sin paga pero gastando todo, o luchar con los pinceles junto a monte Giordano en una callejuela de Roma, aceptando que no pasaré a la historia ni siquiera como el Gherardi que sólo mi capilla hable de mí. Por experiencia será difícil que la voz de alguno de los chicos de via dell’Anima pase más allá de su vejez. Aunque para mí ya sería mucho haber ayudado a que alguno llegue a viejo.
Sirva esta carta como recuerdo y deseo de nuevos encuentros, de más tiempo para seguir conversando sobre cosas inútiles que pueden cambiar la vida, esa única que tenemos, especial, irrepetible. Y cuando no haya tiempo, sea un motivo para no dejarse morir, para no dejar de vivir.


jueves, 5 de mayo de 2016

¡Puertas!


“QUI SCIT COMBURERE AQUA ET LAVARE IGNE FACIT DE TERRA CAELUM ET DE CAELO TERRAM PRETIOSAM” **



Hago arder agua
mientras fuego se lava.
Un ruego enciende
y el perdón baña.
Abro tu puerta,
un beso,
sale de un salto
tierra al cielo.
Llueve entonces,
arrojado paraíso,
y entra en la tierra
preciosa, capaz de vida.


** Una de las inscripciones en la puerta mágica en Piazza Vittorio, Roma. "Quien conoce cómo arder el agua y lavar el fuego hace de la tierra cielo y del cielo tierra preciosa".

viernes, 22 de abril de 2016

Una gata

Sí, realmente me gustan los gatos. En Roma me los encontraba cada tarde en los jardines.
‘Como una gata’ Me había aconsejado el cardenal D’Estrées, embajador de Francia en Roma viendo un atardecer en villa Medici.
Aterida de frío, a pesar de estar a finales de mayo, recordaba la música de los salones y las conversaciones de la lejana vida de anteayer. El alba se alzaba calma y favorable para navegar, benévola con el sol que jugaba con sus corceles descubriendo la costa recién amanecida. Durante la noche 14 galeras habían recibido la orden de zarpar para impedir su fuga pero ella no lo sabía. El condestable Colonna, esa misma mañana, había exigido audiencia con el embajador de Francia, enfuriado y al mismo tiempo lanzando acusaciones veladas sobre el apoyo del rey de Francia a la fuga de su mujer. Roma contemplaba entre resignada e interesada, casi divertida, cómo las vicisitudes de sus habitantes  iban a producir consecuencias con resonancias en toda Europa: correos, encuentros, pagos, cobros, sobornos, soldados con ruidos de armas, juegos de poder entre el papa, el rey de Francia, el de España, viejas rencillas e intereses, e incluso batallas...y tanto, tanto de qué hablar desde la última taberna junto al Tíber hasta los salones del Quirinale.
Piranesi, grabado representando el puerto de Ripetta en Roma.

“El señor Condestable Colonna acaba de salir de aquí y me acaba de contar una aventura que con toda seguridad no os parecerá menos rara y sorprendente que a mí. Su esposa y madame Mazarin salieron el domingo por la tarde en una carroza tirada por seis caballos. Todos en casa pensaban que habían salido hacia Frattocchie en donde se encontraba su marido. Sin embargo, al día siguiente, al regresar el cochero, les ha comunicado que habían tomado a escondidas el camino de Civitavecchia. Hacia las 10 de la noche, habían encontrado una pequeña barca que las esperaba. Monseñor puede imaginar en qué estado de estupor y dolor ha quedado su excelencia el Condestable.
Yo lo he visto lleno de dulzura y palabras honestas con la intención de hacer reflexionar a su esposa sobre todos los aspectos del caso, explorando todos los caminos que pueden y deben obligarla a regresar junto a él. Y ya que se imagina que ella irá a Francia y allí tomará tierra en Marsella, me ha pedido que os escriba para que la retengáis y así darle tiempo para que reflexione y él pueda llegar, haciéndole conocer mejor su corazón y sus sentimientos.” *
Cuando al fin me llegó el salvoconducto enviado desde Francia por el caballero de Lorraine supe que tenía la protección y el apoyo del rey ‘contra las maquinaciones de tu esposo’ y pude empezar los preparativos del viaje. Menos mal que mi dolor le resultó sincero y cumple su palabra de ayudarme. Buen embajador tuve. No será tan favorable en sus luchas e intereses el D’Estrées... Una gata. A muchos, a muchas, les gustaría.
Sin reivindicar, sin necesitar nada sino alguna caricia de vez en cuando, sin palabras, sin hacerse ver, serena y elegante sin saber ni querer saber, sin entender de los asuntos que van más allá de su huerto y de su plato lleno con lo que ella prefiere. Quizás esta es la idea de ‘gata’ que les interesa. Falsa por falsos. Y del hijo que acaba de tener la ilustre marquesa Paleotti no hablan pero de mí estarán diciendo de todo: que quiero estar siempre al centro de la atención, tener admiradores rendidos a mis pies, la peligrosa libertad de invitar y ver a quien me plazca, que tal alevosía va contra las leyes cristianas y de las naciones, que sabe Dios cómo tengo al rey embrujado. Quizás todo ello sea verdad, pero sé que hay más verdad que esto y con gran dolor lo sé. Dejo tanto atrás como el que está al borde de morir.
Sala grande del Palacio Colonna en Roma

Sí, me gustan los gatos precisamente por lo que no tienen de ignorancia borreguil. Parece que tener los ojos cerrados, fingir, no saber, e incluso ronronear sean ideales prácticos como si la irracionalidad e inconsciencia fuera una garantía de felicidad. Al máximo, para no destruir la ardua sabiduría de renunciar a la razón, se podrían aceptar como oráculos y fuentes del conocer los últimos correveidiles. Tranquila, no te metas en líos, sé tolerante, así es la vida, mano izquierda. ¿Ahora, en mi caso, es esto prudencia o dejar de lado la razón? ‘He venido a traer la espada’ y al mismo tiempo ‘envaina tu espada’. Y en la paradoja de ambas está para mí, la verdad, ahora.
Me gustan los gatos, sí, pero por sus finos sentidos, aguzados y alerta, incondicionados, no por la modorra que los deja satisfechos.
¿Qué pasa? Mi fiel Pelletier está discutiendo. Lo que imaginaba. Ante los ‘peligros’ que corren estos desgraciados pretenden más dinero o nos tirarán por la borda. No hay nada que hacer.
- Pelletier, es inútil que invoques a los santos o el respeto de lo acordado. En mi arcón están las cien pistolas, regalo del cardenal Colonna. Vosotros, sabéis qué es lo que tengo y que sólo esto puedo daros. Lleguemos a Marsella rápido y evitemos los peligros para todos que el rey de Francia puede ser generoso y también terrible.



*Carta del cardenal D’Estrées al obispo de Marsella, en Correspondance administrative dous le règne de Louis XIV. Deping 8. IV page 540. Vol. verts C.

martes, 19 de abril de 2016

Junto al antiguo puerto de Trajano.

La eternidad ya la tengo, el tiempo no.
Esto que sabía, hoy lo he sentido.
No es importante cómo ha llegado a formarse esta certeza, quizás todo empezó por alguien, o es fruto de intentar explicar lo que he ido viendo, o por lo que luego he pensado. Ahora no es importante saberlo, lo he sentido, y parece que todo cobra sabor, sabor de nueces.
Se está acabando esta carrera alocada. Ya me he cambiado la ropa. Con la velocidad y el camino mal cuidado ha sido bastante complicado. Ahora ya puedo volver a ser la mujer a quien esperan.
El tiempo se acaba, corre con el sol poniente. Ya veo su reflejo sobre el lago de Trajano, allí donde dicen que atracaban las naves otrora. El tiempo con su corriente lenta, quiere también ponerme arenas movedizas, lodos, hacer que el curso cambie discurriendo sinuosamente. El tiempo y el Tíber han alejado el mar ¡Cuánto lo añoro! Casi como el sabor a nueces. ¿Cuándo llegaré? Tarde. El deseo es tanto que hace nacer el miedo. Noto que aún viviendo en cada instante no poseo nada. Sea cuando sea, un después sin final vendrá.
Puerto de Trajano a finales del s. XVI

Sin embargo, no sé si dentro de un instante quien me tendría que esperar aún estará allí, en el lugar pactado. No sé si el barco estará preparado o simplemente me robarán al vernos en tan poca compañía. No sé cuando Luis, rey sol que como al astro nada se le esconde, sabrá de mi fuga efectiva qué sentimiento despertará en él la noticia. Sé que conoce mis planes pero en este tiempo ¿qué habrá cambiado en él?¿qué podrá cambiar mientras dure el viaje que vendrá, si vendrá? ¿qué harán los Colonna, mis hijos, el papa, el embajador de Francia? En este tiempo no hay lugar. Ahora no queda un momento para seguir siendo la misma María Mancini. No hay vuelta, aunque al final vuelva, será para siempre luego. Ahora ya se fue.
Sabor de nueces, áspero e intenso, en la boca, en la garganta, en la boca del estómago. El tiempo viaja conmigo en mi carroza y está impaciente por darme un beso. Siempre espera y nunca llego. Sabor a nueces, polvo y mar.
Ojalá tenga tiempo para saborear lo que siento y no sólo la certera eternidad.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Una Aurora

Entrando estoy fuera. Entrando se rompieron los muros.
También yo podría salir de este tiempo, de estos lugares llevada por rápidos corceles. Dejar así lo que no tengo, fuerzas para cambiar mi viejo amor envejecido.

Aurora Ludovisi

María había entrado en el Casino de los Ludovisi una tarde soleada a finales de mayo de 1672. Desde tiempos de Gregorio XV, papa de la familia Ludovisi, sus jardines se habían convertido en un maravilloso lugar de encuentros y paseos. Para María, incluso tras el matrimonio con un Colonna y tener a disposición otros jardines, aquellos eran su lugar preferido en la ciudad. El Casino Ludovisi, esa casa de campo construida como una isla y un simple refugio para vivir mejor la belleza del jardín, siempre la había atraído desde su regreso a Roma.
El Guercino y el Tassi habían iluminado esta sala hace más de 50 años rompiendo con su pintura el bajo techo. Con ellos entró Eos y allí se quedó: el blanco, el rojo y el naranja de esta aurora briosa como ejemplo de un inicio constante. Con su arte rompieron los muros haciendo que entrara el viento, el movimiento, un ‘¡afuera!’ en este espacio que se te mete dentro. Empezar, emprender, una A capital para cada día.
Mañana también ella abriría el día corriendo a caballo hacia un tiempo nuevo. Dejaría atrás las cosas viejas. Empezaría de nuevo, aceptando el camino y que un día llegaría una noche sin aurora.
-No, no me das pena, Titono.
Bajo el velo que cubría al viejo imaginaba las facciones de su marido. El matrimonio con Lorenzo Onofrio fue impuesto como un trato de estado por parte de su tío, el cardenal Mazzarino, para romper un amor imposible entre el poderosísimo rey Luis de Francia y ella. Aún sentía las náuseas del largo viaje alejándose de Versalles y las terribles fiebres en Italia.
Un poco de aire, un cielo y plantas convertidas en un regalo para recuperar el tiempo de los inicios, un paraíso, unas espérides que para ella estaban cerca de París. Ella sentía el perfume de las flores, del rocío, derramados, frescos, con una claridad que iluminaba sus proyectos, el futuro de un tiempo nuevo que se abría, poco o mucho que fuera, ante ella. Tantas cosas no podía cambiar, pero ahora sabía que algo nuevo nacía para ella.

Su matrimonio que había nacido con el miedo y una relación hecha de educados protocolos, poco a poco había dado lugar a chispas de pasión e incluso momentos de ternura. Cuantas cosas se comparten, se aprenden, se aceptan. ¿Conformismo, resignación o adaptación? Lo cierto es que ella no sólo había sobrevivido sino que había disfrutado del tiempo, con una libertad extraña para la época y que todas envidiaban imitándola o difamándola. Habían nacido tres hijos. Y, sin embargo, había llegado el tiempo en que no compartía el lecho con Lorenzo desde hacía meses. Una decisión que había tomado y comunicado hablando abiertamente con él dejando al descubierto unas infidelidades que parecían normales, disculpables para todos menos para ella.
Decían que el amor rejuvenece, que el tiempo no importa. En cambio, para ella, como le recordaba Eos y Titono, el amor en diversos momentos de su vida le había traído dolor en forma de distancia resquebrajadora. Primero renunciando a lo que quería y no podía ser, luego renunciando a quien no la quería y pretendía ser marido sólo en apariencia.

En el cielo de la sala Eos parecía tan feliz. Por una parte pertenecía a un tiempo de titanes, de fuerzas impetuosas, hija de Hyperion. Por otra, podía permitirse la debilidad de elegir libremente, subyugada por esa fuerza del amor hacia un mortal.
Eos había elegido y había obtenido un amante sin tener en cuenta los cambios. Esa aurora de encarnadas mejillas había pretendido un amor eterno haciendo inmortal a Titono, sin considerar que no es importante sólo el final sino sobre todo el tiempo del camino. No importa que el vínculo dure para siempre si se transforma en una condena. Titono enamorado, siempre detrás, sin morir pero cada vez más viejo, sin fuerzas, recordando cada mañana a Aurora una miseria que ya no soportaba. Su tiempo no era el suyo, no había sintonía, sin acorde, curiosamente sin ir a tiempo ni sonido. Y eso que no se arregla en el tiempo no se arregla con la eternidad.
Ella, una de las graciosas ‘mazzarinette’ no había elegido –afortunadas las pocas mujeres que puede escoger- y había obtenido un marido siendo consciente de los cambios lentos o rápidos que van sucediendo.
Lorenzo nunca fue su dios pero no por ello su desilusión fue menos grave ni menos fuerte su determinación. También ella, como Eos, daba la nota buscando la sinfonía, desgranando su tiempo.

Ahora, viendo esta Aurora –parece feliz en su condena y dolor matutino-, salgo de nuevo al jardín para respirar a pleno pulmón. Tierra de Lúculo, jardín maravilloso que vive, que necesita mil curas, agua y luz de esta Roma con la que pronto, muy pronto, romperé.

Corred caballos hacia el poniente y el mar llevando mi dolor y esperanza. Quizás encuentre de nuevo a mi sol, mañana.

martes, 1 de marzo de 2016

Locuras


Una invitación a contemplar este cuadro, a entrar en la historia de Juan Gilaberto Jofré, en la Valencia de finales del s. XIV e inicios del XV... y en nuestras locuras. En este callejón...
El padre Jofré protegiendo a un loco. Obra de J. Sorolla como trabajo final durante su estancia como becario en la Academa de España en Roma 1887

Yo nunca estuve loco del todo, aunque poco a poco ese todo se va haciendo más pequeño. Al menos, así parece. 
Hubo un tiempo en que nadie me escuchaba. Estaban todos muy serios cuando trataba cuestiones de filosofía del derecho o sobre las bases éticas de las leyes. Incluso yo estaba serio. ¿Quién lo diría?
Hubo un tiempo en que sólo tenía ideas raras o excentricidades pero yo no era el raro. Me querían más o menos y yo me quería seguramente más que ellos. Era un tipo. Podía decir mentiras o verdades sin pensar que por decirlas se convertiesen en verdades o mentiras. 
Eso sí, las verdades parecían tales cuando eran un recuento cruel y despiadado, lista de cadáveres que sumía el tiempo en una especie de rigor mortis. Las mentiras en cambio viajaban sobre pies alados, inaferrables, juguetonas y pillas. Era importante no mirarlas a los ojos como tú haces ahora. 
La verdad parecía una historia sin palabras y sin personas: restos de hechos. La mentira eran los hijos que vendrían, reciclados, reconvertidos, rehechos. Por eso decidí que mis mentiras nunca podrían ser verdades y que las verdades tendrían que progresar, moverse y hacerse livianas.
Hubo un tiempo en que podía explorar las mil posibilidades de utilizar mis sentidos y mi cuerpo jugando a sentir el tacto de las superficies con la nariz, percibir la vibración del sonido con las yemas, gustar el sabor del agua, fresco como la corriente que entraba en mis oídos al sumergir mi cabeza en un riachuelo. Con dos trazos de color creaba un mundo porque sabía que el otro tenía ya su creador. Y era bueno.
Ahora, mientras me encuentro en este callejón, no soy alguien al que la naturaleza tema mientras vivo y sé que un día algo de ella no morirá definitivamente conmigo. No, ahora veo que la naturaleza no perderá nada conmigo porque todo quedará reducido a naturaleza, a un producto, siguiendo las leyes de conservación. Cualquier otro lo podrá hacer, cualquier otro podrá ser yo, ocupar un lugar con materia en movimiento, en este o cualquier otro tiempo. 
Por eso, no hace falta nada para estar loco. No se trata de ser un bicho raro sino todo lo contrario. Es mi locura: no existe la normalidad. Esa es la norma. ¿Por qué la tuya o la otra o la que nos mantuvo como carcamales durante siglos y siglos? Salgamos de la prisión de la rima y el endecasílabo, del cuerpo y del vestir, de las leyes o el razonamientos, de la mismísima palabra para ser al fin libres, no importa si muertos pero libres, todo por la libertad o todo por mi pueblo o todo por nada, es igual. Se puede dar todo como kamikaze o mártir y ¿quién distingue entre ambos?
Soy un loco y soy libre. Yo soy el que decide entre ambos. ¡Qué maravilla! A partir de esta revelación, cada vez que veo el reflejo de mi imagen me parece que corresponde con lo que quería, con lo que los otros esperan ver. Acomodante, con el aspecto de subversivo, libre pensador, artista o extravagante. No puedo humillarme ante las convenciones sociales y quiero que mis actos tengan los mismos derechos que las instituciones seculares, el mismo reconocimiento legal. No sólo soy Napoleón sino que, porque lo soy, quiero que todos lo reconozcan. Y acabo siéndolo. ¡Qué fuerza popular! Recito el papel de un dios que juega a tomar las semblanzas de un humano, engañando para reírme de las tristes historias, para quitar importancia a los pobres placeres, para luego escaparme más allá del tiempo.
Pobres locos: los locos de un tiempo encerrados, maltratados, sucios y fuera del mundo, endemoniados sin razón e imprevisibles. Harapientos y malnutridos, nauseabundos y poseídos de espíritus malignos. Dignos de pena o de risotadas de escarnio. Y aún hay gente que se descerebra para entender algo ¿por qué no se ríen conmigo? Que los lleven a una estructura donde ya alguien se ocupará o mejor ¿Por qué no siguen las tendencias virales y brillan durante segundos ante el público atónito? Es hora de estar a la última de palabra y cuerpo. En las toneladas de imágenes y sonidos ya no hay palabras, no se notan, y tampoco hay locura. La locura es un imprevisto intolerable. La locura es tolerar cualquier cosa como un imprevisto.
Virtualmente ya no hay locos que tiren piedras, ni locos que simplemente contemplen, ni locos que se interpongan con gesto temerario y severo, ni locos postrados. ¿A qué sí? ¡Dime que tengo razón!



viernes, 5 de febrero de 2016

Niña, Roma

Niña italiana con flores. J. Sorolla. Cuadro pintado en Roma durante su estancia como joven artista becario


No me miras de frente aunque sabes de mi presencia.
Estás concentrada en la belleza de unas flores que no has tenido que pagar, una belleza que puedes sentir sin tener que comprarla. Y ellas son bellas ahora, por tu tacto, por tu mirada satisfecha, por tus labios que esbozan una sonrisa.
Cabellos desordenados, piel morena y no muy limpia pero sobre la que el sol consigue posarse iluminándola con reflejos cálidos. Una curva suave junto a tu cuello es la luna menguante, encendida en la noche de tu pelo. Luna sobre el Palatino devuelto al sueño del tiempo.
Silenciosa aunque con una voz que proviene de las callejuelas, de los juegos y algarabías de estar al aire libre. Voz bronceada y oculta.
Hablas y te escucho con una palabra que eres tú, que coincide contigo. Sólo tú te puedes decir sin traicionar lo que eres. Quizás las flores lo traduzcan en lenguaje de savia y perfume pero yo no soy capaz. Te me escapas. Trazos como lazos y mechones que siguen indómitos el primer viento.
Te alimentas de la blancura, olor, forma de las flores mientras pasas hambre. Y como el hambre te apareces en la vida cotidiana, doblando una esquina de cualquier calle. Podrías ser cualquiera pero eres siempre tú.
Niña, te quiero imaginar, dejando atrás el tiempo, sin saber cuál es la medida colmada de lo que puedes sufrir y sobre todo el fardo de cuánto harás sufrir –te aseguro que pesa-, niña con el vestido en jirones pero el alma de una pieza, ligera.
Niña y Roma.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Antes de leer, mirar

Eran las 9 de la mañana y tras muchas dificultades conseguí vestirme. Al salir a la calle yo era un forastero, un poco menos común. Personas que durante años veía en el barrio pero que a malas penas me respondían a un buenos días, me preguntaban qué me había pasado, nos reconocíamos siendo capaces de hablar, notando el timbre de la voz y nos mirábamos por primera vez, quietos en la acera.
Ritmo de pasos de cojo, sincopado. Me convertí en un tocador de timbales, con una partitura de tiempos y espacios dilatados, una presencia a ritmo diverso, bajo, sin necesidad aparente, un fondo. Ví lo que el día anterior no existía para mí aún estando allí. Había un arcén de hojas amarillas caídas de los plátanos al margen del sendero limpio de los caminantes comunes que superaban el mínimo de velocidad. Para avanzar jugaba arrastrando las hojas descubriendo que el otoño me esperaba en ese borde del camino. En los pasos estrechos los viandantes me evitaban para no chocar. En todo momento era la presa elegida para los cazadores que al fin podían apuntar para lanzar sus preguntas deteniendo mi cuerpo herido.
Cansado y dolorido al fin me acogió Alessandro. No sólo me llevó en su taxi sino que vio mi mirada y hablamos del tiempo. No del frío, el viento o las nubes de este cálido otoño, sino de la necesidad de tiempo para vivir. Era un taxista un poco menos común,  que no quería ir corriendo de un lado a otro para hacer el mayor número posible de servicios. Un taxista al que la crisis le había hecho dejar su empresa y 18 horas de trabajo al día para trabajar 8 horas siendo capaz de hacer otras cosas, buscándolas. Al llegar ante San Pietro in Montorio aparcó el taxi y decidió que iba a entrar en esta iglesia. Estando en Roma había decidido contemplarla, dejando espacio y tiempo para recibir tiernas huellas, dedicándose a la sensual experiencia de emocionarse. Yo, tras subir la escalinata cojeando apoyado en su brazo, fui testigo, lo vi y también sonreí, y seguimos hablando cómplices en un susurro, intentando descubrir en la oscuridad del interior las formas y colores que nos regaló Sebastiano del Piombo.
Eran implacablemente las 09,50. Mirar significa no ver todas las cosas, ni verlas completamente. Significa notar, hacer surgir alguna, cambiar el ritmo llano escalando o sumergiéndonos en las simas de la realidad. Alessandro se quedó no sé hasta cuando. Quería también visitar el contiguo Tempietto del Bramante, algo que ningún cliente le hubiera podido pagar o que siendo mucho más rico o famoso, tendría dificultades para contemplar, con esa mirada correspondida de amante cómplice, sin vergüenza pero con tacto, sin prisas pero con hambre, íntimos. Así los dejé, sinvergüenzas, Alessandro y el Tempietto, desnudos, sin telas ante sus ojos.
Hace falta tiempo para mirar y para mirarse. Sin embargo hay personas que han acostumbrado sus ojos a mirar: en un momento, mirándome y no sólo viéndome, Ángeles Albert me brindó su brazo para bajar unos escalones y me hizo traer una silla para tener el pie en alto. La directora no se había olvidado de este músico del fondo. Redoble de timbales para introducirnos en el maravilloso salón de los retratos.
Portada del nuevo libro de Joaquín del Valle-Inclán

Joaquín del Valle-Inclán se acercó para saludarme, preguntándome qué me había pasado y ofrecerme su libro, recordando mi petición del día anterior: ‘lo que es no es como es, sino como lo recuerdas’. Percusión en lenta cadencia, recuerdos que se hacen historia en la pluma de una persona que quiere y da tiempo para escuchar, para mirar, sin el ansia de rendir cuentas o ponerse medallas, con la paciencia reverente de quien sabe que la realidad es mucho mayor de lo que podría decir. Una de las pocas personas, además, en las que el tema de su conversación no es él mismo. Revivo su voz pausada y un poco trémula bajo un sombrero demasiado grande. Mi memoria hace ser lo que fue y quizás también lo que no fue sino sólo para mí.

Sentado al fondo de la sala, pierna en riste, acogí sin levantarme la sonrisa sincera y los dos besos de Patricia. A mi lado estaba la Zona de Obras que compré en su librería por sugerencia de Nico.
Hay un diseño que en algunos momentos consigo ver e incluso mirar contemplando con distancia los hilos de este tapiz o las teselas de este mosaico. He tenido que subir hasta esta colina, hasta esta torre, hasta el fondo de la sala, hasta mirarme con la nuca de Jano, para notar los colores y formas de las palabras de Leila Guerriero que poco antes había leído: ‘La gente es mucho más que aquello que hace –un escritor es mucho más que un hombre que escribe-,pero, hundidos en las cenagosas aguas de la especialización, solemos perderlo de vista’. Y aquí lo encontré. El libro de Leila, Paticia, Franciso Xavier con su Cuadrante, José María Paz, Juan María Alzina que nos convocó... todos hilos que me indicaban la dirección de un encuentro, ondulando con los vientos de mi querida Coruña. Otras veces había recordado a Valle-Inclán, director de la Academia, escritor que vivía Roma, pero ayer me encontré con él.
Nos hicimos capaces de mirar donde otras sólo veíamos. Capaces de reconocer su voz como familiar, sus lugares como vividos. De la mano de Dianella Gambini, paseamos por los paisajes italianos del marqués de Brandomín y con nosotros venía Ramón del Valle-Inclán. Dianella nos invitaba a tender el oído y asomarnos a varias rendijas -que bonita palabra en italiano 'spiraglio'-: salones, jardines, capillas, colinas, calles y las palabras que resonaban en ellos, confirmando su presencia, como en aquella callejuela de Gaeta. Detalles en los que ella nos hace escuchar la voz del escritor, viajar a su lado en un itinerario por Italia que sería mucho más de lo que sabemos que dijo o escribió.
“Qui sine peccato est vestrum, primus in illam lapidem mittat” Hace falta mirar y no sólo ver para descubrir bajo el fango la posibilidad de una veste inmaculada. Divinas palabras, paradójicas siempre, considerando la pobreza de la tinta oscura, de la voz cálida pero evanescente, y la existencia de las personas comunes o  menos que comunes, las que podamos imaginar como más abyectas o más santas. También hoy, un día cualquiera, mal y bien se mezclan. Un pequeño grupo de personas lo revivimos, mirando, escuchando, con los ojos y el corazón bien abiertos. Yo, a ritmo de cojera, para aprender a ir más lento de lo normal, menos de los comunes.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Leones y ratones

En el uso de la iconografía animal el león siempre ha sido símbolo del imperio, de la fuerza indiscutible, de quien nada teme y es temido por todos, un símbolo heredado y pasado como amuleto incluso en los lugares en donde estos felinos eran sólo míticos animales de tierras lejanas. Combatir como un león -de ahí legión- indicaba el valor de quien es fuerte y no sólo como héroe que al final sucumbe sino para sobre-vivir.

Museos Capitolinos

Esopo -tenía que ser griego-, en una de sus fábulas lo hace co-protagonista junto con un ratón. Esopo los hace hablar a ambos y nos cuenta sus peripecias para indicarnos que ni siquiera el león puede verse libre de peligros. La magnanimidad que mostró ante los más débiles en el pasado (el ratón)  puede verse recompensada con un tratamiento similar en el futuro: al final el ratón conseguirá roer la cuerda que lo ataba. También podría ser que no, que el ratón fuera vengativo y se alegrara ante el aprieto en el que se encontraba el temido león. El perdón se hace perdonar, aunque sin hacerse ilusiones.
La historia nos enseña que grandes imperios se han derrumbado, que nada permanece inmutable, ni la fuerza, riqueza o poder, en la vida de un individuo y en la de las naciones. Y, sin embargo, hay momentos en que esa fuerza, como ante el ratón, se convierte en clemencia y magnanimidad, reportando salvíficos beneficios, primero porque ensancha el alma haciéndola ligera, y luego quizás recogiendo frutos cuando llegue la dificultad.
La historia nos habla de luchas, de vencedores y vencidos, de fuerzas en las que siempre el pez más grande se come al pequeño, siendo una cuestión sólo de tamaño, de músculos o capacidad destructiva. Incluso el pequeño ratón si se encuentra con la ocasión de ser león puede ser mezquino. No es cuestión de razas.
Sin embargo, hay momentos difíciles de la historia en los que un león puede encarnar una sabiduría que, sin oropeles ni demostraciones de potencia, pueda ser admirada más incluso que la fuerza devastante. En ese caso el león se muestra frágil, puede ser atacado, vapuleado o criticado por no aplicar las maneras fuertes, pero al mismo tiempo, su confianza y fuerza van más allá de su propia miseria y de la miseria de quien esá a su merced. ¿Tenemos sólo nuestra prestancia física, nuestra belleza externa, nuestra riqueza contingente o hay algo más que nos puede hacer estar seguros, algo que nadie pueda arrebatar? Esclavos que hacen de pedagogos, mujeres y hombres capaces de adoptar hijos, nueva vida, un legado, en pueblos venidos de lejos. Sin hijos propios, cuando el tiempo ha pasado o el tiempo llega al final, al viejo león sólo le queda confiar en la fuerza de un ánimo que se ha hecho grande (magno-ánimo), de una corriente que pasando todas las épocas, con mil meandros y ojos, reaflore siempre y nos acerque a lo mejor que el hombre podría ser.
¿Jóvenes aún o ya iniciando la vejez? No lo sé. Sólo espero que en cualquier edad no perdamos esa mirada confiada de quien, conociendo los peligros, para conservar la vida la defiende, lucha, pero no la encierra por miedo a perderla.
Leon Magno se encuentra con Atila obra de A. Algardi. Basílica de San Pedro


Leon Magno se encuentra con Atila, obra de Raffaello. Museos Vaticanos 

viernes, 18 de septiembre de 2015

Una línea de sombra

No es una casualidad que encontrando a Antonello haya saludado a Joseph Conrad, Ludovica Albertoni, Antonio Muñoz, a Maria Mancini e incluso a Manuel Godoy. ¿Y de dónde salen? Es lo que os quiero contar esta vez.
Antonello tiene una voz amable y pausada al teléfono. Una voz de una exquisita educación y sobre la cual viajaban en orden y concierto frases claras, con la armonía musical de una sintaxis aparentemente espontánea y bien construida, propia de una educación en la que las formas eran parte del contenido. Fue un placer citarme con él al día siguiente en el número 2 de Piazza Campitelli.
Dejando el tráfico de via del Teatro di Marcello llegué a una plaza que constituye otra de las múltiples islas de la ciudad. Tiene forma de rectángulo irregular delimitado por varios palacios del s. XVII y uno de los ejemplos más imponentes de fachada barroca en la iglesia de Santa Maria. No podía faltar una bonita fuente diseñada por el omnipresente Giacomo della Porta.
Al llegar al número 2 veo que corresponde al palazzo Albertoni Spinola, una de esas maravillosas cajas en las que albergar mil cachivaches, preciosas joyas de recuerdos, cientos de historias y de paredes multiformes construidas y reconstruidas durante más de dos mil años.
Fue preguntarle al portero por la libreria ‘Linea d’ombra’ del señor Antonello y recibir la sensación de la brisa del mar. Hasta ese momento en el que pronuncié en voz alta el nombre de la librería, no habían aflorado los recuerdos de las sensaciones vividas mientras leía el maravilloso relato de Joseph Conrad The Shadow Line: A Confession. Fiel a su misión de consejero y celoso vigilante, el portero me observó unos instantes y luego me indicó que la librería se encontraba pasando la puerta que se abría al final del patio del palacio.
Tras las sombras del patio, tras la línea de sombra de la puerta, lucía el sol. Una línea que era mucho más sutil y vanal de la narrada por Conrad pero que no dejó de recordarme las ilusiones, los sueños y responsabilidades de quien inicia a surcar los mares de la vida como capitán, al fin, de su propio velero: dejando un mundo de posibles para encontrar lo propio.
Antonello, charlando con su hijo, sentados ante la puerta del local, son los únicos letreros de esta Linea d’Ombra. Un apretón de manos y poco después me entrega el opúsculo de Antonio Muñoz titulado ‘Sinonimi del dialetto romanesco: novanta modi per dire imbecille’.  Mientras mis manos recogen el libro él se da cuenta que mis ojos vagan por las estanterías. Sonríe y me deja curiosear indicándome la zona dedicada a los libros sobre Roma.
Antonello en su Linea d'Ombra

Allí, en la línea de sombra de la estantería me encuentro con Maria Mancini. Ella, desde el año pasado, es un personaje que me saluda cada dos por tres desde los rincones más inopinados de esta ciudad. Siguiéndola he ido viajando por la corte más fastuosa de Europa en el s. XVII pero también en sus caminos más oscuros. Me he adentrado en la vida de su tío el cardenal Mazzarino, del joven Luis XIV enamorado de ella, de su matrimonio con Lorenzo Colonna, sus hijos y su fuga para recorrer Europa con una de sus hermanas. Una mujer hermosa y de gran carácter que de vez en cuando tengo el placer de saludar por las calles de Roma. Juraría que incluso me guiñó un ojo desde la fachada de San Anastasio.
Abrí el libro y esta vez lo que leí sobre ella, escrito por el mismísimo Voltaire, me decidió a comprarlo para conocerla más.
Maria Mancini y Luis XIV

No podía quedar retratada en esas palabras como una mujer-circunstancia, una ocasión para que se mostrase el gran ánimo del Rey Sol. Esta no era la Maria Mancini que yo había saludado y seguido aunque fuera de lejos, desde la otra acera de la calle del tiempo.
“La próxima vez que vengas te enseño el depósito, es un gran salón en este mismo palacio.” Con esta frase Antonello me dio el cambio. Me había hecho un descuento pero también un anuncio, rentable para ambos. Saludé a ambos, padre e hijo, con la promesa de volver pronto.
Al salir noté varias puertas abiertas hacia el patio y el pasillo de entrada, todas ellas precedidas del letrero Work in Rome, con interiores bien iluminados y de muebles modernos. Siguiendo atávicas costumbres, antes de consultar el oráculo de Google, le pregunté al portero. Me dijo que el patio se había convertido en un ir y venir de gente pues lo había ocupado esta empresa que se dedicaba al alquiler de espacios laborales compartidos. Por horas, días o meses puedes tener tu sala o simplemente tu escritorio con vistas al patio del palazzo Albertoni Spinola. Albertoni, Albertoni ¿de qué me suena? Claro, ¿como no caí antes? Roma se divierte a jugar al escondite. Este vez la vi. Panda por Ludovica.
Se escondía en el Trastevere pero su apellido no se me borró de la mente, ni su historia, ni su imagen convertida en una maravillosa estatua del Bernini. Ludovica Albertoni es otra mujer, otra gran historia que muchas veces queda eclipsada como si también ella fuera una simple circunstancia, como si fuera sólo el nombre de una mujer hecha inmortal por el gran Gian Lorenzo. Ir más allá de su piel de piedra no es fácil, precisamente por ser una piel tan hermosa y llena de significado. En el caso del éxtasis de Santa Teresa, en la iglesia de Santa Maria de la Victoria en Largo Santa Susana, la gran mujer castellana consigue, al menos para algunos, no quedar encerrada en su imagen y hacerse palabras, cobrar vida, tacto. No así en el caso de Ludovica en el que su existencia de mujer casada, madre, viuda y protagonista de la vida romana a finales del s. XV e inicios del XVI queda resumida en un movimiento fijo, encarnación estática en la piedra de un éxtasis yacente.

Volví a contar en este juego del escondite. Cada paso un número. 20.
Estaba de nuevo en la plaza, miré la fachada del palacio con ojos nuevos, imaginando las historias de las familias que lo habitaron, reformaron e incluso afearon con el último piso, añadido como un pegote, una costumbre impuesta con la nueva Roma de una Italia al fin unida y con una gran especulación edilicia para convertirla rápidamente en una capital. Poco antes de que el Papa dejara de ser monarca de los Estados Pontificios, este palacio fue propiedad de Manuel Godoy. Tras Trafalgar, Fontainebleau y el Motín de Aranjuez, Godoy y Carlos IV llegan a Roma dejando atrás mil peripecias e intrigas en tierras francesas. Aquí el otrora omnipotente ministro compra la preciosa Villa Celimontana, al lado del Coliseo, la reforma y sigue tejiendo sus redes diplomáticas, sorteando la animadversión de Fernando VII, viviendo en la ciudad del Papa su relación con Pepita Tudó primero de forma más o menos clandestina y luego dando inicio a una nueva etapa de su vida con el matrimonio celebrado por el cardenal Bartolomeo Pacca. Dejando el título de Principe de la Paz pasa a ser Príncipe de Bassano y el cardenal Pacca, a su vez, se convierte en huésped de Godoy en el palazzo Albertoni. Hagan juego, señores, hagan juego. Poco después se irá a París abandonando sus posesiones. Rien ne va plus.
Lugares de Roma que convocan antiguas historias, personajes que siguen mirando desde sus ventanas. Basta un libro, un patio, un portero, Antonello, una línea de sombra... y nuestra imaginación para devolverles cuerpo, pasión y palabra a los que sólo eran nombres, una imagen y datos.

viernes, 3 de julio de 2015

Agua y fuego en Santa Maria in Via

Incendio es envidia. Llamas que no calientan sino devoran. Agua, más agua.
La noche entre el 26 y 27 de septiembre de 1256 las aguas se desbordaron. Sucedió aquí, cerca de la actual via del Corso, la antigua calle ancha de entrada en la ciudad desde el norte.
-¿Qué sucede? ¿Qué es todo este alboroto?
-Eminencia, venga. Esta pasando algo muy extraño.
Mientras el revuelo de los siervos y vecinos sigue aumentando, el cardenal Capocci se dirige a las caballerizas guiado por el diácono que lo ha despertado.
La cuadra y el patio están llenos de sombras, como si se tratase de una fiesta de pueblo. Al principio el cardenal pensó que se trataba de un incendio pero no, ni humo ni llamas sino el sonido de una corriente, como de fuente abundate. Pronto nota sus pies mojados y todos los asistentes que corren chapoteando en una extraña danza de fuegos y agua, con una emoción más de sorpresa que de miedo.
Todos dan voces, entran y salen, buscan algo sin saber qué. Al entrar en la caballeriza el cardenal tropieza en dos criados que casi lo tiran. Más gente que va y viene. Iluminadas con un farol que mantienen en alto dos mujeres llaman su atención. Están quietas, arrodilladas junto al pozo, utilizado para abrevar los animales mientras la tierra vomita por esa boca una marea de ondas brillantes y oscuras. No les importa el agua que sale a borbotones mojándolas casi hasta la cintura. Guiado por ellas ahora se da cuenta. Ahora la luz del farol alzado le hace mirar lo que sólo veía. Como una palabra no proferida y necesaria, como un bocado indigesto el agua que intentó ahogarlo ahora lo expulsa. En la superficie de la boca del pozo baila una especie de ladrillo colorado.
Esa noche el cardenal Capocci era simplemente Pietro. Había tardado mucho en dormirse preocupado por todo, sumergido en los cálculos de ecuaciones de una recta imposible: los Savelli que lo apreciaban por interés y que con igual interés tenían que ser correspondidos, los tejemanejes de Riccardo Annibaldi, las heridas en el costado que estrangulaban su reposo a cada vuelta en el lecho ciñéndolo estrechamente o ‘cinguliendo’ pues realmente el nombre de aquella ciudad de Cingoli se le quedó grabado a fuego como su dolorosa derrota –demonio de Federico-, la segura certeza de no poder retirarse como san Antonio en su gruta, estrecha y sinuosa, alta, para llevarse consigo sólo lo necesario ¡cuántos puntos de una parábola que tiende al infinito! ¿Quién sabe? Quizás allí no lo alcanzase la mirada envidiosa que busca matar su risa pensando que fuese la voz de su púrpura.
Pietro se agacha con dolor. Agua hasta las rodillas. Alarga su mano ante lo que va tomando forma de una gruesa baldosa colorada. Al cogerla parece pesar mucho y reconoce un rostro familiar. María lo mira con sus grandes ojos, serenamente, como si nada hubiera ocurrido.

De repente la noche se hace silenciosa. El agua deja de desbordarse, cesan las carreras y hasta los relinchos, contagiados todos por esa mirada apenas iluminada por el farol que siguen teniendo alzado las dos mujeres. Noche de fuego y agua. Agua y barro cocido, agua y piedras que han rodeado el pozo, los ojos mirando desde una piel de barro. Brotan maravillas en una noche ante las que asombra el mismísimo Alejando IV. Tras unos días el papa visita el patio, la cuadra y el pozo se deja mirar por los ojos que brillaron ante el fuego entre las aguas. El mismo que disfrutaba con los razonamientos y saber de Buenaventura, Alberto y Tomás, podía asombrarse ante hechos con un significado que iba más allá de su porqué.
Los pozos se hicieron fuentes, quedaron ocultos creciendo la ciudad en altura y perdieron su misterio convertidos en grifos que manaban aguas lejanas y cristalinas, sin tener que buscarla en las venas que riegan sus térreas entrañas. El omnipresente Giacomo della Porta empieza a dejárnoslo cubierto por su arte, tantas manos, tanta historia que se desvelan en un simple vaso de agua.

Esos ojos hicieron que el pozo siga abierto, siga siendo lo que era antes convertido en un símbolo ahora. Vasitos de plástico han sustituido cuencos y en su blanca sutil modernidad parecen no invitar ya a la imaginación, a la fe que sigue o anticipa los milagros, milagros pronunciados con palabras con cuerpo inaferrable del agua o del fuego. Y es que allí, curiosamente en este lugar se guarda también la memoria de la Madonna del Fuoco que unos devotos trajeron desde Forlí. Agua y fuego 'in via'. Humo, vapor, humedad, gotas, cenizas, son mensajeros, sujetos que cambian su naturaleza para subrayar el contorno de unos ojos de mujer.

lunes, 25 de mayo de 2015

Roma, un mar de aventuras

Hace unos años contaba historias por la noche a mis niños. Ahora que son chicos de vez en cuando aún me permiten sorprenderles con algún relato. En esos momentos atan como un anzuelo mis palabras y, atentos a no marearse con el vaivén de las olas iniciamos a perseguir con paciencia, dando hilo, esa historia que ha picado en este mar romano.

Ésta es una de ellas.


Todo empezó una bonita tarde de primavera junto a la Pirámide de Roma. En ese momento el sol intentaba sonrojar su piel de mármol recién lavada y yo paseaba solo recogiendo recuerdos. La pirámide, ya vacía, sigue conteniendo el recuerdo de Caio Cestio que a finales del s. I a.C., en plena moda egipcia tras la conquista romana, la quiso construir como cápsula para viajar más allá del tiempo. Pero esta es otra historia y esta casi se nos escapa. Espera, espera. 

Cementerio Acatólico con la Piramide Cestia

Paseaba tomando apuntes e imágenes en la tranquilidad de un pequeño cementerio que empezó a extenderse a la sombra de la pirámide desde el s. XVII, un cementerio un tanto especial: allí se enterraban, al principio sólo de noche, las personas que no eran católicas, oscuridad de la tierra y el cielo. 

Mientras las sombras se extendían y se acercaba el momento de irme me pareció ver a lo lejos una chica que me hacía señas agitando en su mano una especie de corona. Fui hacia el lugar en donde me pareció verla. Me acerqué a paso rápido hasta que la ví, sentada ahora en el borde de una tumba, entre dos pequeñas columnas con los nombres de quienes allí descansaban. Para acercarme caminaba ahora despacio intentando que mi respiración y pasos emocionados no destruyeran el silencio evocador pero al mismo tiempo con la sensación de ser un cazador felino que no separa la mirada de su objetivo. 
El aire fresco de la tarde arremolinaba sus cabellos cortos y su largo vestido. Al oir mis pasos sobre la gravilla –no tengo precisamente el paso de mi gata- se puso en pie y me miró. 
- Buenas tardes. Saludé al llegar junto a ella. 
- Es una buena tarde y será una bonita noche. Me dijo.
- Eso parece. 
- Dentro de poco van a cerrar, ¿lo sabes? 
- Sí, me estaba yendo cuando vi que me hacía señas. Esa es una corona de laurel como la que llevan los recién licenciados ¿verdad? 
- La he traído como un recuerdo para ellos, pero yo no hice ninguna señal. Lo dijo mirándome como si me conociera de toda la vida. Luego se dio media vuelta y dejó la corona sobre una lápida en el centro de la tumba monumental. Luego me tendió la mano mientras se despedía diciéndome: 
- There are more things in heaven and earth, Horatio, than are you suspect your Philosophy... Espero que aquí descubras algunas. ¡Qué pases una buena tarde! 

Me quedé allí plantado no sabiendo qué hacer, sin acompañarla hasta la salida aunque hacia allí me habría dirigido de no haberla encontrado. Junto a la corona me di cuenta que había un sobre. Furtivamente me agaché y luego me lo metí en el bolsillo. No resistí la tentación. Eso sí, esperé un poco en respetuoso silencio y justo cuando mi reloj indicaba las 16,30 me encaminé hacia la salida. 

Al llegar a casa abrí el sobre lleno de curiosidad. 

"No dejes de recordarme. Déjame siempre, al llegar la tarde, tu recuerdo hecho laurel que con su perfume evoque la eterna gloria y la perecedera humanidad. Nunca olvidaré la ilusión con la que me acercaba sigilosamente siendo niño para asustarte mientras estabas apoyada en una columna del porche de casa en Virginia, tu mirada hacia océano y tu vestido flotando hacia el río York, ondulando sobre la brisa salada. El tiempo no pasó en vano y para hacerme hombre de mar me fui, me embarqué listo para cientos de borrascas al saber que vendrías conmigo, Gloria. Esperando, imaginándote en cada puesta de sol, recorrí las Antillas, vencí la fiebre amarilla, me convertí en comodoro y luché contra los piratas del mar de la China... y luego, mucho más ¿te acuerdas de nuestras aventuras en los ríos Bermejo y Paraguay a bordo del Water Witch? Incluso mi hijo Juan me acompañaba entrando por las venas de estos ríos, aventuras de lugares que eran mi herencia sin propiedad. Nos adentramos en lo más profundo de esta tierra fuerte recogiendo sus formas en datos e imágenes, trazando para ti y para los que quisieran seguirnos, los caminos fluviales allí donde no había límites. Juan quedó allá y yo te seguí. Me llamabas. Sabía desde dónde pero no hasta dónde, entregado siempre, hasta donde quisieras.


El Stonewall entrando en el puerto de El Ferrol
Con orgullo volví a la desembocadura de mi querido York para verlo teñido de roja sangre, una corriente que se extendía y llegaba al océano. ¡Qué tempestuosa Guerra Civil! Sin norte, perdido en mi sur, te buscaba con los ojos ofuscados, doloridos por el esfuerzo.

Un muro de piedra me separaba de ti. Esta iba a ser mi misión. Mi barco Stonewall más que navegar tendría que ser un obstáculo, una frontera excluyente, un muro de contención de esa marea azul y una lama que cortase el cuerpo de anaconda que bloqueaba los estados confederados. Un barco de piedra, un paredón. Qué palabra fea, muerta, si no tiene vida, si no se hace pared, si no adquiere dimensión, vivienda, para acoger sin encerrar. 

Crucé el océano para hacer que navegase por primera vez este muro que no conocía, que aún estaba en los astilleros y del que tanto me habían hablado. Llegué a Bordeaux y el barco ya no era mío. Yo estaba solo y el Sur también. El Norte había extendido bien sus relaciones en ese fatídico mes de febrero de 1864 y Francia había vendido mi barco, nuestro muro y ariete, a Dinamarca. 

Con tu ayuda –seguro que estabas detrás- conseguí que el gobierno danés nos lo vendiera en secreto. Salimos del puerto corriendo y a escondidas pero nos perseguían los azarosos vientos de la fortuna y el océano. Tuvimos que refugiarnos en el puerto de El Ferrol. Mientras, en el cercano puerto de La Coruña estaban las fragatas unionistas Niagara y Sacramento para vigilarnos. Eso sí, nos vigilaban a distancia porque su estrategia era siempre más compleja: mientras yo estaba solo, prisionero en mi barco, su embajador en Madrid obtenía el apoyo del gobierno español para impedirnos la salida del puerto, reteniéndonos en cuanto nos habían declarado 'piratas'. Formalmente España no apoyaba a ninguna parte beligerante. Tú y yo enjaulados en nuestro muro de piedra, como un gigante atado con sutiles hilos. 

O salíamos o a nada serviría haber llegado hasta allí. Llegó la noche del riesgo y zarpamos. Salimos como si fueramos una lanchita de pesca, parecía que todos dormían y nuestra mole, nuestros motores de vapor, eran sólo sombras, puros sueños saliendo del puerto sin que nadie osara dar una alarma, sin querer despertar nuestra realidad que podría tener forma de cañones Armstrong de 300 libras. Y fuimos un sueño. 

Volamos. ¿Te acuerdas? Con una mirada de angustia por lo que nos esperaba y de satisfacción por haber conseguido nuestro objetivo ¿Conseguido? Teníamos lo inmediato, lo que creíamos que era una de nuestras metas, el pasado, con la esperanza de un futuro. En pocos casos, y menos para nosotros, el futuro es una consecuencia lógica o buscada, límpida y uniforme. Damos pasos, causa-efecto-causa-efecto, confiando que siempre habrá un suelo bajo nuestros pies. Muchas veces no es así. Y lo poco que teníamos hizo agua. Perdimos la guerra y nuestros esfuerzos resultaban ahora un regalo para el vencedor. Intentando escapar de este futuro ingrato dejamos el barco en Cuba al gobierno español. Ineludible. Ese gobierno que dentro de poco entraría en guerra con los Estados Unidos pudo hacer un impresionante regalo al gigante que acababa de nacer. Te encogiste de hombros, te vendaste los ojos y me diste la mano. 

Nos fuimos de nuevo a Argentina, derrotados pero sabiendo que allí estaba Juan y contando con buenos amigos, encuentros de otros tiempos que nos muestran otros campos donde caminar y que salen de la chistera del destino. Uno de ellos, el general Urquiza muy amigo del presidente Mitre, me propuso ser su socio para hacer de esta maravillosa tierra el lugar de nuestros esfuerzos. 

Tú seguías mirando hacia el río, soñando el mar, en surcos que se cerrasen borrando toda huella, sembrando sólo rutas. Y volvimos a surcarlo al ser asesores de la nueva marina militar argentina que se estaba formando con Sarmiento. Viajes de ida y vuelta con Europa, comercio, construcción de naves... hasta establecerme en la recién nacida Italia abriendo una puerta que haría de Argentina meta de tantos italianos. Sueños, necesidades de dos naciones jóvenes que el mar unió con sendas de espuma y relaciones, palabras que viajaban poniendo suelo a tantos caminos. En la tierra que me acoge dejo las mías, para ti, para que las hagas volar con mi memoria." 


Tumba de Th. J. Page y su familia
Al día siguiente volví al cementerio a primera hora de la mañana para devolver el sobre que había llegado hasta mi orilla de pescador como un mensaje que había viajado por el mar del tiempo dentro de una botella. 
Ella está allí, con su corona de laurel, el rostro compungido mirando hacia el cielo, implorante. Ella es un sueño petrificado que ayer se hizo sensible en palabras y vida. Hoy es fantasma de piedra de una vida con nombres escritos sobre el agua.