miércoles, 4 de febrero de 2015

Puerta San Sebastián

Una puerta es un mapa. Una aldaba, la ilusión que traemos al llegar junto a ella.
Puerta San Sebastián es una de las más hermosas de Roma, un límite para indicarnos que la via Appia deja los campos, las memorias del viaje, para entrar en casa, en la urbe, en un lugar diverso e incluso diría en un tiempo distinto. Es el primer contacto, una mano que saluda como bienvenida y que se alza bien en alto despidiéndose cada vez que volvemos la vista atrás.
Acercarse a este lugar como meta, para quedarse, parece un sin sentido pero en este caso lo tiene. Esta puerta construida en las murallas del s. III, reconstruida en tiempos del emperador Honorio, abandonada como el resto de la muralla como un vestido demasiado grande -tanto había disminuido el cuerpo de la ciudad-, recuperada por los desvelos de Nicolás V, nos invita a quedarnos para contemplar, como ella, a los pasantes, renunciando por un momento al camino para ser piedra del dintel.

Durante mucho tiempo bueyes y carros serán nuestros compañeros. La ciudad que da nombre a un imperio, con sus miles de callejuelas y la algarabía de gentes, no se podía permitir el lujo de los ‘grandes medios de transporte’. Desde antes de la primera hora del día ya vibran en esta puerta voces y sonidos de mercaderes, soldados, viajeros de todo tipo, mendigos y paseantes, clientes y esclavos, artesanos que prestan sus servicios en la ciudad. La via Appia contiene miles de memorias de sus pasos en sus lastras de piedra y en las piedras sepulcrales que la bordean. Memorias que como rayos de luz se difunden desde la grandiosa Roma mirando hacia el sureste.
Si la Jerusalén celeste tiene 12 puertas y la Jeresalén terrena está tan lejos, destruida y luego bajo el poder árabe, Roma se convierte en una nueva Jerusalén cristiana, meta de peregrinos y lugar donde reside el poder de las llaves. Unas llaves dobles y una doble puerta: pasando por las puertas de Roma se hacía experiencia del paso a la Ciudad Santa. Si un pobre pescador o un trozo de pan podían celar tantos misterios, esta puerta que introducía a la pobre realidad de una ciudad  reducida a grandes descampados con impresionantes ruinas, unas pocas casas junto al río y unas cuantas basílicas, seguía invitando a descubrir las huellas de lo divino. Roma pasa de ser símbolo de la grandeza humana capaz de inmensas obras, capaz de vencer distancias y tiempo, a ser símbolo de cómo en la historia, tras destrucción y abandono, se puede encontrar lo eterno.
Un arcángel esculpido en la parte interior de esta puerta habla de enviados celestes en medio de luchas terrenas. Güelfos contra gibelinos que combaten el 29 de septiembre de 1327. Más que una simple lucha entre partidarios del imperio y del papado, un espejo de la realidad: la compejidad de los intereses y decisiones de cada día, de los humanos afanes, nuestro tiempo, nuestra vida ¿para qué? Los ‘Colonna’ romanos capitaneados por Giacomo Ponziano, gibelinos, contra los güelfos del rey de Nápoles Roberto de Anjou, todos entregando sus vidas no por ideales abstractos sobre la autoridad del que gobierna, sino por la concreta realización de un reino que perdure más allá de nuestras luchas. Tanto los que vencieron ese día –los romano-gibelinos- como los güelfos invocaron al arcángel Miguel en el día de su fiesta. En el silencio del ángel en piedra ha quedado convertida la ilusión de hacer partidarios de nuestras luchas entre las milicias celestes. Silencio de aceptación de nuestras pobres ilusiones.
“Attollite portas principes vestras et elevamini portae aeternales et introibit rex gloriae” resonaba el salmo mientras la puerta engalanada se convertía en arco de triunfo para la entrada de Carlos V, destructor de Roma y defensor de la iglesia romana, nuevo César que casi todos querían tener lejos pero que todos querían ver, personificando esta Roma, esclava y señora.


Como una puerta, como un breve momento de equilibrio entre realidades que une y separa, así fue el renacimiento en Roma antes del famoso Sacco de 1527. Un pasaje, un momento de esperanzas que miran hacia delante y memorias que miran hacia el camino andado. Un espacio que tiende a ser línea, de la anchura de un dintel, y no morada espaciosa.
La puerta, queriendo tanto a la ciudad, extendió sus brazos uniéndose con un arco del acueducto antoniniano. Nació entonces una especie de patio, cuenca de una mano que acoge o aprieta según el caso. Nada se pierde. Y para no perder este arco la memoria y el arte lo engalanan asociándolo, en este caso, al tanto querido Druso, le dan un nombre y una historia. El agua que pasaba inaferrable sobre este arco nos trae ahora su recuerdo. Y así esta construcción sin ser de la época de Augusto pasa a ser una memoria de su época dorada, de una persona que había encantado al mismísimo Octavio, y que nos da la bienvenida a su ciudad a su casa, a la que nunca volvió tras su campaña germánica.
Un personaje que siempre quiso vivir al límite fue un tal Ettore Muti... y eligió la puerta para construirse su apartamento de aventurero futurista cuando volvía a Roma. Ettore como pocos encarna en sus vivencias la locura de un tiempo y las contradicciones de los héroes que viven en las gestas sucumbiendo en las cotidianas batallas, viviendo para para tocar el límite sin querer cuestionarse ni para qué ni por qué. Vivir en la cuerda floja, en el breve tiempo y espacio de una vida-puerta.
Desde una de las ventanas del actual Museo delle Mura contemplo un panorama maravilloso que llega hasta la Villa dei Quintilli y me invita a ascender hasta los Castelli. Me siento guardián de la torre ante un verdeante desierto de los tártaros y viajero de las mil y una noches. Exóticas notas de música vienen del oriente, sabio y sensual como la voz de Scheherazade, traídas desde Persia por la antigua calzada. Allí, como aquí, las historias prolongan la vida y las puertas conducen a maravillosos encuentros.
Vista del Museo delle Mura en Porta San Sebastiano (Roma)

lunes, 8 de diciembre de 2014

O lo mejor o nada

A todos nos pasa. Hay pequeñas cosas con las que no somos capaces de transigir. Y aunque las llamemos manías no queremos renunciar a ellas. Son como pinceladas con las que dejamos constancia de nuestra originalidad, una firma que nos impide caer en el anonimato.
A veces son fruto de nuestras costumbres, otras veces una especie de ritual mágico, otras el inicio de recuerdos asociados a sensaciones o experiencias que queremos reevocar o que rechazamos. Reconocerlas en uno mismo se considera humildad o autoconciencia; aceptarlas en los demás es benevolencia y capacidad de comprensión. Ambas cosas son siempre más difíciles pero menos peligrosas si se cambian los destinatarios: reconocerlas en los demás o aceptarlas en uno mismo.
Reconozco, pues, humildemente, confiando en vuestra benevolencia, que en mí este mal es especialmente agudo y se manifiesta en numerosas ocasiones, sobre todo por el contexto italiano en el que me encuentro. Por la calle, a pie, en autobús, en coche o incluso en bicicleta; hojeando tranquilamente el periódico, abriendo una página de Internet o en el libreto de una ópera, no consigo que mi mirada pase sobre un anuncio sin prestarle atención, sin caer: un caso. Imagino que comprenderéis las graves consecuencias que esto conlleva en la vida ordinaria, pudiendo constituir un peligro público amén de arriesgar mi pellejo. A veces me encuentro casi boquiabierto ante un cartel y al pasar no sólo veo frases y colores: los miro, los leo, sonrío o me enfado con ellos, me sorprendo ante las inscripciones y placas que encuentro en las calles de Roma y todas las hallo interesantes: lo que digo, un caso.
En la sugestiva Piazza delle Cinque Lune un brillante vehículo plateado, iluminante sobre un fondo negro, estaba acompañado por el lema ‘The best or nothing’.
Cinco son las lunas que iluminan la historia de esta plaza, cinco lunas que brillan en el escudo de  la familia Piccolomini y que ondean como estandartes de antiguas luchas entre güelfos y gibelinos pero también que dan luz a su lema ‘et Deo et hominibus’ como en el caso del cardenal Giacomo Ammannati Piccolomini: dedicado a Dios y a los hombres en esa paradoja tan característica del Renacimiento en Roma. Muy cerca de la piazza delle Cinque Lune, en la zona de influencia de la familia, este cardenal tenía una casa que luego dejó en herencia a una famosa cortesana, Fiammetta. Realmente le había dejado toda su herencia... pero era demasiado y resultó fácil ‘corregir’ un testamento aduciendo que literalmente el pobre Giacomo tenía los sesos sorbidos por la belleza y dotes de Fiammetta.  
Hoy son nuestros sentidos los que quedan ofuscados por la claridad encerada y metálica de esta luna de automóvil inmóvil. Poseer o ser poseído: mostrar el poder en las personas y cosas sobre las que ejercitarlo y al mismo tiempo necesitarlas para sentirse potente.



En la cercana iglesia de San Agustín, en donde asistían a misa muchas cortesanas, estuvo enterrada –o lo está sin que se sepa bien dónde tras las reformas realizadas- Tullia d’Aragona, cortesana y poeta, bellísima por lo que vemos en el cuadro de Moretto da Brescia: su mirada segura, determinada y un poco irónica, sin ira, su rostro limpio, sin más adornos que en el marco de su peinado, su elegancia en el vestir no sólo con riqueza sino con la delicada suntuosidad de las pieles que parecen acariciarla. En este cuadro presta su rostro y figura nada menos que a Salomé ‘QUAE SACRU IOANIS CAPUT SALTANDO OBTINUIT’. Un poder no pequeño que la hace miserable y grande: al servicio de un poderoso y con un poderoso que la sirve.
Puede que Tullia no fuera la mejor, pero seguramente no era nada. Tampoco era una mera encantadora de descerebrados lujuriosos. La imagino bajando de su magnífica carroza -aún estaban lejos las prohibiciones de Sixto V en esta materia- ante la escalinata de S. Agustín, orgullosa en su lucha por salir adelante y prosperar en un mundo muy difícil, como siempre lo ha sido, para las mujeres. 
Hoy otra mujer nos está esperando apoyada en el dintel de su casa dentro de San Agustín. Lena, la prostituta, amada amiga de Caravaggio que ahora es María. Lena le ha dejado su rostro, su carne, a la Virgen si no desde siempre, sí para la posteridad, para nosotros. Una encarnación artística en la que el inmaculado lienzo no desdeña asumir la materia de color, la forma de un caduco y maravilloso cuerpo, con un alma creada por las manos, el sentir y pensar de Caravaggio. Atrevimientos del querer que crea.

Para mí este es el lugar donde la iglesia se hace casa, también para pecadores con los que el Maestro no tiene reparos en compartir manjar y presencia. En esta iglesia, Tullia, Fiammetta, Lena tenían su casa y este cuadro es un dintel en el que se anuncia su presencia: la Virgen, casa del Dios que la habita recibiendo de ella su calor, su vida en sangre; la casa de Loreto, casa de vida familiar en la que crecer en sabiduría y gracia, en silencios de trabajo y vida cotidiana, un lugar al que volver tras las bulliciosas jornadas entre palacios y vida cortesana; la casa que acoge a los que peregrinan en el tiempo: sucios, cansados del camino y los años. Una casa que luego, ya sin tiempo, sin espacios ni paredes, en la sombra de lo infinito, se ensancha con innumerables moradas inimaginables. En esta casa se enamoró Dios de la humildad de una chiquilla. Todo se hace nada dependiendo en todo de una nada de mujercita que es todo para él. Atrevimientos del querer que crea.
Madonna di Loreto o de los Peregrinos en la Iglesia de San Agustin

Tullia se sienta en los primeros bancos. Todos la pueden ver sin tener que torcer el cuello, sin dejar aparentemente de prestar atención a los oficios. Viendo su elegancia de haber formado parte de las ‘honestas y de buena familia’ su lema podría haber sido un “Ad meliora”, escogido entre los clásicos que la habían acompañado en su formación y que hacían de su compañía y conversación una dote en aquel entonces muy apreciada. Aspirar a lo mejor para no caer en la nada sabiendo que en ese camino se pasa por muchos momentos en que parece que lo mejor e incluso lo bueno esté muy lejos. Aspirar a lo mejor me parece mucho más interesante  y deseable que pensar de poseerlo o considerar nada lo demás.

En esta tarde invernal, ya de noche, retomo mi camino hacia la estatua que conmemora la Inmaculada, la sin mancha, ella sí única mejor, con la luna a sus pies. Dejo atrás las 5 lunas que me hablan de Fiammetta y Tullia, de una época de amantes amadas, paradójicas, pero nunca dobles. Me acompañan las palabras de esta cortesana poeta en las que noto el coraje de asumir el dolor y el rechazo como consecuencias posibles de lo que hace:
-“si yo lo hice que perdida toda esperanza mía
en guerra eterna de vuestros ojos viva”-
mientras sigue esperando, confiando, en que sus hechos no le impidan alcanzar la meta y que “sea dulce el fruto de mi bello deseo”.

Sus palabras, firmadas por su mirada de Salomé, auténticas aún en su limitación para comunicarnos todas sus complejas vicisitudes, son por eso las mejores:

S' io ' l feci unqua che mai non giunga a riva
l' interno duol, che ' l cuor lasso sostiene;
s' io ' l feci, che perduta ogni mia spene
in guerra eterna de vostr' occhi viva;

 s' io ' l feci, ch' ogni dì resti più priva
de la grazia, onde nasce ogni mio bene;
s' io ' l feci, che di tante e cotai pene,
non m' apporti alcun mai tranquilla oliva;

 s' io ' l feci, ch' in voi manchi ogni pietade,
e cresca doglia in me, pianto e martìre
distruggendomi pur come far sogllo;

 ma s' io no ' l feci, il duro vostro orgoglio
in amor si converta: e lunga etade
sia dolce il frutto del mio bel disire.

martes, 29 de julio de 2014

Efímera, imperfecta

La Roma eterna es sólo un decorado, un poco más duradero y con cambios más lentos, de la sublime y sensacional Roma: esta es la causa eterna y efímera que mueve todo. Es una ciudad construida para sentir, sensacional en el profundo valor del término. Las épocas de su crecimiento, sus lugares eran importantes en cuanto esenario de eventos, lugares de sorpresa, de conmoción, de devoción, de fiesta, de orgullo, de crueldad y gratitud. Lo estable de sus piedras, del arte que dura en mármoles, pinturas, textos... está en función de los fluidos momentos de la vida que se muestra, que se siente viva y se consuma, sonando con mil acordes que resuenan en una cávea gigante de siglos.
Desde hace relativamente muy muy poco tiempo, también en Roma, en vez de vivir los momentos muchas veces nos preocupamos porque duren, por atraparlos y mantenerlos gracias a una nueva ansia de poder. Esa ansia curiosamente deja como elementos duraderos en muchos casos basura, escorias que forman una huella demasiado permanente ante la belleza de un placer, de un uso que siempre y en todo caso es efímero. Ya no se apela a la memoria con una imagen evocadora, sino que es el mismo instante el que se atrapa en mil imágenes, comentarios, todo un banco de información atrapado en redes sociales de arrastre.
En muchos casos no se comparten las sensaciones, viviéndolas juntos, sino la efervescente sensación de contarlas. Es más, se llegan a vivir sensaciones para compartirlas como información o lo que es peor, la única sensación es el placer de pensar en cómo compartir una experiencia cuando ésta ya ha pasado. Sin abandonarnos a lo inaferrable e inenarrable nos perdemos en el cachibache que tenemos entre manos.
Demasiadas veces lo importante es tener 140 caracteres para construir un recinto de realidad, un evento, lo perfecto, concluido como una esfera sin osmosis.
Sin embargo, viviendo en Roma creo que lo perfecto y acabado no es de quí, o no lo era, al menos. Roma es imperfecta e imperfecto: el tiempo del contar, de lo que siempre está en devenir, de lo que se experimenta, de las historias y no pasa nunca a ser un punto definido, cerrado, de la Historia. Incluso las grandes obras maestras insuperables y testigos de la perfección parecen estar sumergidas en una corriente que no se para: no son islas sino cimas en un sendero. Quizás por todo ello los romanos se han olvidado de usar el pasado remoto, aoristo o pretérito indefinido, dejando todo en un pasado próximo que contiene la debilidad del recién nacido.
Recorriendo este sendero imperfecto y tortuoso, me encontré con un compañero de camino y sus historias. Algunas de esas palabras de quien ahora llamo mi querido amigo valenciano, Pablo González Tornel, las he descubierto en los libros La fiesta Barroca y Santo Tomás de Villanueva. Culto, historia y arte. Me senté a la vera del camino para contemplar y disfrutar con su trabajo.  Su voz primero y luego su pluma me mostraban el encanto y belleza de lo efímero, paradójicamente la condición primordial a la hora de considerar la historia: revivir lo que era con lo que nos queda.

De sus palabras nace esta reflexión y un estímulo para seguir mi camino. En Roma hay pocos lugares, aunque significativos, donde encontrar testimonios relativos a Tomás García Martínez, santo Tomás de Villanueva. No creo que muchos conozcan ni a este personaje –podría ser un don cualquiera con ese nombre- ni estos lugares, pero os invito con estas líneas a recoger estas huellas y encontrar todo un derroche de energías, sentimientos, bellezas que lo acompañaron produciendo momentos efímeros profundamente sentidos.

 
Capilla de S. Tomás de Villanueva de Giovan Maria Baratta, Ercole Ferrata y Andrea Bergondi. Iglesia de Sant'Agostino, Roma.
Su canonización el 1 de noviembre de 1658 no fue de las más sonadas pero estaba llena de ese espíritu de fiesta y sentimientos. Era una nueva representación colectiva en la que durante 8 días se montaba un gran espectáculo, un auténtico teatro en Roma con todo tipo de decoraciones pensadas para asombrar, hacer disfrutar, conmover, sorprender... No se trataba sólo de informar sobre este Tomás: agustino, confesor de Carlos I, arzobispo de Valencia, gran orador y famoso por su generosidad en ayuda de los más necesitados. Estos eran los datos, pero podrían ser otros, podrían ser más espectaculares o menos, lo importante es que se celebraba y, además, en una canonización, se celebraba Roma como representación de todo el mundo, incluido el ultraterreno de la Jerusalem celestial. Nada más y nada menos.
El evento era sentir y celebrar un triunfo al estilo de la antigua Roma: la victoria de cada hombre, aunque fuera el simple seguir vivo, era la victoria de Roma. El evento era sentir la belleza de compartir la alegría en una boda gigantesca, mientras Giovanni Maria da Bitonto, el encargado de la gran coreografía, iba vistiendo la basílica y la ciudad con la misma expectativa y sensualidad con la que antiguamente se preparaba a la esposa: paratam sicut sponsam ornatam viro suo.
Y así, en toda esta fiesta, en este sentir y consentir se gastaban fortunas, tiempo, obras de arte que luego se desmontarían, efímeras flores, todo ¿para qué? ¿Para celebrar un santo famoso por dar limosnas? Lo mismo que el frasco con el perfume caro, toda esta parafernalia, pompa, dispendio y aparato ¿no se podría invertir para dar a los más pobres? Un eterno dilema para el que no hay recetas. El placer de un perfume, una melodía, el gusto especial de un plato delicioso, un buen vino, una carcajada, un vestido especial ¿cuándo lo efímero es injusto? ¿Qué convierte su aroma en un daño que entristece en vez de producir placer? ¿Ante los dolores propios y de los demás cabe la ligereza de una danza?
Es la locura de la vida que se derrocha, que no deja de consumirse dando a cambio sólo el vivir, ojalá sintiéndolo y compartiéndolo. La gratuidad del arte, inconsciente y quizás por eso generoso como un fruto de amor, es como una música que llora o ríe pero que va más allá de la mera sobrevivencia para con-vivir, con-mover.
Ante el gran teatro y adornos, en la Roma de Alejandro VII, pienso que vale la pena todo el esfuerzo, trabajo, arte e historia que producen los placeres efímeros. Me asombro, los admiro y con placer los descubro con mis ojos convertidos en manos. Esa belleza efímera es una medida de la vida: no segundos, sino momentos, sensaciones.
Cuando el vino no es sabor y aroma sino sólo una mercancía, cuando un cuadro no es una fuente de deleite cada vez que se ve sino sólo una inversión, cuando una fiesta no es compartir emociones y vida sino un escaparate del propio poder... Entonces, en vez del placer que nos une en el tiempo y que en él se acaba, lo usamos para abusar y mostrar que es sólo de unos pocos que se lo pueden permitir. Cuando el placer es igual al lujo sólo los lujos producen placer. En ese momento el deleite no llega como un regalo, fruto de mi relación con las cosas, sino que está encerrado en mí, en la satisfacción de estar a mi disposición. Cuando dejan de ser efímeras para ser una posesión, cuando dejan de ser un regalo que la vida ofrece para ser un deber que exijo, la belleza, las más hermosas sensaciones, el arte que sublima lo vanal, todas, se hacen moneda, se estancan... y paso a vivir para contarlas en vez de vivir para disfrutarlas. En cierta manera, al intentar poseer, soy poseído, realmente enajenado, no con el éxtasis efímero que me hace superar los límites, sublime, sino con la limitación y pérdida de mi única propiedad, de mí.
Capilla de S. Tomás de Villanueva en la iglesia de Sant'Agostino. Curación de un poseído.
Cuanto más individuales son nuestros placeres más cerca estamos de querer encerrarlos como una posesión nuestra, como una satis-facción. Basta, medida colmada. Y así construimos sólo hórreos en vez de plazas. La alegría multitudinaria, democrática – de todos aunque hubiera jerarquías muy definidas-, transversal que en Roma explotaba por los motivos más diversos, lista siempre a aflorar y a desbocarse, ha construido tantos espacios: necesitaba el teatro de una ciudad.

Ahora, casi todas las funciones se han suspendido y, un poco nostálgicamente, la función primordial pasa a ser contemplar el mismísimo escenario, pasear por él, imaginarse otros actores, otras historias y actuar lo cotidiano como si nada fuera.

miércoles, 9 de julio de 2014

Buriel


El fuego no se puede contar y tampoco sus sombras. El fuego que estudiamos no nos calienta y es imposible imaginar el calor sin sentirlo.
Si hablamos de fuego enseguida me vienen a la mente conceptos como luz, intimidad, fiesta, compartir, calor; pero poco después surgen otros como incendio, cenizas, quemaduras, desolación.
Una potencia siempre compleja, ambigua o al menos paradójica: amorosa y destructora, cálida y vital o destructora y torturante que reduce todo a escombros carbonizados de donde se ha escapado la vida consumida en humo y violento crepitar. Estos dos aspectos son los que se dieron cita en mi imaginación al contemplar recientemente el arte del Baciccia en la iglesia del Gesù.
¿Por qué el Baciccia me quemaba y atraía al mismo tiempo?¿Qué concepto, con qué palabras, podría expresar estas dos caras de la realidad? Por casualidad inicial y búsqueda después, me encontré con el italiano ‘buio’. El ‘buio’ no es la oscuridad, no es una negación, sino un color y una situación existencial. Para desentrañar el contenido que encierran estas simples 4 letras me ayudó entrar en su historia, en su familia, seguir un hilo que salvando el laberinto del uso secular, fuera una mano a la que asirme para iniciar el camino sin volverme. Y qué alegría al encontrarme con papá ‘burius’ y mamá ‘urere’. Burius designa un color rojo oscuro, intenso pero apagado, un rescoldo, en el que se muestra la energía luminosa que fue en lo que que queda: los residuos de la combustión. Es siempre ‘burius’ el que está detrás del brown inglés y del braun alemán, designando en origen una extraña mezcla entre naranja y negro.
Entre los parientes del ‘buio’ italiano han quedado, como hermano pobre y casi desconocido en nuestros días, el español ‘buriel’ y la pequeña hermanita italiana ‘burella’ que da nombre tanto a un tipo de vaca lechera –bien morena para diferenciarla de las trabajadoras vacas blancas- como a una ‘oscura’ calle del centro de la bella Florencia.
En mi imaginación todo empezó cuando vestido con un paño buriel –ahora lo puedo decir- iba capeando los empellones del viento que se empeñaba en hacerme rodar hacia la plaza junto al palazzo Altieri. Buscando refugio del viento endemoniado me imaginé con los pies descalzos de los peregrinos caravagescos, uno más sin más, en la gran aula del Gesù, abierta, sin columnas: una plaza pero sin viento a inicios del s. XVI. Antes del gran Colegio Romano, antes de las universidades, antes de esa plaza cubierta de glorias en frescos, estuvo la gruta en la colina que hoy es Trinità dei Monti, los hospitales de fortuna, la casa de Santa Marta delle Mal-maritate. Brasas que han dado luz y se han consumido por un calor que no va más allá del conctacto, que no se puede fijar, que es un derroche de energías, que no produce intereses pero que se propaga y sin el que la vida sería un frío aburrimiento de muerte.



El Baciccia –siempre me hace sonreír el sonido de este apodo de Giovanni Battista Gaulli- no pinta la luz, incendia; su oscuridad son carbones, sus sombras tienen un cuerpo que danza. La maldad es un frío fuego fatuo y la gloria una pasión coral de llamas y cuerpos que se pasan destellos del incandescente blanco al tibio anaranjado. Los personajes son un pardo y contradictorio buriel: un paño de humilde humanidad contradictoria, capaz de alimentar la luminosa gloria acercándose a ella y quedarse como ennegrecido tizón al alejarse de la fuente de luz y calor. Enciendo una vela para tener cerca una luz de verdad, que se siente, baila, calienta. Frágil y voraz.
También buriel podría ser el color más apropiado a la hora de definir los vestidos de Ignacio conservados en su pequeñísima celda engullida por un laberito de pasillos y nuevas construcciones que a drede no la han digerido. También de buriel está vestido Ignacio en los frescos de Pozzo, y burieles han sido las vidas de José Pignatelli y Arrupe, separados por un centenar de años para no coincidir en vida y sólo por un metro para acercarles en la memoria de sus sepulcros. Por cierto, si José Pignatelli pasa desapercibido en su sepulcro, tiene un busto maravilloso del escultor Solá en el presbiterio: en su sepulcro, las cenizas; en el altar, la gloria luminosa. Parece que en la dura piedra se encarne el espíritu de sobrevivencia de la orden de los jesuitas: reducida a huesos, pero siempre determinada. Este aragonés, cuando ser aragonés podía significar tener raíces napolitanas, mantuvo vivo el rescoldo, oscuro pero cálido, de esta paradójica Compañía cuando se la había declarado difunta pero no acababa de morir. Y quizás la alegría y el razonado asentimiento que muchos experimentaban viéndola en su triste final se frustró con la descabellada ilusión de este aragonés por ser jesuita a pesar de la edad, de la familia, de su enfermedad, de la lejanía e incluso a pesar de que oficialmente los jesuitas ya no podían ser y no quedaba ninguno por estos lares tras la bula del mismísimo papa Clemente XIV. Grandes de linaje y recursos, como el delgado Pignatelli que nos muestra el mármol, que se queman ardiendo como ascuas en oscuras historias y luego dan a luz una gran hoguera. Tan sólo huesos, pero huesos de locura o enamorados, que en su nada descarnada tienen el paradójico poder de acercar, de congregar, de saltar más allá del poco tiempo en que eran auto-móviles para luego ser velas empujadas por un soplo de viento, divino para unos o endemoniado para otros, en ambos casos igualmente incomprensibles, como lo ardiente y oscuro, buriel.
Salgo a los aires furiosos de la plaza y me encuentro con el anaranjado atardecer que va apagándose: el ‘imbrunire’ italiano que tanto me gusta. Un tiempo que como nuestra alba, se viste de un color tan especial que le da nombre propio.
Una ‘apetta’, una de esas motos con remolque que parecen zumbar en el equilibrio inestable y juguetón de sus tres ruedas, pasó a mi lado. En su toldo de tela franciscana, escrito con letras blancas: Cavalier G. Zazzaretta, legnami (maderas). Me imaginé a Petronio haciendo entrar a esta hora del atardecer en su cena de Trimalcione al Cavalier Zazzaretta, jovial y mordaz, siempre listo a una buena salida irónica. Un auténtico nombre hablante, digno de una ocasión tan especial. Hay nombres que hablan, que suenan y resuenan, sugiriendo significados, jugando con otras palabras, trayendo a la mente imágenes. Nombres contradictorios, muy humanos, en una mezcla bien saturada de alturas gloriosas y lodos que cubren en las caídas.
Caminando ahora ya en la oscuridad que en Roma es ‘buio’, subo por via IV Novembre y paso junto a los Mercados de Trajano. Una torre inclinada, como de puntillas sobre el Foro de Trajano, se asoma para ver la ciudad en sus incendios apagados y sopla memorias para reavivar las llamas de la ilusión. A ver si vemos lo que será.

sábado, 31 de mayo de 2014

Despiadada


En Via della Gatta, saludando al felino de piedra que tranquilamente dormita en la cornisa de la parte posterior de palazzo Grazioli, nos paramos un rato para tomar un café en un precioso bar al otro lado de la calle. Parece que el bar participa de la elegante suntuosidad, para nada afectada sino cuidada y elaborada por los siglos, de la Galleria Doria-Pamphilj que está situada en los pisos superiores. Milagros, bibliotecaria del Instituto Cervantes, con su mirada pilla y atenta, me habla de su vida romana a pocos meses de regresar a su querida Zaragoza. Y me dice: “Roma es una ciudad despiadada”. Luego, seguimos nuestro itinerario disfrutando de otros lugares de la cultura española en Roma, pero su frase se me ha quedado grabada.

Yo siempre he pensado que Roma es una ciudad de ‘piedad’, como escribí hace poco refiriéndome a mi última visita a la Galleria Borghese. Sus contradicciones, sus miserias, hacen comprensibles e incluso disculpables las nuestras y nos ponen ante esa ‘pietas’, esa aceptación de la historia y de la propia historia. Y no entendía cómo Roma podía ser despiadada.
Pocos días después, en el patio de S. Carlo alle Quattro Fontane esperando a Vicente, un joven cura vasco superior de los trinitarios que allí tienen desde hace siglos su casa, su patio, su iglesia, sentado a la sombra de los naranjos mientras varios gatos ronroneaban al sol rodeados de pequeñas fresas silvestres seguía pareciéndome increíble y exagerado calificar a Roma como ‘despiadada’. ¡Qué bien se estaba allí! Y, sin embargo, la Roma de Milagros era de otra forma, y quizás había visto un rostro que yo desconocía ¿Cuál era? Recordé que ella me hablaba de los muchos lugares, propuestas, itinerarios, historias que la ciudad contenía como un mundo inabarcable y que tenía que abandonar. Ciudad despiadada, ilimitada, titánica porque no te permite ni el reposo ni el conocimiento que siempre es com-prender.
Un piano tiene 88 teclas y, a parte de la similitud entre el 8 y el símbolo del infinito, no hay nada de más concreto, limitado y a mano, que las teclas de un piano. Gracias a su limitación podemos disfrutar con una infinita variedad de posibilidades que nacen del arte, de esa genialidad llamada música. Notas y teclas limitadas que permiten infinidad de composiciones. Pienso entonces que Roma es un piano con cientos, miles de teclas, un abecedario incalculable... y la veo, ahora sí, despiadada. En la tranquilidad del patio, pensando en la increíble variedad de lugares-teclas de Roma, me siento incapaz de abarcarla, de abrazarla como quisiera, de componer una pieza con inicio y fin, condenado a la impiedad que destila lo que no podemos com-prender. En ese sentido nada hay más despiadado de la Piedad de Michelangelo, piedra de toque de la muerte que no conseguimos dominar y queda siempre como el límite tangible de nuestros anhelos.
Esa ciudad que como compañera está tendida a mi lado desde hace 15 años, por primera vez se me presenta como una mujer fatal que esconde una historia y un cuerpo que seguirá celando misterios. Nunca seremos conquistadores sino conquistados. Esquiva y despiadada, juega como los gatos, concediéndose y apartándose.
Absorto con mis pensamientos, mis ojos ven sin mirar. Están fijos en un pequeño muro que delimita el sendero entre los naranjos. De repente, me doy cuenta de lo que está pasando ante mi mirada. Una pequeña araña da vueltas rapidísima entorno a una hormiga dejando, como una estela invisible, hilos que la atrapan. La hormiga intenta salir de ese círculo invisible luchando contra su destino. Yo permanezco en mi trono olímpico contemplando la tragedia vital de esos seres en una lucha heroica por sobrevivir: mors tua, vita mea, también en Roma.
Gira, gira, gira la araña conquistando su presa que ya casi no tiene espacio. De una grieta en el muro salen otras 2, luego 3, 4 hormigas que con movimientos nerviosos se acercan hasta el campo de batalla. Empiezan a dar fastidio a la araña que se distrae de su fiebre danzarina. Al final, la araña, hastiada de tanto incordio y quizás ya dudando de si su pequeña presa vale la pena, se va de puntillas, casi volando, araña de pies alados. La hormiga prisionera, viendo su prisión sin guardián, se anima y las otras desde fuera contribuyen a destruir con pequeños mordiscos la invisible prisión de sutiles hilos. Al final, como una explosión de júbilo se reunen y empiezan una danza goliárdica de puro placer vital mientras la acompañan hasta su grieta-refugio, en una muda alegría que me conmueve.
Roma también es capaz de atraparte y devorarte, inmovilizándote con sutiles hilos. Roma, teclado de interminables blancas y negras, danzarina de mil vueltas que embriagan hasta un éxtasis que te agota, derviche que mendiga ante ti conduciéndote en cada vuelta a un mareo de sensaciones.
Poco después, siguiendo a Vicente, subo por la escalera elicoidal del Borromini hasta la maravillosa biblioteca de los trinitarios. Curvas que van ascendiendo y que parecen no tener fin. San Carlino, tan pequeño y con tantos secretos en sus juegos de cóncavos y convexos, un rincón donde descubrir también la despiadada realidad que va más allá de la línea recta. Curvas y arco que mantienen incluso ese cuerpo lineal de maderas y libros que parece contener todos los intentos por entender algo de lo que somos, de lo que Roma es.

Acepto mi poquedad y el juego de esta Roma, sabiendo que durante este tiempo mío me encontraré con Vicente, Javier, Milagros, Aarón, Isabel... entrando gracias a ellos, con ellos, en tantas grietas abiertas en la historia, como esta borrominiana, en donde encontrar refugio.

martes, 13 de mayo de 2014

Mayo en Roma

Las carreras de las golondrinas en la mañana llena de luz tras una noche de lluvia intensa. Las largas jornadas de mil matices que anuncian la irrupción de un tiempo nuevo. El brotar de nuevas fragancias y colores, el pleno y enjundioso verde de las hojas nuevas y la hierba que invanden los viales y los rincones queriendo ocuparlo todo con su vitalidad. Todo ello en un tiempo dedicado a las prestaciones, a la necesidad de producir resultados evaluables o a evaluar los resultados como medida de tantos esfuerzos. Mayo y junio son meses que tensan a los que viven el final de los cursos académicos, actores y tramoyistas ante una gran representación. Meses que desaparecen haciendo mutis tras la luz del flexo, de la biblioteca, del estudio, para luego dejarnos ya en la certeza del cambio acaecido.
Mayo es un tiempo de agitación y frenesí, de vida hiperactiva donde la contemplación tiene que ceder el paso -el deber llama- a las múltiples solicitaciones que exigen una respuesta. “Responsabilidad” resuena como único nombre de mi lista de asuntos pendientes.
Quizás, en alguno de nuestros desplazamientos con prisa, nos demos cuenta de la reja cubierta de pequeñas rosas silvestres florecidas como dulces girones de nata que se degustan a cucharadas de aire cálido. Quizás notemos los jazmines repletos de hojas de un verde luminoso mientras sus pequeñas lanzas blancas se ponen en el ristre de los barrotes rozándonos la piel. Pero ni siquiera estas fugaces incursiones del mayo romano consiguen hacernos llegar la invitación anunciante escrita en la luz de algún rayo de sol. Ni siquiera la noche se convierte en lugar del descanso o del encuentro.
De todas formas, en medio del ir-y-venir y de la búsqueda de atajos para llegar antes, hay veces en que es tal la fuerza centrípeta de un lugar que me empieza a atraer con la sensación de una liviana e inexplicable gravedad haciendo de mi andar una órbita... y que no me vaya por la tangente.
Un agujero blanco me atrapó en la olvidada via degli Artisti. Nada más y nada menos que la calle de los Artistas en Roma. Una calle sin los caballetes de la cercana Trinità dei Monti, sin gente que pasea viendo escaparates, sin las tiendas de anticuarios de via dei Coronari, sin talleres de pintura ni de orfebres o bisutería. Una calle más bien estrecha, en subida, de las que simplemente recorres para llegar más allá de ella y quizás lo antes posible. Cierto, toda esta zona en torno a Piazza di Spagna está llena de recuerdos y presencia de artistas, como casi toda la ciudad. Pero esta calle no es nada especial, es un recuerdo dedicado a los artistas sin nombres propios, sin placas ¿quién se acuerda de los pintores nazarenos que aquí vivieron y dan nombre a la calle? No tiene la placentera, misteriosa y cinematográfica superficie de via Margutta, asociada a grandes pintores y academias. Una calle de artistas que no sabe de serlo, como una parábola de la perenne lucha entre gratuidad y necesidad.

Tras una reja se abre el único jardín de una zona famosa en otros tiempos por alojar piezas de la más hermosa naturaleza en la villa de Lucullo. En esta mañana, en esta calle, ese jardín y una blanca fachada son la única andanada de sol que estalla justo ante la hendidura de una calle-escalinata, silenciosa y poco frecuentada, que desciende hacia Via Veneto.
Es una de las calles que menos cuenta, que menos aparece en las guías, sin grandes restaurantes, ni hoteles, sin tráfico ni carteles. Lo que no aparece, lo que no es famoso, no existe. Las horas de estudio de las que son testigos los libros y quizás alguna bibliotecaria, no son nada sino están en la red, quizás expuestas como un mudo monólogo interior en algún vídeo. No sé si también esta intimidad del estudio, de la propia dedicación al trabajo, el momento de la inspiración o de la frustrante vastidad de la materia, se han de convertir en objeto público para tener derecho a existir. Ya no es un cuadro, una escultura, un edificio, una novela, el objeto de contemplación y meditación: ahora es el proceso el que obtiene espectativas y espectáculo. Una vez vendido el proceso la obra final será una mera consecuencia.
En un contexto riquísimo de lugares, tantos y famosos, este jardín, esta fachada blanca, esta iglesia dedicada a S. Isidoro, el Isidro patrón de Madrid, pasan completamente inobservados. Como las naciones, los eventos, las personas, que entre el cúmulo de cascotes de guerras, el polvo del olvido, el brillo de fabulosos tesoros y las ruinas de la ignorancia, han ido quedado desplazados a un tiempo de pequeña historia y sin crónica. La fama, siempre caprichosa y no siempre unida a la gloria, era un salto hacia una cierta eternidad, al menos tanta como inmortal era la obra y la memoria tangible. Ahora parece un sinónimo –aún más etéreo- de nuestra breve existencia. ¿Habrá algo que nos haga ir más allá?
Quizás rebuscando en lo más escondido que sigue existiendo, precisamente por ser lo común a esa eterna historia nunca escrita, podamos encontrarnos a gusto, con un poco de esa calma que parece se nos concede cuando saboreamos algo que es de verdad. 

La historia de este San Isidro respresentado en una pose y figura poco habitual para un hispánico en el cuadro del altar; las vicisitudes del franciscano irlandés Wadding que re-fundó la iglesia poniendo a S. Patricio junto a S. Isidro; la pequeña y maravillosa capilla barroca dedicada a la Inmaculada con la maestría de Maratta y Bernini. Quizás allí, entre memorias tumbales que nos llevan a los mares del norte y nos traen brumas que nieblan la vista, oigamos el destello satisfecho de esa vida que va creciendo en la oscuridad del trabajo y las mil ocupaciones que van ocupando nuestro tiempo al parecer ocultándonos y ocultando la luz de mayo. También en mayo llueve y tal vez por ello la historia no se vuelve árida, es más, riega las raíces que crecen, sustentan y dan nutrimento sin ser vistas.