lunes, 31 de marzo de 2014

Ligero


Para caminar, sobre todo para subir. 
Para recoger, con intención de compartir. 
Para poder cambiar y también para quedarse sin más problemas. 
Para que el sol caliente la piel y darme cuenta.
Ahora sé que hay momentos de ligereza que hicieron especial mi sábado. Cargado con el fardo de las preocupaciones, del sentido del deber, de las responsabilidades, de las aspectativas, de la propia historia, hay momentos de maravilloso equilibrio en que el tiempo y la propia existencia se transfiguran. Ligero se hacen el aire y el tiempo que pasa como una brisa imperceptible, como el trazo ligero dejado por los delicados dedos de mi hijo.
En ese instante que, como una eternidad pregustada, no sabría indicar cuánto dura, las palabras surgen del corazón con agua de recuerdos, imaginación, razones y sentimientos. La luz de una jornada soleada se confunde con la luminosidad de las presencias: compañeros de camino y personajes venidos del pasado que se aparecen como notas de color entre la luz de un día especial.
'Volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance'... no como final de un lance sino como señal, como prenda de lo que es tan real que no puedo abarcarlo de una sola vez.
En el Gianicolo, Jano abrió el momento y luego S. Pedro con sus llaves ese cielo que por ser en la tierra se iba haciendo con tantos pasos. Un itinerario que de reprente me iba dejando ligero, lleno de todo lo que había sido y al mismo tiempo con lo único que contemplaba en esos momentos.
Hay ‘Roma-fanías’ que consuelan al llevarte a rozar la eternidad de la que está preñada el tiempo.
El sábado pasado me he sentido ligero, pronunciando a cada instante aquellas palabras de Salinas:
Todo dice que sí.
Sí del cielo, lo azul…
Es el gran día.
Podemos acercarnos
hoy a lo que no habla.



Hagamos tres chozas. Quedémonos con esta luz, presencia y no-tiempo para seguir aceptando, sin convertirlos en cargas, los eventos de nuestros días. Es el sentimiento de quien encuentra lugares que no pasan, que se quedan, que dejan huella. No son sólo lugares que han alojado a personas,  sino que han pasado a formar parte de la vida -mía, de un grupo- que se caracterizan y nos caracterizan.

Sólo un gracias puede ser una palabra para no hacer pesada la ligereza que me ha conquistado y seguir compartiéndola.

domingo, 2 de marzo de 2014

En un rincón, un jardín.

Apenas dejo via Zanardelli sonrío. Es como si entrara en una Roma amiga, de recovecos, lugar de encuentros y aventuras. En lago Febo no puedo dejar de entrar en mi librería preferida de libros antiguos o simplemente viejos, que de todo hay. La pequeña iglesia dedicada a Sa Nicola dei Lorenesi y Santa Maria dell’Anima me saludan antes de adentrarme en el callejón oscuro junto a los altos muros de Sta. Maria della Pace. Es un desfiladero de emboscadas imaginarias, un lugar que no parece encajar con las callejuelas del entorno en las que los muros de simples casas parecen acercarlas unas a otras e invadir la cotidianidad de los viandantes. Al pasar bajo el arco y ver ya la luz de la pequeña plaza me encuentro con Pino y Marisa. Hoy es su día de descanso en el restaurante Al Fontanone y pasean juntos, agarrados del brazo. Son ya abuelos y siguen concediéndose al trabajo honesto y al placer de estar juntos disfrutando de la ciudad. Mi desfiladero me ha traído esta bonita sorpresa.

Pero mi objetivo, al llegar hasta este rincón de Roma, era el Chiostro del Bramante que alberga una exposición sobre pintores de finales del s. XIX. Hay lugares únicos que parecen unir un encanto o armonía primordial con los aportes de quien ha notado esa armonía y la ha hecho suya, enriqueciéndola de forma personal. Si me permitís la comparación, es algo parecido a lo que pude experimentar cuando, en el pueblo de mi madre, paseaba con mi tía-abuela por la huerta y los corrales buscando los lugares especiales que las gallina escogían para poner huevos. Especiales para ellas, por ellas y luego también para mí.
El claustro es un lugar acogedor, para deambular sin perderser y sin meta. Para entrar en las salas hay una pequeña puerta, la entrada a una celda, a espacios que nunca serán amplios pero sí dispensadores del silencio y la soledad necesaria: paredes y fondos negros para estar tú a tú con colores, figuras, historias.
Traspasando esa pequeña puerta entro en un mundo de formas silenciosas, de bellezas delicadas, de arquitecturas perfectas, abiertas a jardines maravillosos de los que nos llega el perfume, naturalezas con una brisa que nos acaricia, soledades que resuenan con sentimientos trágicos.
Allí me encontré con jardines de arte cargados de significados e historias que la vida imita: “Life imitates Art far more than Art imitates Life” como diría por esas fechas Lord Henry Wotton en el Retrato de Dorian Gray. La realidad es un inicio, palabras, para luego componer frases originales, llenas de una belleza muy personal, refinada y dandy. Y así, voy recogiendo frases: Eléboros de alto talle que devuelven la salud mental mientras a su lado pasan personajes devorados por la pasión; asfódelos de hojas espinosas y profusamente florecidos en la punta para llevarnos hasta el Hades de los mediocres o, simplemente comunes habitantes en los que se mezcla el bien y el mal; aquilegias de un azul intenso en las que se recoge el agua del tiempo y las historias como las de Antígona o Esther; lirios de amor fecundo y regalo de elección por el esposo del Cantar de los Cantares; madreselvas con el intenso perfume del amor y el abrazo invencible de la muerte; y un diluvio de rosas damascenas, rosas otto, paso entre el cielo y la tierra, quintaesencia de las rosas y esencia destilada en perfumes tan intensos como preciosos, evanescente y pura hasta quedar reducida a un eco de mero nombre,
“la que no tiene símbolo ni signo…
la que se acontenta con el encuentro
de su color y tus ojos”, palabras hechas arte que sobreviven a la misma realidad.
Al mismo tiempo, descubro perfumes y superficies, pintados y que impresionan los sentidos. Sus pétalos suscitan recuerdos olorosos mientras mis manos parecen acariciar las sutiles telas y las lisas superficies de mármol bajo la atenta mirada de mujeres hermosas, misteriosas, aparentemente acogedoras y serenamente terribles, situadas más allá del tiempo en un mundo de cuentos o en el desván donde quizás esconden las miserias de la vida y la conciencia.
Y tantas miradas que me esperan. Flores, superficies y miradas.
Un joven sentado en un trono rehuye la mirada hacia el presente, está de lado, mirando hacia el pasado, mientras el futuro lo espera para llevarlo hasta el natural desenlace. Paisaje de tiempo y miradas, de horas con guadaña en un ciclo que no deja de cumplirse aunque parece suspendido en un momento eterno: la madre contemplando los alegres juegos del niño antes del baño. El tiempo parece estar fuera, como una de las pequeñas sandalias, dejada de lado, más cerca de nosotros que de ellos en una complicidad sin final.
Una hermosísima joven esconde su mirada apoyándose en la repisa de una chimenea, la mirada de Esther serenamente sentada contemplándote e invitándote a sentarte y charlar un rato con ella, la mirada de Heliogábalo desde lo alto de su refinadísimo triclinio mientras una lluvia de rosas maravillosas inunda hasta ahogar algunos invitados. El lecho de rosas sibarita puede ser una tumba de rosas, el ocho tumbado que pasa al infinito. Rosas de ocho pétalos y variedades antiguas rescatadas como tesoros custodiados por las arenas de la imaginación. De nuevo flores, miradas, tacto de refinados materiales.


Salgo al porticado superior del claustro como si entrase en una habitación de casa tras haber paseado entre jardines abiertos en paredes negras. Poco a poco, sentado ante un café mis ojos se van acostumbrando a la luz doméstica del día mientras mi memoria y mis dedos juegan con las notas de La jardinera que tengo grabadas junto con la voz de Imanol:



Para olvidarme de ti,
Voy a cultivar la tierra,
En ella espero encontrar,
Remedio para mi pena.
Aquí plantaré el rosal,
De las espinas más gruesas,
Tendré lista la corona,
Para cuando en mí te mueras.

Para mi tristeza violeta azul,
Clavelina roja pa' mi pasión,
Y para saber si me correspondes,
Deshojo un blanco manzanillo.
Si me quieres mucho, poquito o nada,
Tranquilo queda mi corazón.

Creciendo irán poco a poco,
Los alegres pensamientos,
Cuando ya estén florecidos,
Irá lejos tu recuerdo.
De la flor de la amapola,
Seré su mejor amigo,
La pondré bajo la almohada,
Para dormirme tranquilo.

Para mi tristeza...etc.

Cogollo de toronjil,
Cuando me aumenten las penas,
Las flores de mi jardín,
Han de ser mis enfermeras.
Y si acaso yo me ausento,
Antes que tú te arrepientas,
Heredarás estas flores,
Ven a curarte con ellas.

Para mi tristeza...etc.


La jardinera (Violeta Parra)


martes, 11 de febrero de 2014

Piedad


El agua había caído abundantemente durante toda la semana y hoy no iba a ser diferente. A las nueve de la mañana Villa Borghese ofrecía un espectáculo invernal perfecto. El olor de la tierra mojada y las hojas marchitándose; la luz que apenas atravesaba el velo gris de las nubes y el extraño silencio que permitía escuchar las gotas de lluvia.
Las salas se nos concedían con la amorosa calma de los días en que la vida dentro casa parece un tesoro encontrado entre los rincones más conocidos.
Ibamos caminando con lenta despreocupación de vagabundos, disfrutando de las historias que surgían como si las obras de arte fueran un ‘incipit’, una letra capital que en su belleza nos preanunciaba vidas e imágenes. Sabíamos que la lluvia de fuera era nuestro reloj, cadencia pausada aunque inexorable. Y seguíamos adentrándonos en ese bosque de salas. En una de ellas mi hijo me preguntó por una obra indicándomela. Es curioso como muchas veces la atención, ante la plenitud y multiplicidad de las cosas, pasa inadvertidamente ante detalles e incluso ante realidades enormes que sorprenden inmediatamente a otros. También en el espacio, como en la historia, son necesarios tantos ojos, tantas vidas que al menos en un lugar y tiempo común se den el relevo.
Y allí, ante nosotros, la historia de Eneas volvió a irrumpir con la fuerza de unos momentos dramáticos entre la destrucción de Troya y una huida enloquecida: 
"Pronto, querido padre", le dije, "súbete sobre mi cuello, yo te llevaré en mis hombros, y esta carga no me será pesada; suceda lo que suceda, común será el peligro, común la salvación para ambos. Mi tierno Iulo vendrá conmigo y mi esposa seguirá de lejos nuestros pasos. Vosotros mis criados, advertid bien esto que voy a deciros. A la salida de la ciudad hay sobre un cerro un antiguo templo de Ceres, ya abandonado, y junto a él un añoso ciprés, que la devoción de nuestros mayores ha conservado por muchos años; allí nos dirigiremos todos, yendo cada cuál por su lado. Tú, padre mío, lleva en tus manos los objetos sagrados y nuestros patrios penates; a mí que salgo de tan recias lides y de tan recientes matanzas, no me es lícito tocarlos hasta purificarme en las corrientes aguas de un río..." Dicho esto, me cubro los anchos hombros y el cuello con la piel de un rojo león, y me bajo para cargar con mi padre; el pequeño Iulo ase mi diestra y sigue a su padre con desiguales pasos; detrás viene mi esposa. Así cruzamos las oscuras calles.” (Eneida, Libro II, traducción de Eugenio Ochoa).

En los ojos de los tres personajes había tres mundos, el amante de una diosa, el pre-destinado, el primogénito de una estirpe. Bernini ha sido fiel al texto de Virgilio centrándose en las figuras masculinas y dejando a Creúsa, la esposa de Eneas, en una sombra trágica. Ella permanece en un deambular entre las sombras lúgubres de la ciudad incendiada, se queda atrás sacrificando la propia existencia. Su desaparición de la historia pasa a ser un signo y holocausto aparentemente necesario para lo que está por venir. Entrega su testigo a las sombras que no podrán hablar más de ella ni gritar las culpas ni de la Historia, ni de los dioses ni de los hombres. El por-venir de Eneas se entrelaza entonces con el de su padre y su hijo, como en esta escultura, cortando el hilo que lo legaba a la hija de Príamo y a Troya.
En esta mañana lluviosa la piedra se hace soporte, material de unidad de las tres vidas representadas. Sin embargo, el material vital que los ponía en contacto era la piedad o quizás sería mejor decir la ‘pietas – eusebeia’ pues las cosas han cambiado mucho al utilizar esta palabra.

La piedad ahora se entiende como un acto de misericordia, de empatía, como un sentimiento de compasión siempre desde lo alto hacia lo bajo. La ejerce quien tiene una situación mejor, e incluso derecho, renunciando al ejercicio de ambos para no causar daños u otorgar algún beneficio. También se puede entender en cuanto referida a las prácticas religiosas, a una devoción medida en actos de culto público o privado.

Sin embargo, para Eneas la piedad, lejos de ser un sentimiento que nos une a las desgracias de alguien, era la historia que le tocaba, y le tocaba con sus manos rugosas o los gordezuelos dedos de un niño. Una historia que llamaba a su puerta y a la que necesariamente tenía que abrir, igual de inexorable y unida involuntariamente al nacer y al morir. Por el simple hecho vivir la piedad te introducía en una sociedad, en una familia e incluso en un orden cósmico y divino. Los penates, tu padre, tu hijo, la ciudad que arde, todo está unido y forma parte de la propia historia con precisas obligaciones. La piedad era entrar en esa historia y asumirla, se situaba en el ámbito de la justicia y no en el de la caridad o el amor. La piedad era la virtud de la Historia en conflicto muchas veces con la propia historia, recordando a la libertad la contingencia del propio origen y destino, dentro de un tiempo y un espacio más grandes.

Las tres edades y sus historias, los amores de Anquises con Venus, los primeros años del pequeño Eneas con el centauro, la vida en la corte de Troya, la guerra y todo lo que vendrá con los enéades –sinónimo de romanos-, pasado y futuro, está contenido en esa piedra-piedad: cargada de recuerdos y dioses lares, flácida por los avatares del tiempo, ciega por la ira de Júpiter celoso de un mortal que había hecho perder la cabeza nada menos que a Venus; o vigorosa incluso tras la derrota, siempre dispuesta al viaje como inicio de una historia nueva, con paso firme y brazos poderosos que acogen su propia historia. Piedra-piedad cubierta con la piel de un león rojo, vestida sólo con el coraje de quien va más allá de la razón o se queda a un paso de ella.

En cierta manera, si en este mármol la piedad se hace carne no es por Bernini, sino por Creúsa, que la da a luz en aquella noche. La piedad no es la compasión de la madre ante el hijo o el marido muerto, es el aceptar en su vida o en la de los demás, una historia que va más allá del propio tiempo y que al fin te relega a las sombras. ¿Fatalismo o fuerza de la propia libertad en la entrega? ¿Maldad de los griegos, de los dioses, de Eneas, de las fortuitas circunstancias de la noche -culpables todos- o la conciencia de vivir en un tiempo, en un lugar que nunca escogemos y tan, tan limitado por mucho que vivamos?

Mi hijo aún me da la mano. Un gesto que puede parecer de niño pequeño pero que seguramente es más mío que suyo. Un gesto que me recuerda que la historia que compartimos llega hasta el tacto de sus dedos, entrelazándose con los míos.
Un poco más tarde nos paramos ante la piedad de Rubens y la piedad de Federico Zuccari. Lejos de ser sólo un tema, un estereotipo, aquella mujer, aquel hombre, dentro de su historia de dolor y de otras alegrías que ya nadie contempla, nos pasan el testigo para hacer que el tiempo no se derrame sin empapar nuestra pequeña tierra.

martes, 10 de diciembre de 2013

Pozos

Muchas veces tenemos a nuestro lado lugares llenos de historias pero las historias no se ven, o, mejor dicho, no se cuentan. Son muy discretas y no viven sino en los labios, en los ojos, de quien las busca. Es como si de cada una de ellas quedara en el mejor de los casos sólo una letra capital, como si los lugares no tuvieran espacio para contener más, cediéndolo a la vida que corre. Para las historias hace falta tiempo pero sobre todo hace falta rescatarlas de ese no lugar que está más allá del tiempo. Ante la corriente del ‘todo pasa’- un río impetuoso de eventos que nos lleva y al que afluimos, muchas veces turbolento y turbio- algunas veces podemos contraponer el agua, siempre fresca, decantada, de un pozo.
Dejo caer el cubo de mi curiosidad en un pozo situado en un claustro. Con la cuerda bajamos cientos, miles de años, y recogemos mezclados en infinitas combinaciones, los elementos de otras mil historias.


Estamos en el patio de la Facultad de Ingeniería. Entre chicos coronados de laurel que han conseguido su licenciatura empiezo a escuchar el sonido de aquellas carreras memorables de los Ragazzi di via Panisperna. Pasos entusiastas y acelerados por la emoción de los secretos que estaban esperando. Muchachos de veinte años, físicos como Enrico Fermi, que vivían entregados a un mundo invisible pero de efectos realmente impresionantes. Un mundo insospechado que necesita de nuestros precisos ‘bombardeos’ para llegar al núcleo y liberar energías increíbles. Curioso. Igual, igual que las historias. Y como ellas, siempre comunicantes. Formando el tejido de la realidad pero escondidas en la superficie del conjunto, allí están: pequeños átomos, historias y grandes cisternas, como las de las termas de Trajano, con nombres de historia de las mil y una vidas: Las Siete Salas.
De pozo a pozo y seguimos jugando. Allí al lado, bajo las cadenas de oriente y occidente al fin unidas, nos asomamos a un nuevo brocal. Esta vez es una cripta que contiene un sarcófago. En el frontal de piedra encontramos otro pozo. Es inagotable. Este es famoso por palabras pronunciadas hace siglos en la polvorienta Samaría. Palabras que le han dado un nombre y que han transformado su agua en vida: sensibilidad, movimientos, cambios, relaciones. Palabras y agua. Esculpidas a ambos lados dos figuras, un hombre y una mujer. Por la sed ambos se han acercado y él los ha hecho encontrar. Así también nuestro pozo nos hace encontrar curiosamente, como agua y ecos de voz, la lejana historia de Antíoco IV, de Matatías, Judas, Jonatán... los Macabeos y también de aquella familia en donde una madre y sus 7 hijos se convierten en mártires, testigos que siguen allí hablando de su pasión a quienes por conocerla, por sentirla, pueden tener con-pasión.


Se enciende una luz. Una lámpara con nueve brazos. Suena la música de una fiesta. La cripta se ilumina con los sonidos de una cena entre amigos y familiares, repetidos en la memoria de un recuerdo anual: la hanukkah. Luz para los días más oscuros. Luz para la nueva y última dinastía de reyes, para la última dedicación del gran templo de Jerusalén. Una luz que no se acontenta con un día, consumiendo un tiempo con cuerpo de aceite que escapa inaferrable. Necesita 8 días para mostrar su júbilo, para celebrar con su baile de brazos alzados la abundancia el estar vivos, una nueva victoria, sin engaños –es luz con sombras- pero sin dejarse apagar por la certeza de las nuevas batallas, de los martillos que siguen resonando: martillos que forjan armas y que suenan igual a los martillos que forjan cadenas, que suenan igual a los que forjan las campanas que tocan tras el concilio de Éfeso y a los de Antonio Pollaiolo sobre su bronce. Agarrados con fuerza a estos sonidos tiramos hacia arriba sacando aguas con gozo. 
Al salir del pozo nos encontramos la mirada severa de Moisés. Nos conoce bien, pero ya ha pasado su enfado. Tiene de nuevo las tablas de la ley y sus ‘cuernos’ por un resplandor de gloria, su rostro convertido en una llama, encendido también él por un encuentro. Su luz ya no está prisionera, como no lo estaba el arte en las manos que lo cincelaban. Mármol que de prisión se convierte en palabra, es más, en luz, en fuego que se eleva ‘ad sidera flamma vocatur’. Quema por su belleza y por el deseo de más. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Grande e ínfimo, ardiente, no sólo en lo que hace sino en lo que desea, de lo que es capaz.
Antes de salir nos saluda Nicolás de Cusa. Juega también él echando palabras en el pozo del saber: docta ignorancia. Le sonrío complice en sus aventuras y tengo ganas de alzar la mano para brindar a ese ser únicos, esa única vida que nos acerca.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Miles de semillas



Hay viajes que se hacen inolvidables: lugares que pasan a ser una experiencia y no sólo datos geográficos o imágenes. Otros se hacen especiales por las personas que encuentras y otros también por las personas que te acompañan. Sería ideal que se juntaran todos estos elementos para hacer ‘el viaje’.
Lo bueno de estos viajes memorables es precisamente la capacidad que tienen para revivir, para resurgir ante la voz de una emoción o un estímulo que te los planta delante, te cogen de la mano y te llevan de vuelta a esos lugares en una odisea emocional. Basta un poco de agua para que su semilla germine.
Ayer por la tarde me pasó así. Pasaba ante la iglesia de Santa Dorotea en el Trastevere y, teniendo 5 minutos en medio del ajetreo cotidiano, decidí entrar. Nunca acabaré de sorprenderme ante esta extraña capacidad que tienen los lugares de Roma para hacer descubrir nuevos detalles y engendrar novedades. La ciudad se desvela poco a poco, atractiva: siempre te está esperando e invitando cuando la encuentras en su intimidad. Basta saberlo para descubrir sus miradas. El encuentro del tacto con su hermosa piel hace el resto.
La iglesia de Santa Dorotea tiene una historia muy interesante -ahí lo dejo como invitación-. Sabía que Dorotea era la patrona de los floristas y fruteros a raíz de la legendaria historia de su martirio. Me senté en un banco y los recuerdos iban brotando. La primera hoja tenía la forma de mi amigo Maurizio, gran artista de las composiciones floreales. Alzando los ojos y viendo la cúpula y su decoración surgió la segunda con el color de la curiosidad que tuve la primera vez que contemplé el antiguo mapa de la ciudad realizado por el arquitecto Giovanni Battista Nolli. Y es que allí mismo una placa nos recuerda que, al poco de terminar la reconstrucción de la iglesia, el gran arquitecto Nolli murió y quedó enterrado literalmente dentro de su obra. Viajé con la imaginación hacia la ciudad de mediados del s. XVIII llena de campos, viñas y villas, con la abigarrada algarabía de casas entorno a la gran curva del Tíber y la otra ciudad entorno a la colina Vaticana, el Borgo, al otro lado del río. Un mapa siempre es una invitación a viajar, una instantánea que deja vislumbrar el carácter, la edad, el modo de mostrarse y ataviarse de esta ciudad.

Salí de la iglesia y la imagen de santa Dorotea con su canesto de flores y frutas hizo revivir inopinadamente un viaje estupendo de Santiago a Madrid con mi hermano, uno de esos viajes especiales por quien te acompaña: y ya tenía toda una planta de recuerdos. 
En ese viaje mi hermano conducía y me guiaba con el relato de sus aventuras laborales a lugares para mí desconocidos: campos de trigo, semillas, harinas, grandes barcos, puertos. Un mundo completamente distinto a la vida de una pequeña aldea con la huerta y las gallinas. Un mundo de OGM, grandes almacenes, productos químicos, hambre y negocios, donde las maravillosas semillas no son sólo pan, alimento o futuro sino una moneda que va cambiando de mano. Y mientras pedaleaba por el Lungotevere se abrió un recuerdo como una flor, una idea que me sorprendió mucho: Ahora algunos agricultores –quizás mejor llamarlos empresarios del campo- siembran semillas de mil diversas variedades de trigo para evitar los derechos de marca de las empresas que crean OGM y el uso de pesticidas y herbicidas, así las diversas variedades con sus raíces a diversos niveles y con sus características peculiares pueden cubrir un campo dando una mayor producción y complementándose. Sí, ya lo sé. Un día me estrellaré contra alguna farola o algún árbol al lado del Tíber persiguiendo estas ideas y recuerdos.
Mientras tanto, en mi viaje urbano subiendo hacia mi casa a través de villa Borghese seguía viajando junto a mi hermano, reviviendo Madrid de una forma nueva, como una ciudad a la que ahora ya pertenecía también yo. Ya no estaría nunca allí sólo de paso o de visita. En cierta manera era mía, quedaba unida a unas experiencias que seguían vivas: paseo por el Retiro mientras pedaleo en Villa Borghese, llego al Coppedè pasando por la Guindalera.
Cuando llego a casa tengo ganas de mostrar mi plantita surgida de la memoria, hablar de este viaje, de los recuerdos y hasta de los campos con miles de semillas. Y hablando noto como esas miles de semillas que voy recogiendo por Roma quedan plantadas y dan frutos, veo como los personajes tan diversos e historias de esta ciudad enraízan cada uno a su modo, cada uno en un nivel de este suelo con humus de historia. Roma no tendrá nunca un organismo genéticamente modificado ni uniforme. Tendrá siempre malas hierbas, quizás incluso cizaña, pero seguirá dando fruto en uno u otro modo, quizás 20, 40, 70 o 100, cada uno a su modo, unos años más y otros menos. No hay semillas perfectas pero sí cargadas cada una con sus matices.
Al acostarme casi casi como un sueño, fruto de la jornada, veía un canasto lleno de flores y frutas deliciosas. Unos niños, entrando descalzos desde la calle y armando alboroto, me adelantaban y de puntillas cogían una fruta y la comían antes de entrar en las dos salas de la primera escuela pía de Europa: una cultura que seguía sembrando nuevas semillas, siempre distintas, traídas incluso del pueblecito aragonés de Peralta hasta este campo romano.