martes, 11 de febrero de 2014

Piedad


El agua había caído abundantemente durante toda la semana y hoy no iba a ser diferente. A las nueve de la mañana Villa Borghese ofrecía un espectáculo invernal perfecto. El olor de la tierra mojada y las hojas marchitándose; la luz que apenas atravesaba el velo gris de las nubes y el extraño silencio que permitía escuchar las gotas de lluvia.
Las salas se nos concedían con la amorosa calma de los días en que la vida dentro casa parece un tesoro encontrado entre los rincones más conocidos.
Ibamos caminando con lenta despreocupación de vagabundos, disfrutando de las historias que surgían como si las obras de arte fueran un ‘incipit’, una letra capital que en su belleza nos preanunciaba vidas e imágenes. Sabíamos que la lluvia de fuera era nuestro reloj, cadencia pausada aunque inexorable. Y seguíamos adentrándonos en ese bosque de salas. En una de ellas mi hijo me preguntó por una obra indicándomela. Es curioso como muchas veces la atención, ante la plenitud y multiplicidad de las cosas, pasa inadvertidamente ante detalles e incluso ante realidades enormes que sorprenden inmediatamente a otros. También en el espacio, como en la historia, son necesarios tantos ojos, tantas vidas que al menos en un lugar y tiempo común se den el relevo.
Y allí, ante nosotros, la historia de Eneas volvió a irrumpir con la fuerza de unos momentos dramáticos entre la destrucción de Troya y una huida enloquecida: 
"Pronto, querido padre", le dije, "súbete sobre mi cuello, yo te llevaré en mis hombros, y esta carga no me será pesada; suceda lo que suceda, común será el peligro, común la salvación para ambos. Mi tierno Iulo vendrá conmigo y mi esposa seguirá de lejos nuestros pasos. Vosotros mis criados, advertid bien esto que voy a deciros. A la salida de la ciudad hay sobre un cerro un antiguo templo de Ceres, ya abandonado, y junto a él un añoso ciprés, que la devoción de nuestros mayores ha conservado por muchos años; allí nos dirigiremos todos, yendo cada cuál por su lado. Tú, padre mío, lleva en tus manos los objetos sagrados y nuestros patrios penates; a mí que salgo de tan recias lides y de tan recientes matanzas, no me es lícito tocarlos hasta purificarme en las corrientes aguas de un río..." Dicho esto, me cubro los anchos hombros y el cuello con la piel de un rojo león, y me bajo para cargar con mi padre; el pequeño Iulo ase mi diestra y sigue a su padre con desiguales pasos; detrás viene mi esposa. Así cruzamos las oscuras calles.” (Eneida, Libro II, traducción de Eugenio Ochoa).

En los ojos de los tres personajes había tres mundos, el amante de una diosa, el pre-destinado, el primogénito de una estirpe. Bernini ha sido fiel al texto de Virgilio centrándose en las figuras masculinas y dejando a Creúsa, la esposa de Eneas, en una sombra trágica. Ella permanece en un deambular entre las sombras lúgubres de la ciudad incendiada, se queda atrás sacrificando la propia existencia. Su desaparición de la historia pasa a ser un signo y holocausto aparentemente necesario para lo que está por venir. Entrega su testigo a las sombras que no podrán hablar más de ella ni gritar las culpas ni de la Historia, ni de los dioses ni de los hombres. El por-venir de Eneas se entrelaza entonces con el de su padre y su hijo, como en esta escultura, cortando el hilo que lo legaba a la hija de Príamo y a Troya.
En esta mañana lluviosa la piedra se hace soporte, material de unidad de las tres vidas representadas. Sin embargo, el material vital que los ponía en contacto era la piedad o quizás sería mejor decir la ‘pietas – eusebeia’ pues las cosas han cambiado mucho al utilizar esta palabra.

La piedad ahora se entiende como un acto de misericordia, de empatía, como un sentimiento de compasión siempre desde lo alto hacia lo bajo. La ejerce quien tiene una situación mejor, e incluso derecho, renunciando al ejercicio de ambos para no causar daños u otorgar algún beneficio. También se puede entender en cuanto referida a las prácticas religiosas, a una devoción medida en actos de culto público o privado.

Sin embargo, para Eneas la piedad, lejos de ser un sentimiento que nos une a las desgracias de alguien, era la historia que le tocaba, y le tocaba con sus manos rugosas o los gordezuelos dedos de un niño. Una historia que llamaba a su puerta y a la que necesariamente tenía que abrir, igual de inexorable y unida involuntariamente al nacer y al morir. Por el simple hecho vivir la piedad te introducía en una sociedad, en una familia e incluso en un orden cósmico y divino. Los penates, tu padre, tu hijo, la ciudad que arde, todo está unido y forma parte de la propia historia con precisas obligaciones. La piedad era entrar en esa historia y asumirla, se situaba en el ámbito de la justicia y no en el de la caridad o el amor. La piedad era la virtud de la Historia en conflicto muchas veces con la propia historia, recordando a la libertad la contingencia del propio origen y destino, dentro de un tiempo y un espacio más grandes.

Las tres edades y sus historias, los amores de Anquises con Venus, los primeros años del pequeño Eneas con el centauro, la vida en la corte de Troya, la guerra y todo lo que vendrá con los enéades –sinónimo de romanos-, pasado y futuro, está contenido en esa piedra-piedad: cargada de recuerdos y dioses lares, flácida por los avatares del tiempo, ciega por la ira de Júpiter celoso de un mortal que había hecho perder la cabeza nada menos que a Venus; o vigorosa incluso tras la derrota, siempre dispuesta al viaje como inicio de una historia nueva, con paso firme y brazos poderosos que acogen su propia historia. Piedra-piedad cubierta con la piel de un león rojo, vestida sólo con el coraje de quien va más allá de la razón o se queda a un paso de ella.

En cierta manera, si en este mármol la piedad se hace carne no es por Bernini, sino por Creúsa, que la da a luz en aquella noche. La piedad no es la compasión de la madre ante el hijo o el marido muerto, es el aceptar en su vida o en la de los demás, una historia que va más allá del propio tiempo y que al fin te relega a las sombras. ¿Fatalismo o fuerza de la propia libertad en la entrega? ¿Maldad de los griegos, de los dioses, de Eneas, de las fortuitas circunstancias de la noche -culpables todos- o la conciencia de vivir en un tiempo, en un lugar que nunca escogemos y tan, tan limitado por mucho que vivamos?

Mi hijo aún me da la mano. Un gesto que puede parecer de niño pequeño pero que seguramente es más mío que suyo. Un gesto que me recuerda que la historia que compartimos llega hasta el tacto de sus dedos, entrelazándose con los míos.
Un poco más tarde nos paramos ante la piedad de Rubens y la piedad de Federico Zuccari. Lejos de ser sólo un tema, un estereotipo, aquella mujer, aquel hombre, dentro de su historia de dolor y de otras alegrías que ya nadie contempla, nos pasan el testigo para hacer que el tiempo no se derrame sin empapar nuestra pequeña tierra.

martes, 10 de diciembre de 2013

Pozos

Muchas veces tenemos a nuestro lado lugares llenos de historias pero las historias no se ven, o, mejor dicho, no se cuentan. Son muy discretas y no viven sino en los labios, en los ojos, de quien las busca. Es como si de cada una de ellas quedara en el mejor de los casos sólo una letra capital, como si los lugares no tuvieran espacio para contener más, cediéndolo a la vida que corre. Para las historias hace falta tiempo pero sobre todo hace falta rescatarlas de ese no lugar que está más allá del tiempo. Ante la corriente del ‘todo pasa’- un río impetuoso de eventos que nos lleva y al que afluimos, muchas veces turbolento y turbio- algunas veces podemos contraponer el agua, siempre fresca, decantada, de un pozo.
Dejo caer el cubo de mi curiosidad en un pozo situado en un claustro. Con la cuerda bajamos cientos, miles de años, y recogemos mezclados en infinitas combinaciones, los elementos de otras mil historias.


Estamos en el patio de la Facultad de Ingeniería. Entre chicos coronados de laurel que han conseguido su licenciatura empiezo a escuchar el sonido de aquellas carreras memorables de los Ragazzi di via Panisperna. Pasos entusiastas y acelerados por la emoción de los secretos que estaban esperando. Muchachos de veinte años, físicos como Enrico Fermi, que vivían entregados a un mundo invisible pero de efectos realmente impresionantes. Un mundo insospechado que necesita de nuestros precisos ‘bombardeos’ para llegar al núcleo y liberar energías increíbles. Curioso. Igual, igual que las historias. Y como ellas, siempre comunicantes. Formando el tejido de la realidad pero escondidas en la superficie del conjunto, allí están: pequeños átomos, historias y grandes cisternas, como las de las termas de Trajano, con nombres de historia de las mil y una vidas: Las Siete Salas.
De pozo a pozo y seguimos jugando. Allí al lado, bajo las cadenas de oriente y occidente al fin unidas, nos asomamos a un nuevo brocal. Esta vez es una cripta que contiene un sarcófago. En el frontal de piedra encontramos otro pozo. Es inagotable. Este es famoso por palabras pronunciadas hace siglos en la polvorienta Samaría. Palabras que le han dado un nombre y que han transformado su agua en vida: sensibilidad, movimientos, cambios, relaciones. Palabras y agua. Esculpidas a ambos lados dos figuras, un hombre y una mujer. Por la sed ambos se han acercado y él los ha hecho encontrar. Así también nuestro pozo nos hace encontrar curiosamente, como agua y ecos de voz, la lejana historia de Antíoco IV, de Matatías, Judas, Jonatán... los Macabeos y también de aquella familia en donde una madre y sus 7 hijos se convierten en mártires, testigos que siguen allí hablando de su pasión a quienes por conocerla, por sentirla, pueden tener con-pasión.


Se enciende una luz. Una lámpara con nueve brazos. Suena la música de una fiesta. La cripta se ilumina con los sonidos de una cena entre amigos y familiares, repetidos en la memoria de un recuerdo anual: la hanukkah. Luz para los días más oscuros. Luz para la nueva y última dinastía de reyes, para la última dedicación del gran templo de Jerusalén. Una luz que no se acontenta con un día, consumiendo un tiempo con cuerpo de aceite que escapa inaferrable. Necesita 8 días para mostrar su júbilo, para celebrar con su baile de brazos alzados la abundancia el estar vivos, una nueva victoria, sin engaños –es luz con sombras- pero sin dejarse apagar por la certeza de las nuevas batallas, de los martillos que siguen resonando: martillos que forjan armas y que suenan igual a los martillos que forjan cadenas, que suenan igual a los que forjan las campanas que tocan tras el concilio de Éfeso y a los de Antonio Pollaiolo sobre su bronce. Agarrados con fuerza a estos sonidos tiramos hacia arriba sacando aguas con gozo. 
Al salir del pozo nos encontramos la mirada severa de Moisés. Nos conoce bien, pero ya ha pasado su enfado. Tiene de nuevo las tablas de la ley y sus ‘cuernos’ por un resplandor de gloria, su rostro convertido en una llama, encendido también él por un encuentro. Su luz ya no está prisionera, como no lo estaba el arte en las manos que lo cincelaban. Mármol que de prisión se convierte en palabra, es más, en luz, en fuego que se eleva ‘ad sidera flamma vocatur’. Quema por su belleza y por el deseo de más. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Grande e ínfimo, ardiente, no sólo en lo que hace sino en lo que desea, de lo que es capaz.
Antes de salir nos saluda Nicolás de Cusa. Juega también él echando palabras en el pozo del saber: docta ignorancia. Le sonrío complice en sus aventuras y tengo ganas de alzar la mano para brindar a ese ser únicos, esa única vida que nos acerca.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Miles de semillas



Hay viajes que se hacen inolvidables: lugares que pasan a ser una experiencia y no sólo datos geográficos o imágenes. Otros se hacen especiales por las personas que encuentras y otros también por las personas que te acompañan. Sería ideal que se juntaran todos estos elementos para hacer ‘el viaje’.
Lo bueno de estos viajes memorables es precisamente la capacidad que tienen para revivir, para resurgir ante la voz de una emoción o un estímulo que te los planta delante, te cogen de la mano y te llevan de vuelta a esos lugares en una odisea emocional. Basta un poco de agua para que su semilla germine.
Ayer por la tarde me pasó así. Pasaba ante la iglesia de Santa Dorotea en el Trastevere y, teniendo 5 minutos en medio del ajetreo cotidiano, decidí entrar. Nunca acabaré de sorprenderme ante esta extraña capacidad que tienen los lugares de Roma para hacer descubrir nuevos detalles y engendrar novedades. La ciudad se desvela poco a poco, atractiva: siempre te está esperando e invitando cuando la encuentras en su intimidad. Basta saberlo para descubrir sus miradas. El encuentro del tacto con su hermosa piel hace el resto.
La iglesia de Santa Dorotea tiene una historia muy interesante -ahí lo dejo como invitación-. Sabía que Dorotea era la patrona de los floristas y fruteros a raíz de la legendaria historia de su martirio. Me senté en un banco y los recuerdos iban brotando. La primera hoja tenía la forma de mi amigo Maurizio, gran artista de las composiciones floreales. Alzando los ojos y viendo la cúpula y su decoración surgió la segunda con el color de la curiosidad que tuve la primera vez que contemplé el antiguo mapa de la ciudad realizado por el arquitecto Giovanni Battista Nolli. Y es que allí mismo una placa nos recuerda que, al poco de terminar la reconstrucción de la iglesia, el gran arquitecto Nolli murió y quedó enterrado literalmente dentro de su obra. Viajé con la imaginación hacia la ciudad de mediados del s. XVIII llena de campos, viñas y villas, con la abigarrada algarabía de casas entorno a la gran curva del Tíber y la otra ciudad entorno a la colina Vaticana, el Borgo, al otro lado del río. Un mapa siempre es una invitación a viajar, una instantánea que deja vislumbrar el carácter, la edad, el modo de mostrarse y ataviarse de esta ciudad.

Salí de la iglesia y la imagen de santa Dorotea con su canesto de flores y frutas hizo revivir inopinadamente un viaje estupendo de Santiago a Madrid con mi hermano, uno de esos viajes especiales por quien te acompaña: y ya tenía toda una planta de recuerdos. 
En ese viaje mi hermano conducía y me guiaba con el relato de sus aventuras laborales a lugares para mí desconocidos: campos de trigo, semillas, harinas, grandes barcos, puertos. Un mundo completamente distinto a la vida de una pequeña aldea con la huerta y las gallinas. Un mundo de OGM, grandes almacenes, productos químicos, hambre y negocios, donde las maravillosas semillas no son sólo pan, alimento o futuro sino una moneda que va cambiando de mano. Y mientras pedaleaba por el Lungotevere se abrió un recuerdo como una flor, una idea que me sorprendió mucho: Ahora algunos agricultores –quizás mejor llamarlos empresarios del campo- siembran semillas de mil diversas variedades de trigo para evitar los derechos de marca de las empresas que crean OGM y el uso de pesticidas y herbicidas, así las diversas variedades con sus raíces a diversos niveles y con sus características peculiares pueden cubrir un campo dando una mayor producción y complementándose. Sí, ya lo sé. Un día me estrellaré contra alguna farola o algún árbol al lado del Tíber persiguiendo estas ideas y recuerdos.
Mientras tanto, en mi viaje urbano subiendo hacia mi casa a través de villa Borghese seguía viajando junto a mi hermano, reviviendo Madrid de una forma nueva, como una ciudad a la que ahora ya pertenecía también yo. Ya no estaría nunca allí sólo de paso o de visita. En cierta manera era mía, quedaba unida a unas experiencias que seguían vivas: paseo por el Retiro mientras pedaleo en Villa Borghese, llego al Coppedè pasando por la Guindalera.
Cuando llego a casa tengo ganas de mostrar mi plantita surgida de la memoria, hablar de este viaje, de los recuerdos y hasta de los campos con miles de semillas. Y hablando noto como esas miles de semillas que voy recogiendo por Roma quedan plantadas y dan frutos, veo como los personajes tan diversos e historias de esta ciudad enraízan cada uno a su modo, cada uno en un nivel de este suelo con humus de historia. Roma no tendrá nunca un organismo genéticamente modificado ni uniforme. Tendrá siempre malas hierbas, quizás incluso cizaña, pero seguirá dando fruto en uno u otro modo, quizás 20, 40, 70 o 100, cada uno a su modo, unos años más y otros menos. No hay semillas perfectas pero sí cargadas cada una con sus matices.
Al acostarme casi casi como un sueño, fruto de la jornada, veía un canasto lleno de flores y frutas deliciosas. Unos niños, entrando descalzos desde la calle y armando alboroto, me adelantaban y de puntillas cogían una fruta y la comían antes de entrar en las dos salas de la primera escuela pía de Europa: una cultura que seguía sembrando nuevas semillas, siempre distintas, traídas incluso del pueblecito aragonés de Peralta hasta este campo romano.

martes, 29 de octubre de 2013

Asomarse, asombrarse



Experto viene de experiencia. ¿Por qué lo digo? Permitidme un breve preámbulo.
Estando en Roma y dedicándome a los servicios turísticos, tengo oportunidad de encontrar mucha gente. Roma es siempre un motivo para compartir.
Sin embargo, con algunas personas el encuentro se hace afinidad, se hace parte de la propia historia, la que cuentas y la que cuenta. El tiempo entonces no es un simple ‘cronos’ sino que se hace ‘kairós’, un evento y una memoria, un motivo para festejar la vida que nos otorga estos momentos.

Ayer por la tarde, tras uno de estos encuentros no me sorprendió su clásica tarjeta de buen papel con tonos amarillos, me sorprendió bajo su nombre un apelativo, casi una exclamación: experto. Podría sonar megalómano o una palabra vacía -flatus vocis sería mejor y más divertido sino sonara a pedante-, podría ser una definición de una ocupación inexistente si pretendemos que la pregunta ¿qué soy? obtenga siempre como resultado una posición laboral.

Tras dar un paseo y almorzar en el Peperoncino D’Oro, junto al lugar de mi trabajo en via del Boschetto, tras hablar de Roma, de la propia historia, de las experiencias de la vida, esa palabra ‘experto’ me pareció una síntesis adecuada y llena de significado: en su pasar por Roma, por la vida, me di cuenta que no va recogiendo datos, sino experiencias o vivencias. Quizás también habría podido poner como subtítulo a su nombre ‘vividor’ (¿por qué tendrá tan mala fama esta palabra tan bonita?). Ahora, me lo imagino como la estatua de Trilussa, asomado a la vida que pasa en la plaza, escuchando las conversaciones de los que están a su lado, abierto a las tantas verdades que enriquecen las pocas propias certezas haciéndolas capaces de mostrarse sin imponerse, sobre todo ante un buen vaso de vino: in vino veritas.
‘Yo no podría ser profesor’. Quizás el término profesor posee un matiz que hace pensar en alguien que enseña el camino sin recorrerlo, alguien que sentado desde lo alto de una tarima (ex catedra, catedrático) habla con los que se sientan a sus pies, alguien que comparte más contenidos noéticos que experiencias sabiendo o suponiendo que tiene ante sí quien aún no los posee... Sin embargo, con mi ‘experto’ pude experimentar como sería un Sócrates que, sin ser profesor, hacía brotar pensamientos y palabras, o uno de aquellos griegos amantes del saber compartido mientras se camina.

Ya véis que ha sido toda una experiencia el encuentro con mi ‘experto’, como quien ve pasar gente y qué gente sentado bajo una buena sombra: asombrarse.


En este sentido, y siempre ‘aprendiendo’ de expertos que no son profesores, hace poco en piazza Trilussa,  Pino, el propietario del restaurante Al Fontanone y trasteverino de adopción, me hizo notar un extraño detalle en una pequeña casa destartalada junto a su local. En la parte inferior derecha de una ventana del segundo piso se ve un espejo retrovisor apuntando hacia abajo pero con la inclinación justa para que alguien desde esa ventana pueda ver lo que pasa en el portal. Una forma perfecta para no asomarse, para defenderse de los acreedores, para no dar la propia presencia a los que la atacan con solicitudes, propagandas, deudas o favores. Ingenioso y muy romano sobre todo en épocas en donde ‘non c’è trippa per gatti’: el lema es buscarse la vida en una ciudad en donde todos y todo pasa.

Algunos se asoman, otros se esconden y sólo un ‘experto’ recoge las historias de todos ellos para hacerlas tesoro.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Autómatas



Desde el balcón contemplaba el movimiento de la plaza. Franz se movía con gracia y seguro de sí. Sabía que él había notado su presencia y el poder de sus miradas tras un abanico que la celaba y al mismo tiempo la hacía blanco de tanta curiosidad.
Al mismo tiempo, Swanilda y otras chicas aparecen con unos apuestos soldados de permiso, tejen sus palabras y gestos en la algarabía general, entre las alegres notas de una primavera que hace olvidar el cuartel y los trabajos para dedicarse a la danza de la seducción.
Coppelius también está en la plaza y observa, participa secretamente recogiendo la excitación de la vida que se derrama buscando cauces entre los jóvenes. Ha dejado atrás su juventud pero siente en sus manos un poder casi divino que lo hace sentirse ufano, satisfecho, más fuerte de los pobres jovenzuelos que inconscientemente juegan con su tiempo y sus energías. En su casa, en ese mundo que se ha creado, sus secretos están bien custodiados. Mientras los mozos se deshacen en mil cabriolas ante Swanilda él ya tiene la suya.

Ella contemplaba todo desde su balcón: su lugar y ella misma pertenecen a Coppelius. Quizás ella misma es un mero objeto decorando ese lugar. Es así y no tiene adonde ir. Desde allí observa los círculos de miradas que se van creando en la plaza: de Coppelius a Swanilda, de Swanilda a Franz, de Franz hasta su balcón. Todos persiguen algo y buscan sin encontrar. Sólo ella parece reposar tranquila tras su abanico, sin buscar, sin moverse, perfecta como un motor inmóvil que hace girar entorno todos los personajes atraídos uno a uno por su gravedad.
El círculo se rompe cuando Swanilda encuentra una llave. Se le cayó a Coppelius y Swanilda lo sabe. Sabe que en aquel balcón, en aquella casa está la clave de su incesante danza en pos de Franz. Esa llave es la clave. Miedo y audacia.
Entra, y entre aquellas cuatro paredes ve artilugios, mecanismos y muñecas, un mundo que Coppelius ha creado y gestiona como dueño absoluto, con un movimiento rítmico que emana de sus artes. Es una vida de hilos invisibles. Coppelia, la muñeca autómata, hermosísima, sentada en el balcón, no decide. Es asombrosamente parecida a ella. Se mueve por sí misma pero no tiene metas. Su belleza está determinada, pintada como su sonrisa y no puede corresponder a ningún amor. Tiene peso y crea la ilusión del movimiento pero sólo porque su dueño se mueve, la quiere pero sin hacerla querer. Coppelius no es Frankenstein. Su autómata es una mujer, en todo igual a la más hermosa de las muchachas, nada la distingue en apariencia... pero no viaja, no decide, no siente ni odio ni venganza, no se siente distinta ni pretende ser igual, no busca compañía en un semejante, simplemente se deja. Su mundo se cierra entorno a la compensación que apaga los deseos de su creador... aunque Coppelius sueña con ser correspondido con las novedades de la libertad.
Coppelius regresa a su casa preocupado por la llave perdida y temeroso por la importancia de sus secretos. Swanilda se esconde al verlo llegar. Y todo se complica. Cuando Franz ve la puerta abierta entra también en aquella casa con la esperanza de encontrar aquellos ojos misteriosos que lo miran tras un abanico.  
Coppelius al ver a Franz sabe que no puede dejarlo salir. Se quedará para siempre en su mundo. No puede permitir que ese mundo perfecto quede expuesto como el lugar de un pobre loco. Y entonces surge la determinación: Franz es la ocasión que estaba esperando. Necesita su vida para alimentar con ella la inerte materia de su amada autómata. No posee el arte divino de crear, de dar vida a lo inerte, sólo puede engañar y sonsacar. No se ensucia, no se enfrenta con la materia siempre mostruosa de la muerte. Él busca sólo la perfección del artista enamorado de su obra: mira la realidad y se rebela ante sus defectos. En el fondo no quiere  el cuerpo y alma de la pobre realidad humana, sus cambios, sus defecciones, la posibilidad de que te salga rana. En eso, el monstruo creado por Frankenstein, era realmente uno de nosotros. Y eso da miedo.

Swanilda, mientras tanto, observa lo que pasa y no sabe cómo intervenir. Aquel mundo entre 4 paredes la asusta. Cuando ve a Franz narcotizado y lo que pretende hacer Coppelius decide entrar en escena. Se viste con la ropa de la hermosa mueñeca y empieza el juego de quien se mueve dentro de un cuerpo de metal pero con la vida y voluntad sonsacadas a Franz. Coppelius está feliz y desconcertado. Por primera vez su creatura no es del todo suya, lo nota. Ni la violencia ni la zalamería la hacen estar bajo su poder. Al final ella consigue destruir todo ese mundo artificial. Franz despierta de su doble sueño para seguir viviendo y reconocer al fin que ama a Swanilda.
Coppelius se queda con los restos de su muñeca entre las manos, sin misterios, sin secretos, provocando pena mientras la vida continúa nuevamente en la plaza, en el mundo real más allá de aquellas 4 paredes.

Palabras dichas con música y danza. El tiempo ha volado entrando en esta fábula real, saliendo del Teatro dell’Opera hacia el mundo que estaba en el palco. Un viaje de sentimientos e imágenes que me han traído muy lejos para desde aquí ver también el cuadro de nuestra vida cotidiana, el gran teatro del mundo lleno de autómatas, Coppelius y enamorados buscadores de alguien que les corresponda, monstruos terriblemente diversos condenados a no encontrar un próximo y muñecos de perfección encerrados en su mundo sin defectos. Un paso y otro, con miedo, sonriendo o con torpeza también nosotros danzamos.