miércoles, 23 de octubre de 2013

Autómatas



Desde el balcón contemplaba el movimiento de la plaza. Franz se movía con gracia y seguro de sí. Sabía que él había notado su presencia y el poder de sus miradas tras un abanico que la celaba y al mismo tiempo la hacía blanco de tanta curiosidad.
Al mismo tiempo, Swanilda y otras chicas aparecen con unos apuestos soldados de permiso, tejen sus palabras y gestos en la algarabía general, entre las alegres notas de una primavera que hace olvidar el cuartel y los trabajos para dedicarse a la danza de la seducción.
Coppelius también está en la plaza y observa, participa secretamente recogiendo la excitación de la vida que se derrama buscando cauces entre los jóvenes. Ha dejado atrás su juventud pero siente en sus manos un poder casi divino que lo hace sentirse ufano, satisfecho, más fuerte de los pobres jovenzuelos que inconscientemente juegan con su tiempo y sus energías. En su casa, en ese mundo que se ha creado, sus secretos están bien custodiados. Mientras los mozos se deshacen en mil cabriolas ante Swanilda él ya tiene la suya.

Ella contemplaba todo desde su balcón: su lugar y ella misma pertenecen a Coppelius. Quizás ella misma es un mero objeto decorando ese lugar. Es así y no tiene adonde ir. Desde allí observa los círculos de miradas que se van creando en la plaza: de Coppelius a Swanilda, de Swanilda a Franz, de Franz hasta su balcón. Todos persiguen algo y buscan sin encontrar. Sólo ella parece reposar tranquila tras su abanico, sin buscar, sin moverse, perfecta como un motor inmóvil que hace girar entorno todos los personajes atraídos uno a uno por su gravedad.
El círculo se rompe cuando Swanilda encuentra una llave. Se le cayó a Coppelius y Swanilda lo sabe. Sabe que en aquel balcón, en aquella casa está la clave de su incesante danza en pos de Franz. Esa llave es la clave. Miedo y audacia.
Entra, y entre aquellas cuatro paredes ve artilugios, mecanismos y muñecas, un mundo que Coppelius ha creado y gestiona como dueño absoluto, con un movimiento rítmico que emana de sus artes. Es una vida de hilos invisibles. Coppelia, la muñeca autómata, hermosísima, sentada en el balcón, no decide. Es asombrosamente parecida a ella. Se mueve por sí misma pero no tiene metas. Su belleza está determinada, pintada como su sonrisa y no puede corresponder a ningún amor. Tiene peso y crea la ilusión del movimiento pero sólo porque su dueño se mueve, la quiere pero sin hacerla querer. Coppelius no es Frankenstein. Su autómata es una mujer, en todo igual a la más hermosa de las muchachas, nada la distingue en apariencia... pero no viaja, no decide, no siente ni odio ni venganza, no se siente distinta ni pretende ser igual, no busca compañía en un semejante, simplemente se deja. Su mundo se cierra entorno a la compensación que apaga los deseos de su creador... aunque Coppelius sueña con ser correspondido con las novedades de la libertad.
Coppelius regresa a su casa preocupado por la llave perdida y temeroso por la importancia de sus secretos. Swanilda se esconde al verlo llegar. Y todo se complica. Cuando Franz ve la puerta abierta entra también en aquella casa con la esperanza de encontrar aquellos ojos misteriosos que lo miran tras un abanico.  
Coppelius al ver a Franz sabe que no puede dejarlo salir. Se quedará para siempre en su mundo. No puede permitir que ese mundo perfecto quede expuesto como el lugar de un pobre loco. Y entonces surge la determinación: Franz es la ocasión que estaba esperando. Necesita su vida para alimentar con ella la inerte materia de su amada autómata. No posee el arte divino de crear, de dar vida a lo inerte, sólo puede engañar y sonsacar. No se ensucia, no se enfrenta con la materia siempre mostruosa de la muerte. Él busca sólo la perfección del artista enamorado de su obra: mira la realidad y se rebela ante sus defectos. En el fondo no quiere  el cuerpo y alma de la pobre realidad humana, sus cambios, sus defecciones, la posibilidad de que te salga rana. En eso, el monstruo creado por Frankenstein, era realmente uno de nosotros. Y eso da miedo.

Swanilda, mientras tanto, observa lo que pasa y no sabe cómo intervenir. Aquel mundo entre 4 paredes la asusta. Cuando ve a Franz narcotizado y lo que pretende hacer Coppelius decide entrar en escena. Se viste con la ropa de la hermosa mueñeca y empieza el juego de quien se mueve dentro de un cuerpo de metal pero con la vida y voluntad sonsacadas a Franz. Coppelius está feliz y desconcertado. Por primera vez su creatura no es del todo suya, lo nota. Ni la violencia ni la zalamería la hacen estar bajo su poder. Al final ella consigue destruir todo ese mundo artificial. Franz despierta de su doble sueño para seguir viviendo y reconocer al fin que ama a Swanilda.
Coppelius se queda con los restos de su muñeca entre las manos, sin misterios, sin secretos, provocando pena mientras la vida continúa nuevamente en la plaza, en el mundo real más allá de aquellas 4 paredes.

Palabras dichas con música y danza. El tiempo ha volado entrando en esta fábula real, saliendo del Teatro dell’Opera hacia el mundo que estaba en el palco. Un viaje de sentimientos e imágenes que me han traído muy lejos para desde aquí ver también el cuadro de nuestra vida cotidiana, el gran teatro del mundo lleno de autómatas, Coppelius y enamorados buscadores de alguien que les corresponda, monstruos terriblemente diversos condenados a no encontrar un próximo y muñecos de perfección encerrados en su mundo sin defectos. Un paso y otro, con miedo, sonriendo o con torpeza también nosotros danzamos.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Los dias



El tiempo empieza de nuevo ahora. Es difícil determinar el inicio o el final de un período, no sólo en la gran historia, sino también en las pequeñas historias de nuestras vidas. Los días se van anudando a veces sin aparentes cambios substanciales. Otras veces, un día como tantos otros se revela el amanecer de un tiempo que nos parece distinto: comienzan las clases en una nueva escuela, cambio de casa, cambio de ciudad, una cita... pero sólo tras el paso del tiempo, desde una cierta distancia, podemos darnos cuenta de lo que está pasando, de la novedad que se ha asentado dejando su color e incluso un peculiar perfume en todo el espacio del tiempo.
Hoy he sentido ese olor de libro nuevo recién abierto, de primeras lluvias, de aires templados... y, como una brisa, unos colores antiguos se han hecho nuevos, con una voz que hasta hoy nunca había sentido. Muchas veces, el tiempo nuevo no es una llegada de lo inesperado desde lejos, sino reconocer voces que siempre han estado confundidas entre otras miles o eran inalcanzables por nuestros límites. Hoy unas formas y colores han traspasado ese límite para visitarme desde un cuadro que ha hecho nueva la Galleria Doria Pamphilj.


Han dejado todo. Ya queda atrás la emoción del inicio, de la salida precipitada con poco equipaje, las esperanzas y miedos a flor de piel, la percepción de abandonar las sencillas seguridades de lo cotidiano. Ahora es cuando se dan cuenta de verdad de lo que está pasando. ¿Qué hacer? Descansar. Contemplar significa pararse. Cerrar los ojos es un sí, una aceptación confiada de los momentos, del propio cansancio, un abandonarse a los sueños como lugar de imágenes libres recogidas a lo largo del camino.


Tras ese punto de luz que rodea el lugar donde madre y el niño duermen, hay otros dos personajes que velan. Silencio y música, ambos, al servicio del sueño, de ese abandono del que acepta el camino y lo recorre notando cada paso, con tiempos que duran. El hombre es silencio, condición necesaria para que se derramen las notas, la belleza del sueño y de las dos criaturas que descansan. El silencio es siempre mayor, más antiguo, anterior, común, entre sombras. La música, voz divina, anunciadora de la eternidad, desnuda y ensimismada, es palabra que sugiere y se cuela en lo más recóndito de los sueños, acompañándonos en el abandono, más allá de la vida contingente y las fatigas: Quam pulchra es! Sus notas llenas de luz, sostenidas por el silencio más antiguo. El mundo se cuela através de una naturaleza fresca, con sus ocres y verdes. El mundo es una nota baja y constante que hace resaltar la melodía de los dos durmientes hecha ángel, mensajero de la novedad que constantemente nos acompaña sin verla.
Me parece reconocer los trazos del arte joven del autor en el silencio, en ese José - atril que sigue en servicio velando el sueño y los sueños.  Me sorprende su voz en la melodía, en el paisaje y rostro delicioso de María y su niño.
Dentro de poco retomarán el camino. Aún queda bastante hasta encontrar un lugar para pasar la noche. Éste es un alto, un lugar y momento que nos permite contemplar, no necesariamente razonar. Un lugar que nos acerca al cielo antes de bajar con el discurrir de los pasos. Lugar de la música como instrumento para ir más allá, para conquistar los propios sueños y, al finar, dejarse conquistar por el sueño. El camino es necesario, incluso huyendo o justo para huir. También lo son el silencio, la música, los sueños para no perderse.




** No he encontrado la música que aparece en la partitura del cuadro: Noel Bauldeweyn -- Quam pulchra es (la sigo buscando). Os dejo, en cambio, esta melodía que tanto me gusta titulada I giorni (los días) de Ludovico Einaudi.


viernes, 23 de agosto de 2013

Mitos en la Roma de Miguel



Cuando llegas a Roma ya has estado antes. Cuando estás en Roma siempre parece nueva.
Roma se renueva constantemente y superponiéndose, no sólo en sus edificios sino en sus imágenes, en los recuerdos, en las relaciones en su arquitectúra de palabras, sensaciones y artes diversas.
Abro la puerta de nuestra oficina y desde hace unos días, siempre me quedo unos segundos sorprendido. El culpable es Miguel Cuba, joven artista becario de la Academia de España en Roma, que en una de sus obras realizada este año en Roma, recea la ciudad haciéndonos partícipe de un momento y también de su historia, juegos de imaginación y realidad que la hacen nueva. Y realmente cada mañana es nuevo, se renueva.


Marcas y mitos. Palabras que entran en nuestra vida cotidiana y luego se hacen concretas en esta ciudad en donde se encarnan. Juegan en nuestro recuerdo apareciendo tras cada esquina o en los lugares más clásicos, pronunciando sus frases más famosas, tarareando una melodía pegadiza, imitando un tono de voz, simulando unos pasos esperpénticos de un baile callejero. Mitos porque marcan hitos: un tiempo hecho de momentos y no de segundos, un tiempo que vuelve a contar al evocarlos midiendo la medida de nuestro andar, unido a nuestra propia historia: revivir el sabor del primer Campari, las risas tristes de un Americano en Roma, aquella tarde de domingo en que asistí por primera vez a la Tosca, Espartaco como héroe en una tarde de sábado lluviosa... El tiempo de Roma en la propia historia.

Patio barrio Monti en RomaEsta mañana, con la frescura del alba, ese cielo celeste en una continuidad silenciosa contrasta con el abigarrado clamor de tantas voces superpuestas. En el patio de nuestra oficina, igual. Cielo azul terso y mil momentos e historias que han dejado sus huellas: ventanas tapiadas y otras abiertas como claraboyas, antiguas lavanderías convertidas en habitaciones, balcones cerrados como celdas de aislamiento y otros que surgen de la pared como una salida de emergencia o un trampolín hacia las estrellas.
Cada vez que entro en la oficina, me encuentro con la Roma de Miguel y luego esta Roma de nuestro patio. Su cielo celeste y sus voces. Allí estoy también yo, escuchando y hablando, construyendo también con mi tiempo la eternidad de esta ciudad. En Roma las tragedias, el dolor, es el que deja esa huella imperecedera en la historia, convertida en heroismo, sublimada en honor, lucha, inteligencia, genialidad... o desaparece sumido en las vidas de cada uno. Pocas veces se cuenta Roma con el tiempo de un plato de buena pasta, el fresco de la mañana en Vespa o el poder de la publicidad que lo invade todo como una conversación con mil voces que se convierten en un ruido. En esta Roma de Miguel encuentro también la eternidad de la vida cotidiana, ridícula o sublime y siempre tragicómica. Entro y me siento a trabajar un día más.

viernes, 26 de julio de 2013

Homo sum

El martes pasado tuve el placer de encontrarme con Sonia y José Luis. Paseamos por el barrio de Monti, tomado un refresco en un precioso bar en via Urbana, cerca del metro Cavour. Durante la conversación José Luis nos indicó la sensación de mareo con la que había salido del Palazzo Spada en donde había esperado disfrutar de sus maravillosos tesoros de arte. Era tal la multitud de obras que no le fue posible fijarse, contemplar.


Mi experiencia en el palazzo Spada fue muy diferente. Yo fui porque me presentaban a alguien... y no recuerdo casi nada más de esa mi primera visita sino su rostro. Para mí, palazzo Spada significaba el lugar donde poder encontrarlo.

Mi amiga Bábara hizo las presentaciones. Él me saludó con una ligera inclinación de cabeza y un sonrisa pilla, de quien juega con ventaja, de quien siempre sabrá más de lo que puedes imaginar y le gusta insinuarlo. Las sombras cubrían sus ojos haciendo su expresión casi enigmática, como una habitación fresca en penumbra en donde pueden celarse mil espacios y objetos. Con rizos de pelo negro y caprichoso mentón redondeado. Nariz recta y proporcionada, haciendo más delicado e inocente un rostro que sin ella podría rozar el cinismo. Joven sin miedo, dispuesto a rencillas, amores, juegos, proezas, locuras, músicas... cualquier joven y él, retratado por Carracci como una imagen de todo ello.

Tras despedirme, mis ojos veían sin mirar, transportados por aquel rostro que seguía hablándome de futuras aventuras como si fueran un juego. 

Sin embargo, otro joven se cruzó en mi camino. Ni siquiera se dio cuenta de mí. Estaba demasiado concentrado, casi apesadumbrado, con su cuerpo apoyado en una rodilla, inclinado hacia algo que había en el suelo y que al inicio no reconocí. No había en él ninguna sonrisa de aventura ni juego, sino la conciencia, el peso de haber vivido, de haber realizado un acto que ya formaría parte para siempre de su historia, sin vuelta. Un joven que parecía contemplar aquella cabeza descomunal y oscura, no como un trofeo, no con la grata satisfacción de la aventura realizada, de los honores futuros, sino con el abandono de quien ha luchado y al final queda solo, con la desnudez de quien nada tenía al empezar la lucha sino un descomunal adversario y ahora el contrincante está a sus pies. Pero habría podido ser al revés y era algo tan cierto que ahora no exulta, no hay alegría, sino reflexión y sentimiento: com-pasión. Orazio Gentileschi así encontró un día al joven David.

Aquellos dos jóvenes se me quedaron grabados en la memoria unidos al palazzo Spada. Dos jóvenes tan distintos a la hora de contemplar la vida. Dos personajes profundamente humanos pues hablan de lo que todos vivimos, dicen lo que nosotros somos, podrían ser nuestros o de cualquier otro. Ahí están para nosotros, con nosotros.


En palabras de un personaje de Terencio ‘Homo sum, humani nihil a me alienum puto' -nada de lo humano puedo considerarlo como extraño- o mejor, como dirá Unamuno transformando esta frase: ‘nullum hominem a me alienum puto’, ningún hombre me es extraño. Y así, en estos días, me contemplo encontrándome en medio de este sentimiento trágico de la vida, en el inexplicable dolor para el que no encuentran explicación mis amigos, ni el joven de oscuros cabellos ni el pensativo efébico. Ningún hombre me es extraño, y más cerca se encuentra el caído.

lunes, 15 de julio de 2013

Nada es estatua



Días de gran calor. El sol del mediodía parece deshacer las formas en halos y espejismos tras un aire lleno de cuerpo. Por la tarde, las tormentas derriten los contornos que suben como una nube de vapor y abandonan la pesada contundencia de las formas, cercanas al suelo, para convertirse en el inicio de una nueva tormenta, allá en lo alto.
Un encuentro con una amiga. El recuerdo de un dolor que sigue doliendo pues sale de dentro. Y en mi imaginación se representa una imagen clara y nítida. El arte de José Noguero me acerca a mi amiga como si estuviera casi tocando la transformación de sus recuerdos en vida, en sensaciones, en el paso del tiempo convertido en vida. Su escultura no representa la erosión ni el resquebrajamiento ni el vacío sino la movilidad de un cuerpo capaz de experimentar el calor, de hacerse líquido, de deshacerse en lágrimas de alegría o dolor. Incluso inerte, sigue comunicando en un fluir contenido. Contradicciones.

Lloran nuestros ojos y siente nuestro cuerpo y somos nosotros los que vivimos y revivimos. Sólo algo tan blando, caduco y extraordinariamente sencillo como nuestra carne es capaz de estar en este tiempo, en este mundo y participar de ellos. Luego pensamos, hablamos, escribimos, esculpimos, recordamos en el intento de ir más allá y que las vivencias encuentren puertas, se hagan otra carne, carne de papel, mármol o chip, que sobrevivan en otro espacio y en otros tiempos.
Tocados por esas palabras –otras vivencias- nuestra estatua se derrite, resuena con una nota que la hace vibrar, afloran las emociones contenidas. José Noguero no sólo ha cogido el movimiento yacente de la Cecilia del Maderno, su simbología que nos transporta, sus formas esculpidas haciendo liviana la piedra... José la emociona. Así me siento yo mientras escucho el relato de mi amiga: imperfecto y en devenir, derramado y superpuesto. Sin mi forma, sin mi cuerpo, sin mí, no habría dolor ni final porque no habría habido inicio. Limitado, con las experiencia de lo que se acaba y por tanto, con el sueño de que algo pueda ir más allá de mis límites, que pueda volcarse en regueros de mí, quizás en la eternidad o en el tiempo ilimitado de otras vidas, de otros ojos. Y esta experiencia es única, compartida sólo con los que compartimos tiempo, miserias y alegrías. Entiendo entonces que incluso Dios quisiera ser limitado, con carne y hueso, compartiendo lo que sólo así se puede vivir, ¿locura o estupidez?: dolor, placer, alegría, desilusiones, vida en tiempo, en un tiempo único en donde yo y mi forma/carne coinciden: no hay más y no hay copias. Sólo luego un después derramado, compartido que me gustaría fuera un siempre.