lunes, 16 de abril de 2007

Sueño en Monti

Entre estandartes un bosque
De truenos se alza y camina
Bajo nubes de cielo ocre
Desde San Juan en majestad
El que Providencia escoge
Caminando tras mil rostros
Ruega no caiga la noche
Sobre los campos del Urbe
Lleva una luz como brote
Nacido en planta de plata
Raíz de sombra en la torre
Miedo que sopla violento
Junto a la colosal mole
Aulla el abandono en ánima
Tiemblan cruces ante hoces
En tiniebla cae la luz
Bajo el Arco su eco corre
Cenizas y polvo a su paso
Dejan silenciosas voces

viernes, 2 de marzo de 2007

Una noche ante la Torre

Paso a paso, en silencio, Armando y Eneas fueron subiendo primero por via Cavour, ancha y señorial, para entrar al poco no sin un sobresalto de misteriosos presentimientos por parte de Eneas, en Via in Selci. El trazado irregular de los oscuros sanpietrini, el aire frío de la noche que bajaba afilándose entre los altos muros de piedra de pequeñas y altas ventanas, la ocuridad y el silencio atemporales hacían que Eneas buscara con la mirada los pies de Armando concentrándose en el camino que tenían que hacer. Al final de la subida con un movimiento inconsciente Armando sacó del bolsillo de su chaqueta unas grandes llaves de oscuro metal. Eneas no sabía dónde estaba ni le interesaba. Ahora se daba cuenta de que tenía ante sí una gran torre plantada en mitad de una plaza. La sensación que tuvo es como si estuviera fuera de lugar, como si su mundo la hubiera abandonado, como un viejo que ha vivido demasiados años y no le rodeasen más que los recuerdos de los que un día vivieron con él. Armando ya había entrado y él se apresuró a seguirle. Tenía ganas de sentarse, sentir el olor de una casa y aclarar un poco sus ideas, el motivo último o primero de su viaje a Roma.
Retumbó en el silencio del patio interno el golpe de la gran puerta de madera encerrando todo en sombras. A tientas, siguiendo el sonido de los pasos de Armando empezó a caminar por lo que suponía un lateral del patio porticado. Poco a poco se iba acostumbrando a la oscuridad de aquella construcción que hacía real la noche, oscura como no lo es nunca ya en la ciudad, antigua como en el origen de su tiempo y durante su historia. Subieron por una amplia escalera que se abría en una de las esquinas del portico. Otra llave y una tenue luz los acogió. Era un único ambiente con un suelo que parecía cálida tierra rojiza, sin nivel, surgiendo sin aparente diseño y sin más cohesión que el tiempo y la forma, entrando en el tacto rugosa y cálida como una piel de pescador. Hermanos de una familia de piel oscura una gran ‘madia’ de madera, un armario bajo, una cama, una escribanía y una gran librería se protegían amparándose en el los burladeros de los grandes muros. El techo era altísimo, casi en penumbras, como si sus negras maderas fueran la tapa de un gran tonel de roble que conservara el aroma del tiempo. Olía, de hecho, como las viejas hojas de un libro viejo.
-¡Qué maravilla! Exclamó Eneas encandilado ante la maravilla que tenía ante sí.
En la pared opuesta a la entrada había una pequeña lámpara de plata limpísima en la que ardía una mecha flotando en aceite. Parecía que un diminuto fuego surgiera de cada resplandor de aquel objeto en llamas. El metal era la luz y la llama su excusa.
-Te gusta, ¿eh? Es lo único que me queda. Lo único que es realmente mío.
-Nunca había visto nada igual.
-Hubo una época en la que Roma volvía a recobrar la alegría de un tiempo. Fue allá por incios del siglo IX. Volvían las calles a estar llenas de estandartes. Se oía de nuevo el ruido de los carros de bueyes para el transporte de los materiales e incluso entrando en las tabernas se podía uno topar con gente que opinaba sobre una nueva fachada o torre, sobre las imperfecciones o maravillas de algunas pinturas. Todo con bastante buen vino y mejor humor, llamándose las personas unas a otras con títulos romanos –¡salve, Patricius! ¡Cuánto tiempo sin verla Senatrix!- pensando toda la ciudad ser de nuevo la ‘madre del Imperio’. Esta es una de las lámparas menores que Pascual I regaló para la iglesia de Santa Prassedes. Es mi heredad, la última huella de mis antepasados los Capocci, un día señores de estas colinas que dan nombre al rione Monti, junto con este espacio al final del Vicus Suburanus.
De repente Eneas sintió un peso que ni Atlas en sus mejores tiempos podría soportar.
-Por favor, sentémonos un rato para charlar.
Apenas consiguió subir a la cama. Nada más relajar sus músculos se quedó dormido con la luz de la lámpara brillando como un punto luminoso en sus pupilas.

viernes, 16 de febrero de 2007

Vicolo Scellerato

Recobró aliento tras las empinadas escaleras de bajos escalones, demasiados para el final de la jornada. En silencio siguieron subiendo la colina hasta la alta palma de la entrada lateral de la facultad de Ingeniería. Via Eudossiana, en recuerdo de la mujer que aprovechando su imperial poder construye la primitiva iglesia actualmente conocida como S. Pietro in Vincolis. Roma es mujer.

Se paran un momento en la plaza ante la iglesia. La subida se había convertido en una leve pendiente y era el momento para un respiro. Luigi saca un paquete de cigarrillos y enciende uno. La noche es fría, tranquilamente silenciosa a esas horas. A lo lejos, la cumbre del Vittoriano tras la torre convertida en campanario de S. Francesco di Paola. La plaza parece un embudo que los invita a dejarse caer en un hueco que se abre en el edificio, justo enfrente de ellos. Casi sin darse cuenta sus pies empiezan a bajar. Atraídos por aquella boca oscura, madriguera que conduce hacia un país de maravillas lejanas, se acercan al Vicolo Scellerato. Saliendo de las paredes y la bóveda de aquel túnel se oyen unas voces que provienen de una oscuridad con ecos que las hace lejanas.

-Querido Tarquinio, Arunte, tu hermano no es un hombre. Aquí me tienes. Estaba destinada a un gran futuro, con la belleza de una diosa y mírame, marchita por culpa de Arunte.

-No es verdad. No digas tonterías.

-Quiero ser mujer del soberano de Roma, quiero ser reina. ¡Maldito padre! Todo se conjura contra mí, incluso mi hermana ¿no le habrás dicho nada? También tú te encuentras con una mujer que te ablanda el cerebro y que no te dejará llegar a ser nadie.

- ¿Qué podemos hacer?

-Mira. Se vive sólo una vez. Yo ya tengo 40 años y tú vas para 50. ¿A qué esperas para reclamar el trono? Eres hijo del rey Tarquinio Prisco. Eres fuerte, noble y hermoso. ¿Por qué no corregimos los errores del destino? Liberémonos de lo que nos aflige. Tú eliminas a tu mujer, yo a mi marido y nos casamos. Luego, conquistaremos la corona.

Un poco de veneno y Arunte y Tullia Maior salen de la escena. Así Tarquinio se casa con Tullia menor. Luego eliminarán al padre, el rey Servio Tullio con una conjura en la Curia. Tarquinio, vestido como rey acoge al viejo y sorprendido Servio. Intenta protestar pero Tarquinio lo agarra por el cuello y lo tira escaleras abajo sin que nadie mueva un dedo para ayudarlo. Escapa ensangrentado abriéndose paso entre un mar de personas que asisten impertérritas, muchas de ellas pagadas por Tarquinio. En ese momento Tullia entra en la Curia aclamando su nuevo marido como nuevo rey y le pide que complete la obra iniciada matando a su padre. Tarquinio se lo toma con calma, no ve como aquel viejo pueda suponer un peligro. Recomienda a su mujer que vuelva a su casa. Tullia, sube con rabia en su carro y se dirige hacia la Suburra, en donde tiene su palacio. Cuando llega a la via Cipria que conduce del Foro al Celio, a la altura del templo de Diana, hace que su auriga tome el clivo Urbio para dirigirse al Esquilino. En ese momento el auriga tira de las riendas y detiene el carro. En mitad del camino está tendido Servio Tullio.

-Bajo y lo meto en el carro- Dice el auriga.

-¡Estás loco! Pasa por encima.

El auriga fustiga los caballos pasando con un bamboleo sobre el cuerpo del anciano rey que muere.

Retumbaban aún los cascos de los caballos en las paredes del antiguo clivo Urbio, ahora vicolo Scellerato, cuando sus dos figuras se perdieron en la oscuridad, guiados por el único calor luminoso del cigarrillo que ya consumía el filtro.

viernes, 9 de febrero de 2007

Un encuentro junto al Coliseo

Estaba tan cansado que decidió coger un taxi. Imposible. Ninguno se paraba. Quizás no lo veían o quizás no tenía pinta de buen cliente. Al final, se subió al 86 y llegó a Termini. Allí fue derecho al metro, línea B y en 5 minutos había llegado a su parada: Colosseo. Eran las ocho y cuarto de la noche, fría y con el cielo cubierto de gruesas nubes anaranjadas por el resplandor de la ciudad. Tenía que encontrarse a la salida del metro con Armando Salvi, un guardia municipal jubilado que todos los años viajaba en verano hasta la remota Bahía de los Pingüinos.
-Nada. Lo que más me gusta, lo que busco es nada. Nada de humana construcción o huella que me recuerde algo. Una tabla. Poder dejar la casa, como mal necesario y no encontrar nada ¡Qué paz!
-¡Y a mí que me gusta la plenitud de esta ciudad! Incluso entre los adoquines, esos ‘sampietrini’ irregulares que castigan los pies, esconden en sus ranuras mil monedas, chapas, hierbajas en las calles sin tránsito... nada está vacío aquí. Una tierra hecha de tierra y no de mar, que sirve de cimiento de una generación a otra, en la que el movimiento no sólo destruye sino que sedimenta. Entrar en un patio como un libro escrito y no las blancas página de la naturaleza y su silencio que espera.
-Por eso. Demasiadas palabras, demasiadas cosas. Me llamarás viejo gruñón y lo soy, por la lucha diaria. Es demasiado. Me parece estar rodeado de miles de fantasmas, de un mundo que no puedo atrapar, misterioso. Todos estos artistas, curas, políticos, burócratas, comerciantes. Demasiadas vidas, problemas, ideas, chispas de ingenio o maldad.
Una música de saxo, cálida y tangible, recorrió la espina dorsal de Eneas como un estremecimiento. Notas improvisadas que sonaban extrañas a aquellas horas sin turistas, gratuitas, como la canción de un perro a la luna o de esa loba que seguía al acecho de sus cachorros-humanos en las sombras del templo de Venus, entre columnas que parecen sostener el peso del cielo plúmbeo.
Empezaron a caminar en silencio subiendo por unas sinuosas escaleras entre muros de ‘laterizio’ romano hacia el Colle Opio dejando a la espalda el Coliseo. Ya no hay vendedores de cachibaches ni turistas que busquen un tour al Coliseo o vayan hacia S. Pietro in Vincoli. Era una escalera que descansaba tras el telón de la noche que marcaba el final de la representación. En esta ciudad hasta las piedras tienen su papel, comparsas y no escenario, a veces incluso protagonistas; no sólo pretextos sino cronistas, cuentahistorias con su presencia ciega y muda.

sábado, 3 de febrero de 2007

Quinto Sulpicio

Roma no es tan grande en cuanto extensión pero sus 30 siglos de historia crean un espacio inconmensurable. Dar dos pasos significa llegar a lugares lejanísimos pues es una ciudad en la que el tiempo se convierte en espacio, dilata los detalles hasta hacerlos relativamente extensos. Muy cerca de la Columna de la Victoria la muralla Aureliana quedó mutilada por las necesidades del tráfico, justo al inicio de la via Salaria. Es una apertura que parece innatural en el paisaje de la zona. Tras su primera impresión negativa, Eneas del Polo decidió tomarse algo fresquito en Friends, un bar de moda en la zona. Saliendo, ya era casi de noche, se sorprendió ante la blancura de un pequeño monumento: una pequeña figura togada de un joven en pose declamatoria con un volumen no completamente desenrollado. Era Quinto Sulpicio Máximo, joven poeta muerto a la tierna edad de 11 años. Había participado en el Certamen capitolino del año 94 concursando con otros 52 poetas. No había ganado el certamen pero había maravillado con su inspiración a los jueces. Y, según sus ‘infelicísimos’ padres (Quinto y Licinia), fueron justamente las Musas las que lo llevaron a la muerte por el ‘excesivo estudio y amor’ que les dedicaba. Y así quedó su vida como su inspiración trucada, volumen a medio abrir entre lo que ha sido y lo que podía ser. ‘Dies Manibus Sacrum’ Una dedicatoria escondida en la muralla y en la torre defensiva de la ahora inexistente puerta Salaria, como piedras e historia que daban fundamento pero no hablaban hasta que una decisión urbanística controvertida las sacó a la luz. Y el volumen volvió a quedar entreabierto ante los ojos de los conductores que lo ven sin mirar, en un rincón atemporal junto a la casa medival del guardián de la Puerta, entre semáforos, autobuses superllenos, gente que va de compras a la Rinascente y siente el temblor del tráfico que pasa bajo la plaza corriendo sin pausa hacia el Muro Torto. “Deten esta locura de Fetonte”, así grita Júpiter a Apolo desde el poema griego del joven Quinto. El padre de los dioses lo recrimina por haber dejado su carro un momento en manos de un irresponsable. Muy actual, pensó Eneas. Se alisó las plumas del pecho satisfecho tras haber puesto a prueba largos años de estudios de paleografía ¡Cuántos Fetonte humanos jugaban con fuego al no respetar la naturaleza o la historia que tenían entre manos! Ahora tenía que volver a su alojamiento a toda prisa. Era tardísimo y llegaba tarde a una cita importante, el inicio de la misión que lo había traído hasta la lejana Roma.