Querido Iván:
Quizás te resulte extraño que te escriba, sobre todo cuando se supone que estas palabras tendrían que llegarte desde el más allá, un lugar en el que ya no creo -lo vivo- y en el que tú aún no crees. No importa, ya verás.
Te escribo porque no se me ocurre nada mejor. Podría haber hablado en sueños, resonar en tu imaginación como un déjà-vu, angustiarte como una premonición, haberte hecho encontrar un tesoro olvidado para que siempre me fueras grato. No lo sé, quizás aún haga algo de esto, pero mientras tanto te escribo, intentando que mis palabras empiecen a hablar de mí. No me malinterpretes. No se trata de nada trascendental o terrible, es un simple pasatiempo, el único tesoro que ahora poseo en gran cantidad.
Una coincidencia me hizo estar en tu camino. Ni siquiera te diste cuenta. Mientras estabais en
Plaza Navona alguien dijo mi nombre, casi en un susurro, de pasada, pero lo suficientemente claro como para que reviviera en forma de fama. No es fácil tener cuerpo de palabra, es un cuerpo ligero, escurridizo, más inútil que semilla en pedregal. Escuché mi nombre, quizás el eco, y eso me basta.
He conseguido ser muy parco, te lo aseguro, y ahora me doy cuenta. No tengo problemas de tiempo así que puedo concederme el lujo de pagar todo con la moneda más valiosa y que a mí no me cuesta nada. Ahora me doy cuenta de cuántas energías, combustiones y horas mortales –esas que sí cuestan como bien sabía Momo incluso en el limbo de su mundo inventado- horas convertidas en utensilios, alimentos, viajes, adornos, cobijo, competiciones y arte.
Sí, soy viejo y creo que por eso soy flexible, que en mi opinión no es una cosa poco importante. No pongas esa cara de sorpresa. Dicen que cuando uno es joven es flexible pero yo diría que la flexibilidad se adquiere estando a remojo en el tiempo. Quizás la debilidad del niño se pueda confundir con la flexibilidad pero a medida que se recubre con el vigor físico, se muestra en toda su dureza. No digo que sea mala o buena esta dureza, sino que poco a poco aprendes a mecerte con el viento antes que a resistirlo. Todo para seguir bien plantado.
Cuando decidí construir la capilla en el
Trastevere ya estaba dedicando más energías a desenmarañar la madeja de las ocupaciones, intereses y relaciones que a dar tijeretazos. Los vientos pueden venir de tantos lugares, a veces combinados con lluvias o sequía, puedes estar a merced de la fortuna que actúa misteriosamente intentando cambiar tus pasos. Una puerta que se cierra, un viaje que no hiciste, un amor que no se cruzó en tu camino y parece ser la dueña absoluta del tiempo contra la que nada se puede hacer. Nada en diagonal. Déjate llevar por la corriente sin perder de vista la meta. ¿Oportunismo, flaqueza, hipocresía? El límite es muy sutil. Yo prefiero mirarme desde fuera, cada día, como en un escenario. ¡Cuántos papeles interpretamos y cuántos somos!
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Portal del palacio de la familia Avila en via Monte Giordano 2, Roma |
Mi casa se ha convertido en una pensión para pintores. Por las mañanas nos despiertan las campanas de San Simeón y San Judas en Monte Giordano, a la sombra de los aún poderosos Orsini. Y pensar que mi antepasado Diego Ávila compró dos casuchas en esta zona con la pequeña fortuna que le dejó en depósito un amigo antes de emprender un viaje hacia oriente. Su amigo nunca volvió. No sé cuánto le costó a Diego quedarse en Roma renunciando a su vida y orígenes hispanos, pero de lo que estoy seguro es de que se hizo romano muy rápido. En esta ciudad no puedes andarte con medias tintas.
Las campanas, las golondrinas, la ciudad se despierta hoy para ti como para mí entonces. Contigo oigo las voces del mercado en Piazza Navona, llena ahora de artistas y turistas. Sin ser rico tenía rentas suficientes para poder dedicarme yo también a la pintura y a alojar al Gherardi y a otros pintores de la Accademia.
Sé que conoces muy bien las callejuelas del centro. Como hiciste tú el otro día, a veces me encontraba paseando por el simple placer de ir admirando, escuchando los relatos de algún amigo que me ponía al corriente de las últimas novedades, de las últimas obras o de alguna que aún no conocía.
Ven conmigo, demos dos pasos juntos, ahora te cuento algo de mí.
Roma a finales del s. XVII sigue creciendo a pesar de los permanentes vientos de guerra en Europa. Tan cerca y tan lejos. Allá en el Norte la dos hijas de Jacobo II al final han conseguido echar al padre. Dejó Inglaterra para refugiarse en Francia. Ahora reina Guillermo III, el Orange marido de María que rápidamente ha borrado de un plumazo la Declaración de Indulgencia y ¡adiós la libertad de culto a los católicos! Aunque te parezca raro las cosas van así en estos tiempos. Quizás sea por eso que últimamente su Santidad anda un poco pachucho. No creo que pase de este año. Pero bueno, ese es otro cuento y otro escenario. Siempre me voy por las ramas.
¿Te acuerdas? Muy cerca de mi casa está la estatua del Pasquino. Por allí paso todos los días. El rey Sol no la ilumina, aunque muchas piedras se muevan con su dorado poder. Un poco más allá dejo alguna moneda en las manos de los niños que siempre rondan ante santa María dell’Anima, pero muchas más dejé en las manos del Gherardi para que hiciera una capilla en Santa María del Trastevere. Una enorme alegría verla terminada, aunque a veces me oscurezco con una sombra de orgullosa vanidad.
Una locura dirás. Sí. Yo también lo pensaba. Por nacimiento recibí dones, educación y herencia. Escuchando a Miguel de Molinos –parece que ahora no es santo de la devoción de su Santidad- ¿cuántas veces me interrogué sobre cual era el modo de comportarse de un buen cristiano? Seguir el estudio de las ciencias, de la reflexión, de la teología o dedicarme al cultivo de las artes, quizás profundizar en la administración y hacer carrera -podría haber sido un buen contable para los Orsini o incluso en la cancillería papal, ¿no crees?- o podría dar todos mis bienes y zarpar hacia tierras lejanas. Quizás hubiera sido más cómodo, más proficuo para sabe Dios quien. Pero como me has recordado tú, me he decidido por el pincel y seguir con la vida cotidiana romana. Bueno, cotidianamente romana, un poco San Jerónimo, asceta y literato eremita, un poco actor mundano en el palco de esta plaza del mundo, centro de mi propio círculo con radios de tiempo, lugar e intereses. Y así salió mi capilla. Me lo he gastado todo, todo lo que no gasto en pinceles, en alojar a estos bohemios, en mantener la casa y que al menos no les falte de comer a los chicos de via dell’Anima. Ayer me dijeron que uno ha ido a parar a Tor di Nona y tendré que ir, esperando que salga pronto antes de que la humedad y los golpes lo dejen mal parado o más seco que los cappucini de la Inmaculada.
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Lucernario en la capilla Avila en Santa Maria in Trastevere |
Antonio, el Gherardi, me entendió perfectamente. ¡Cuántas veces paseábamos juntos! Y aunque no era arquitecto se las ingenió para crear esta galería del tiempo y la vida, abierta hacia el cielo, hacia la luz pero también creando sombras y este san Jerónimo al fondo, asceta en el escenario.
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Galería de la Capilla Avila en Santa Maria in Trastevere |
El otro día, tú te quedaste a la entrada de
Santa Maria Sopra Minerva charlando con aquel joven que estaba pidiendo. Podrías haber entrado a pesar de la cara de pocos amigos que tenía la persona que, sin saludar, os amonestaba sobre las reglas para entrar. Escogiste. Un signo, una palabra, una posición. Yo, en tu lugar, también habría podido quedarme, darle mi tiempo, incluso algo de dinero, quizás todo. Escogemos constantemente y yo escogí a veces cosas opuestas, la entrega de no dejar todo lo recibido y al mismo tiempo romper también yo mi frasco de perfume carísimo. Aceptación de lo moral o socialmente correcto como imposición o libremente, tanto que en otros casos no lo acepté por ciega rebeldía o conciencia. Sólo puedo decir ahora que intentando querer.
Con el tiempo estoy aprendiendo a ser flexible y a ver tantos matices, lo heroico de vivir lo cotidiano desafiando la real posibilidad de dejar todo incluso por el más altruista y noble motivo.
¿Qué es mejor, más humano?¿qué es lo que siento como imperativo? Cuándo como soldado viajaba arriesgando mi vida en pos de un ideal por el que luchaba sin paga pero gastando todo, o luchar con los pinceles junto a monte Giordano en una callejuela de Roma, aceptando que no pasaré a la historia ni siquiera como el Gherardi que sólo mi capilla hable de mí. Por experiencia será difícil que la voz de alguno de los chicos de via dell’Anima pase más allá de su vejez. Aunque para mí ya sería mucho haber ayudado a que alguno llegue a viejo.
Sirva esta carta como recuerdo y deseo de nuevos encuentros, de más tiempo para seguir conversando sobre cosas inútiles que pueden cambiar la vida, esa única que tenemos, especial, irrepetible. Y cuando no haya tiempo, sea un motivo para no dejarse morir, para no dejar de vivir.