- ¡Aquí estoy! – dijo Raquel con una ‘o’ larguísima, como pronunciada en un extremo de un túnel que comunicase con el centro de la tierra. Una ‘o’ que esperaba respuesta, que buscaba un eco y que recibió inmediatamente la caricia de Nata estregándose desde los bigotes hasta la punta de la cola junto a su tobillo.
Cada vez que ella salía para un viaje un nudo se me formaba en el estómago, sólo en parte deshecho por la alegría con la que atravesaba el dintel. Cada vez que entraba, un bálsamo de aceite, agua y viento me tocaba. Al recibirlo me daba cuenta de la sequedad, sequía y calma chicha que se habían ido acumulando en mis jornadas, sin darme cuenta, como el polvo del camino. Ella volvió y ha vuelto a salir.
- Hoy me he encontrado con Gaia en Porta Metronia y luego hemos ido a pasear hasta villa Celimontana.
Mientras me hablabas yo iba orzando. Ráfagas de viento surgían de tus brazos, de tu caminar, contundente. Y yo te miraba, te buscaba como la proa el viento.
Una casa es un puerto, pero como un capitán celoso que no toca tierra, estás deseando navegar. Una puerta está hecha de una luz verde y otra roja pero el alba y el atardecer, las puertas del tiempo, no admiten dinteles ni techos si quieres contemplarlos, aunque arrecien corrientes y vientos.
Entre la relativa seguridad del puerto y la abandonada tranquilidad del que vive surcando la superficie de aguas profundas y un cielo que es océano impenetrable para nuestra barca de tierra, tú escoges afrontar la condición de marino: siempre a merced para avanzar con inteligencia y sin prisa. Así, con viento contrario como hoy, vas de bolina, buscando el viento pero no demasiado, zigzageando. El viento empuja de refilón, jugando con la quilla que resiste. Se va adelante, con la tensión de la habilidad, aunque parezca que vamos hacia otro lado. La meta cuesta cuanto se quiere y a veces se llega por caminos tortuosos.
- ¡Qué tráfico junto a la muralla en Puerta Metronia! Estaba muy cerca del Celio y de la tranquilidad de via di Porta Latina, pero justo allí había un cruce con un tráfico infernal: sirenas de ambulancia que iban hacia el hospital de la Addolorata, ríos de coches que bajaban hacia el Eur saliendo de la ciudad y los que subían para ir hacia San Giovanni y el centro. Y yo, plantada, esperando. Así que hice una foto.
Volviste y has vuelto a salir pero antes habías tenido un momento de ‘nervosío’. Así lo llamas. Algo indecible a lo que pones nombre, de lo que puedes hablar, que describes, haciéndose de esta forma menos temible. A ti, a quien tanto te gusta ser narrador omnisciente, te asusta lo que no puede decirse.
Me has enseñado la foto. Metronia nunca fue una auténtica puerta de ciudad, sino una portezuela, una pequeña comunicación de servicio con los campos de los alrededores. La tapiaron en época medieval para hacer pasar un pequeño reguero: el Agua Mariana. Y así estuvo durante siglos, una pared entre campos de un lado y del otro, hasta que el tráfico del s. XX hizo que se abrieran nuevos arcos en las murallas para comunicar con el barrio Appio Latino y sus calles de preciosos y evocadores nombres: Metaponto, Iberia, Pannonia, Luni, Galazia, Acaia... En la foto aparece el tráfico que ahora la flanquea y una planta de alcaparras florecidas en estos días. Tu mirada no fue hacia las lápidas medievales que anuncian los trabajos de restauración, ni se fijó en el arco tapiado de la antigua puerta sino en unas alcaparras que cubrían los ladrillos.
Te sorprendió la belleza de sus flores, la increíble acrobacía de permanecer suspendida en misteriosos intersticios de la muralla, sin agua, descolgándose como una exhuberante cabellera en esta espalda de la ciudad bronceada como barro cocido.
Puerta Metronia |
Te he visto salir con paso decidido sin volver la vista atrás. Poco después me has enviado un mensaje: el ‘nervosío’ había dejado paso a un sentimiento de contricción por haber malgastado el tiempo de estar juntos. Siempre después de zarpar se ven las cosas de otro modo pero no por ello se vuelve atrás. Ni sería bueno dejar la travesía ni muchas veces se puede. A veces te echarías de cabeza en el mar del tiempo para regresar y decir una palabra justa, para intercambiar una mirada, para balbucear algo.
Una puerta puede ser un puerto y un puente, el muelle en el que esperar con ansia y en donde saludar en el último momento para estar más tiempo, más cerca, de quien sale. Libertad para entrar y salir...pero ¡cuánto me gustaría que lo hiciéramos juntos! Mi puerto vendría conmigo.
Intento imaginar el sabor intenso de las alcaparras y surge el recuerdo de las jornadas de pleno sol, de tierras calizas y áridas, de una tostada con anchoas y vino fresco. En un momento, preciso e ideal, el sabor de su amargura salada de lágrima verde se vierte para convertirse en gustoso complemento, agua y calor que se liberan. Frutos que llevan muy lejos el sabor de las raíces engarzadas en roca, en la puerta que abandonamos y nos espera.
Esta mañana, cuando salía, mi alma alcaparra se ha quedado agarrada a la puerta, en los entresijos de tu silencio.