miércoles, 16 de marzo de 2016

Una Aurora

Entrando estoy fuera. Entrando se rompieron los muros.
También yo podría salir de este tiempo, de estos lugares llevada por rápidos corceles. Dejar así lo que no tengo, fuerzas para cambiar mi viejo amor envejecido.

Aurora Ludovisi

María había entrado en el Casino de los Ludovisi una tarde soleada a finales de mayo de 1672. Desde tiempos de Gregorio XV, papa de la familia Ludovisi, sus jardines se habían convertido en un maravilloso lugar de encuentros y paseos. Para María, incluso tras el matrimonio con un Colonna y tener a disposición otros jardines, aquellos eran su lugar preferido en la ciudad. El Casino Ludovisi, esa casa de campo construida como una isla y un simple refugio para vivir mejor la belleza del jardín, siempre la había atraído desde su regreso a Roma.
El Guercino y el Tassi habían iluminado esta sala hace más de 50 años rompiendo con su pintura el bajo techo. Con ellos entró Eos y allí se quedó: el blanco, el rojo y el naranja de esta aurora briosa como ejemplo de un inicio constante. Con su arte rompieron los muros haciendo que entrara el viento, el movimiento, un ‘¡afuera!’ en este espacio que se te mete dentro. Empezar, emprender, una A capital para cada día.
Mañana también ella abriría el día corriendo a caballo hacia un tiempo nuevo. Dejaría atrás las cosas viejas. Empezaría de nuevo, aceptando el camino y que un día llegaría una noche sin aurora.
-No, no me das pena, Titono.
Bajo el velo que cubría al viejo imaginaba las facciones de su marido. El matrimonio con Lorenzo Onofrio fue impuesto como un trato de estado por parte de su tío, el cardenal Mazzarino, para romper un amor imposible entre el poderosísimo rey Luis de Francia y ella. Aún sentía las náuseas del largo viaje alejándose de Versalles y las terribles fiebres en Italia.
Un poco de aire, un cielo y plantas convertidas en un regalo para recuperar el tiempo de los inicios, un paraíso, unas espérides que para ella estaban cerca de París. Ella sentía el perfume de las flores, del rocío, derramados, frescos, con una claridad que iluminaba sus proyectos, el futuro de un tiempo nuevo que se abría, poco o mucho que fuera, ante ella. Tantas cosas no podía cambiar, pero ahora sabía que algo nuevo nacía para ella.

Su matrimonio que había nacido con el miedo y una relación hecha de educados protocolos, poco a poco había dado lugar a chispas de pasión e incluso momentos de ternura. Cuantas cosas se comparten, se aprenden, se aceptan. ¿Conformismo, resignación o adaptación? Lo cierto es que ella no sólo había sobrevivido sino que había disfrutado del tiempo, con una libertad extraña para la época y que todas envidiaban imitándola o difamándola. Habían nacido tres hijos. Y, sin embargo, había llegado el tiempo en que no compartía el lecho con Lorenzo desde hacía meses. Una decisión que había tomado y comunicado hablando abiertamente con él dejando al descubierto unas infidelidades que parecían normales, disculpables para todos menos para ella.
Decían que el amor rejuvenece, que el tiempo no importa. En cambio, para ella, como le recordaba Eos y Titono, el amor en diversos momentos de su vida le había traído dolor en forma de distancia resquebrajadora. Primero renunciando a lo que quería y no podía ser, luego renunciando a quien no la quería y pretendía ser marido sólo en apariencia.

En el cielo de la sala Eos parecía tan feliz. Por una parte pertenecía a un tiempo de titanes, de fuerzas impetuosas, hija de Hyperion. Por otra, podía permitirse la debilidad de elegir libremente, subyugada por esa fuerza del amor hacia un mortal.
Eos había elegido y había obtenido un amante sin tener en cuenta los cambios. Esa aurora de encarnadas mejillas había pretendido un amor eterno haciendo inmortal a Titono, sin considerar que no es importante sólo el final sino sobre todo el tiempo del camino. No importa que el vínculo dure para siempre si se transforma en una condena. Titono enamorado, siempre detrás, sin morir pero cada vez más viejo, sin fuerzas, recordando cada mañana a Aurora una miseria que ya no soportaba. Su tiempo no era el suyo, no había sintonía, sin acorde, curiosamente sin ir a tiempo ni sonido. Y eso que no se arregla en el tiempo no se arregla con la eternidad.
Ella, una de las graciosas ‘mazzarinette’ no había elegido –afortunadas las pocas mujeres que puede escoger- y había obtenido un marido siendo consciente de los cambios lentos o rápidos que van sucediendo.
Lorenzo nunca fue su dios pero no por ello su desilusión fue menos grave ni menos fuerte su determinación. También ella, como Eos, daba la nota buscando la sinfonía, desgranando su tiempo.

Ahora, viendo esta Aurora –parece feliz en su condena y dolor matutino-, salgo de nuevo al jardín para respirar a pleno pulmón. Tierra de Lúculo, jardín maravilloso que vive, que necesita mil curas, agua y luz de esta Roma con la que pronto, muy pronto, romperé.

Corred caballos hacia el poniente y el mar llevando mi dolor y esperanza. Quizás encuentre de nuevo a mi sol, mañana.

martes, 1 de marzo de 2016

Locuras


Una invitación a contemplar este cuadro, a entrar en la historia de Juan Gilaberto Jofré, en la Valencia de finales del s. XIV e inicios del XV... y en nuestras locuras. En este callejón...
El padre Jofré protegiendo a un loco. Obra de J. Sorolla como trabajo final durante su estancia como becario en la Academa de España en Roma 1887

Yo nunca estuve loco del todo, aunque poco a poco ese todo se va haciendo más pequeño. Al menos, así parece. 
Hubo un tiempo en que nadie me escuchaba. Estaban todos muy serios cuando trataba cuestiones de filosofía del derecho o sobre las bases éticas de las leyes. Incluso yo estaba serio. ¿Quién lo diría?
Hubo un tiempo en que sólo tenía ideas raras o excentricidades pero yo no era el raro. Me querían más o menos y yo me quería seguramente más que ellos. Era un tipo. Podía decir mentiras o verdades sin pensar que por decirlas se convertiesen en verdades o mentiras. 
Eso sí, las verdades parecían tales cuando eran un recuento cruel y despiadado, lista de cadáveres que sumía el tiempo en una especie de rigor mortis. Las mentiras en cambio viajaban sobre pies alados, inaferrables, juguetonas y pillas. Era importante no mirarlas a los ojos como tú haces ahora. 
La verdad parecía una historia sin palabras y sin personas: restos de hechos. La mentira eran los hijos que vendrían, reciclados, reconvertidos, rehechos. Por eso decidí que mis mentiras nunca podrían ser verdades y que las verdades tendrían que progresar, moverse y hacerse livianas.
Hubo un tiempo en que podía explorar las mil posibilidades de utilizar mis sentidos y mi cuerpo jugando a sentir el tacto de las superficies con la nariz, percibir la vibración del sonido con las yemas, gustar el sabor del agua, fresco como la corriente que entraba en mis oídos al sumergir mi cabeza en un riachuelo. Con dos trazos de color creaba un mundo porque sabía que el otro tenía ya su creador. Y era bueno.
Ahora, mientras me encuentro en este callejón, no soy alguien al que la naturaleza tema mientras vivo y sé que un día algo de ella no morirá definitivamente conmigo. No, ahora veo que la naturaleza no perderá nada conmigo porque todo quedará reducido a naturaleza, a un producto, siguiendo las leyes de conservación. Cualquier otro lo podrá hacer, cualquier otro podrá ser yo, ocupar un lugar con materia en movimiento, en este o cualquier otro tiempo. 
Por eso, no hace falta nada para estar loco. No se trata de ser un bicho raro sino todo lo contrario. Es mi locura: no existe la normalidad. Esa es la norma. ¿Por qué la tuya o la otra o la que nos mantuvo como carcamales durante siglos y siglos? Salgamos de la prisión de la rima y el endecasílabo, del cuerpo y del vestir, de las leyes o el razonamientos, de la mismísima palabra para ser al fin libres, no importa si muertos pero libres, todo por la libertad o todo por mi pueblo o todo por nada, es igual. Se puede dar todo como kamikaze o mártir y ¿quién distingue entre ambos?
Soy un loco y soy libre. Yo soy el que decide entre ambos. ¡Qué maravilla! A partir de esta revelación, cada vez que veo el reflejo de mi imagen me parece que corresponde con lo que quería, con lo que los otros esperan ver. Acomodante, con el aspecto de subversivo, libre pensador, artista o extravagante. No puedo humillarme ante las convenciones sociales y quiero que mis actos tengan los mismos derechos que las instituciones seculares, el mismo reconocimiento legal. No sólo soy Napoleón sino que, porque lo soy, quiero que todos lo reconozcan. Y acabo siéndolo. ¡Qué fuerza popular! Recito el papel de un dios que juega a tomar las semblanzas de un humano, engañando para reírme de las tristes historias, para quitar importancia a los pobres placeres, para luego escaparme más allá del tiempo.
Pobres locos: los locos de un tiempo encerrados, maltratados, sucios y fuera del mundo, endemoniados sin razón e imprevisibles. Harapientos y malnutridos, nauseabundos y poseídos de espíritus malignos. Dignos de pena o de risotadas de escarnio. Y aún hay gente que se descerebra para entender algo ¿por qué no se ríen conmigo? Que los lleven a una estructura donde ya alguien se ocupará o mejor ¿Por qué no siguen las tendencias virales y brillan durante segundos ante el público atónito? Es hora de estar a la última de palabra y cuerpo. En las toneladas de imágenes y sonidos ya no hay palabras, no se notan, y tampoco hay locura. La locura es un imprevisto intolerable. La locura es tolerar cualquier cosa como un imprevisto.
Virtualmente ya no hay locos que tiren piedras, ni locos que simplemente contemplen, ni locos que se interpongan con gesto temerario y severo, ni locos postrados. ¿A qué sí? ¡Dime que tengo razón!



viernes, 5 de febrero de 2016

Niña, Roma

Niña italiana con flores. J. Sorolla. Cuadro pintado en Roma durante su estancia como joven artista becario


No me miras de frente aunque sabes de mi presencia.
Estás concentrada en la belleza de unas flores que no has tenido que pagar, una belleza que puedes sentir sin tener que comprarla. Y ellas son bellas ahora, por tu tacto, por tu mirada satisfecha, por tus labios que esbozan una sonrisa.
Cabellos desordenados, piel morena y no muy limpia pero sobre la que el sol consigue posarse iluminándola con reflejos cálidos. Una curva suave junto a tu cuello es la luna menguante, encendida en la noche de tu pelo. Luna sobre el Palatino devuelto al sueño del tiempo.
Silenciosa aunque con una voz que proviene de las callejuelas, de los juegos y algarabías de estar al aire libre. Voz bronceada y oculta.
Hablas y te escucho con una palabra que eres tú, que coincide contigo. Sólo tú te puedes decir sin traicionar lo que eres. Quizás las flores lo traduzcan en lenguaje de savia y perfume pero yo no soy capaz. Te me escapas. Trazos como lazos y mechones que siguen indómitos el primer viento.
Te alimentas de la blancura, olor, forma de las flores mientras pasas hambre. Y como el hambre te apareces en la vida cotidiana, doblando una esquina de cualquier calle. Podrías ser cualquiera pero eres siempre tú.
Niña, te quiero imaginar, dejando atrás el tiempo, sin saber cuál es la medida colmada de lo que puedes sufrir y sobre todo el fardo de cuánto harás sufrir –te aseguro que pesa-, niña con el vestido en jirones pero el alma de una pieza, ligera.
Niña y Roma.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Antes de leer, mirar

Eran las 9 de la mañana y tras muchas dificultades conseguí vestirme. Al salir a la calle yo era un forastero, un poco menos común. Personas que durante años veía en el barrio pero que a malas penas me respondían a un buenos días, me preguntaban qué me había pasado, nos reconocíamos siendo capaces de hablar, notando el timbre de la voz y nos mirábamos por primera vez, quietos en la acera.
Ritmo de pasos de cojo, sincopado. Me convertí en un tocador de timbales, con una partitura de tiempos y espacios dilatados, una presencia a ritmo diverso, bajo, sin necesidad aparente, un fondo. Ví lo que el día anterior no existía para mí aún estando allí. Había un arcén de hojas amarillas caídas de los plátanos al margen del sendero limpio de los caminantes comunes que superaban el mínimo de velocidad. Para avanzar jugaba arrastrando las hojas descubriendo que el otoño me esperaba en ese borde del camino. En los pasos estrechos los viandantes me evitaban para no chocar. En todo momento era la presa elegida para los cazadores que al fin podían apuntar para lanzar sus preguntas deteniendo mi cuerpo herido.
Cansado y dolorido al fin me acogió Alessandro. No sólo me llevó en su taxi sino que vio mi mirada y hablamos del tiempo. No del frío, el viento o las nubes de este cálido otoño, sino de la necesidad de tiempo para vivir. Era un taxista un poco menos común,  que no quería ir corriendo de un lado a otro para hacer el mayor número posible de servicios. Un taxista al que la crisis le había hecho dejar su empresa y 18 horas de trabajo al día para trabajar 8 horas siendo capaz de hacer otras cosas, buscándolas. Al llegar ante San Pietro in Montorio aparcó el taxi y decidió que iba a entrar en esta iglesia. Estando en Roma había decidido contemplarla, dejando espacio y tiempo para recibir tiernas huellas, dedicándose a la sensual experiencia de emocionarse. Yo, tras subir la escalinata cojeando apoyado en su brazo, fui testigo, lo vi y también sonreí, y seguimos hablando cómplices en un susurro, intentando descubrir en la oscuridad del interior las formas y colores que nos regaló Sebastiano del Piombo.
Eran implacablemente las 09,50. Mirar significa no ver todas las cosas, ni verlas completamente. Significa notar, hacer surgir alguna, cambiar el ritmo llano escalando o sumergiéndonos en las simas de la realidad. Alessandro se quedó no sé hasta cuando. Quería también visitar el contiguo Tempietto del Bramante, algo que ningún cliente le hubiera podido pagar o que siendo mucho más rico o famoso, tendría dificultades para contemplar, con esa mirada correspondida de amante cómplice, sin vergüenza pero con tacto, sin prisas pero con hambre, íntimos. Así los dejé, sinvergüenzas, Alessandro y el Tempietto, desnudos, sin telas ante sus ojos.
Hace falta tiempo para mirar y para mirarse. Sin embargo hay personas que han acostumbrado sus ojos a mirar: en un momento, mirándome y no sólo viéndome, Ángeles Albert me brindó su brazo para bajar unos escalones y me hizo traer una silla para tener el pie en alto. La directora no se había olvidado de este músico del fondo. Redoble de timbales para introducirnos en el maravilloso salón de los retratos.
Portada del nuevo libro de Joaquín del Valle-Inclán

Joaquín del Valle-Inclán se acercó para saludarme, preguntándome qué me había pasado y ofrecerme su libro, recordando mi petición del día anterior: ‘lo que es no es como es, sino como lo recuerdas’. Percusión en lenta cadencia, recuerdos que se hacen historia en la pluma de una persona que quiere y da tiempo para escuchar, para mirar, sin el ansia de rendir cuentas o ponerse medallas, con la paciencia reverente de quien sabe que la realidad es mucho mayor de lo que podría decir. Una de las pocas personas, además, en las que el tema de su conversación no es él mismo. Revivo su voz pausada y un poco trémula bajo un sombrero demasiado grande. Mi memoria hace ser lo que fue y quizás también lo que no fue sino sólo para mí.

Sentado al fondo de la sala, pierna en riste, acogí sin levantarme la sonrisa sincera y los dos besos de Patricia. A mi lado estaba la Zona de Obras que compré en su librería por sugerencia de Nico.
Hay un diseño que en algunos momentos consigo ver e incluso mirar contemplando con distancia los hilos de este tapiz o las teselas de este mosaico. He tenido que subir hasta esta colina, hasta esta torre, hasta el fondo de la sala, hasta mirarme con la nuca de Jano, para notar los colores y formas de las palabras de Leila Guerriero que poco antes había leído: ‘La gente es mucho más que aquello que hace –un escritor es mucho más que un hombre que escribe-,pero, hundidos en las cenagosas aguas de la especialización, solemos perderlo de vista’. Y aquí lo encontré. El libro de Leila, Paticia, Franciso Xavier con su Cuadrante, José María Paz, Juan María Alzina que nos convocó... todos hilos que me indicaban la dirección de un encuentro, ondulando con los vientos de mi querida Coruña. Otras veces había recordado a Valle-Inclán, director de la Academia, escritor que vivía Roma, pero ayer me encontré con él.
Nos hicimos capaces de mirar donde otras sólo veíamos. Capaces de reconocer su voz como familiar, sus lugares como vividos. De la mano de Dianella Gambini, paseamos por los paisajes italianos del marqués de Brandomín y con nosotros venía Ramón del Valle-Inclán. Dianella nos invitaba a tender el oído y asomarnos a varias rendijas -que bonita palabra en italiano 'spiraglio'-: salones, jardines, capillas, colinas, calles y las palabras que resonaban en ellos, confirmando su presencia, como en aquella callejuela de Gaeta. Detalles en los que ella nos hace escuchar la voz del escritor, viajar a su lado en un itinerario por Italia que sería mucho más de lo que sabemos que dijo o escribió.
“Qui sine peccato est vestrum, primus in illam lapidem mittat” Hace falta mirar y no sólo ver para descubrir bajo el fango la posibilidad de una veste inmaculada. Divinas palabras, paradójicas siempre, considerando la pobreza de la tinta oscura, de la voz cálida pero evanescente, y la existencia de las personas comunes o  menos que comunes, las que podamos imaginar como más abyectas o más santas. También hoy, un día cualquiera, mal y bien se mezclan. Un pequeño grupo de personas lo revivimos, mirando, escuchando, con los ojos y el corazón bien abiertos. Yo, a ritmo de cojera, para aprender a ir más lento de lo normal, menos de los comunes.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Leones y ratones

En el uso de la iconografía animal el león siempre ha sido símbolo del imperio, de la fuerza indiscutible, de quien nada teme y es temido por todos, un símbolo heredado y pasado como amuleto incluso en los lugares en donde estos felinos eran sólo míticos animales de tierras lejanas. Combatir como un león -de ahí legión- indicaba el valor de quien es fuerte y no sólo como héroe que al final sucumbe sino para sobre-vivir.

Museos Capitolinos

Esopo -tenía que ser griego-, en una de sus fábulas lo hace co-protagonista junto con un ratón. Esopo los hace hablar a ambos y nos cuenta sus peripecias para indicarnos que ni siquiera el león puede verse libre de peligros. La magnanimidad que mostró ante los más débiles en el pasado (el ratón)  puede verse recompensada con un tratamiento similar en el futuro: al final el ratón conseguirá roer la cuerda que lo ataba. También podría ser que no, que el ratón fuera vengativo y se alegrara ante el aprieto en el que se encontraba el temido león. El perdón se hace perdonar, aunque sin hacerse ilusiones.
La historia nos enseña que grandes imperios se han derrumbado, que nada permanece inmutable, ni la fuerza, riqueza o poder, en la vida de un individuo y en la de las naciones. Y, sin embargo, hay momentos en que esa fuerza, como ante el ratón, se convierte en clemencia y magnanimidad, reportando salvíficos beneficios, primero porque ensancha el alma haciéndola ligera, y luego quizás recogiendo frutos cuando llegue la dificultad.
La historia nos habla de luchas, de vencedores y vencidos, de fuerzas en las que siempre el pez más grande se come al pequeño, siendo una cuestión sólo de tamaño, de músculos o capacidad destructiva. Incluso el pequeño ratón si se encuentra con la ocasión de ser león puede ser mezquino. No es cuestión de razas.
Sin embargo, hay momentos difíciles de la historia en los que un león puede encarnar una sabiduría que, sin oropeles ni demostraciones de potencia, pueda ser admirada más incluso que la fuerza devastante. En ese caso el león se muestra frágil, puede ser atacado, vapuleado o criticado por no aplicar las maneras fuertes, pero al mismo tiempo, su confianza y fuerza van más allá de su propia miseria y de la miseria de quien esá a su merced. ¿Tenemos sólo nuestra prestancia física, nuestra belleza externa, nuestra riqueza contingente o hay algo más que nos puede hacer estar seguros, algo que nadie pueda arrebatar? Esclavos que hacen de pedagogos, mujeres y hombres capaces de adoptar hijos, nueva vida, un legado, en pueblos venidos de lejos. Sin hijos propios, cuando el tiempo ha pasado o el tiempo llega al final, al viejo león sólo le queda confiar en la fuerza de un ánimo que se ha hecho grande (magno-ánimo), de una corriente que pasando todas las épocas, con mil meandros y ojos, reaflore siempre y nos acerque a lo mejor que el hombre podría ser.
¿Jóvenes aún o ya iniciando la vejez? No lo sé. Sólo espero que en cualquier edad no perdamos esa mirada confiada de quien, conociendo los peligros, para conservar la vida la defiende, lucha, pero no la encierra por miedo a perderla.
Leon Magno se encuentra con Atila obra de A. Algardi. Basílica de San Pedro


Leon Magno se encuentra con Atila, obra de Raffaello. Museos Vaticanos 

viernes, 18 de septiembre de 2015

Una línea de sombra

No es una casualidad que encontrando a Antonello haya saludado a Joseph Conrad, Ludovica Albertoni, Antonio Muñoz, a Maria Mancini e incluso a Manuel Godoy. ¿Y de dónde salen? Es lo que os quiero contar esta vez.
Antonello tiene una voz amable y pausada al teléfono. Una voz de una exquisita educación y sobre la cual viajaban en orden y concierto frases claras, con la armonía musical de una sintaxis aparentemente espontánea y bien construida, propia de una educación en la que las formas eran parte del contenido. Fue un placer citarme con él al día siguiente en el número 2 de Piazza Campitelli.
Dejando el tráfico de via del Teatro di Marcello llegué a una plaza que constituye otra de las múltiples islas de la ciudad. Tiene forma de rectángulo irregular delimitado por varios palacios del s. XVII y uno de los ejemplos más imponentes de fachada barroca en la iglesia de Santa Maria. No podía faltar una bonita fuente diseñada por el omnipresente Giacomo della Porta.
Al llegar al número 2 veo que corresponde al palazzo Albertoni Spinola, una de esas maravillosas cajas en las que albergar mil cachivaches, preciosas joyas de recuerdos, cientos de historias y de paredes multiformes construidas y reconstruidas durante más de dos mil años.
Fue preguntarle al portero por la libreria ‘Linea d’ombra’ del señor Antonello y recibir la sensación de la brisa del mar. Hasta ese momento en el que pronuncié en voz alta el nombre de la librería, no habían aflorado los recuerdos de las sensaciones vividas mientras leía el maravilloso relato de Joseph Conrad The Shadow Line: A Confession. Fiel a su misión de consejero y celoso vigilante, el portero me observó unos instantes y luego me indicó que la librería se encontraba pasando la puerta que se abría al final del patio del palacio.
Tras las sombras del patio, tras la línea de sombra de la puerta, lucía el sol. Una línea que era mucho más sutil y vanal de la narrada por Conrad pero que no dejó de recordarme las ilusiones, los sueños y responsabilidades de quien inicia a surcar los mares de la vida como capitán, al fin, de su propio velero: dejando un mundo de posibles para encontrar lo propio.
Antonello, charlando con su hijo, sentados ante la puerta del local, son los únicos letreros de esta Linea d’Ombra. Un apretón de manos y poco después me entrega el opúsculo de Antonio Muñoz titulado ‘Sinonimi del dialetto romanesco: novanta modi per dire imbecille’.  Mientras mis manos recogen el libro él se da cuenta que mis ojos vagan por las estanterías. Sonríe y me deja curiosear indicándome la zona dedicada a los libros sobre Roma.
Antonello en su Linea d'Ombra

Allí, en la línea de sombra de la estantería me encuentro con Maria Mancini. Ella, desde el año pasado, es un personaje que me saluda cada dos por tres desde los rincones más inopinados de esta ciudad. Siguiéndola he ido viajando por la corte más fastuosa de Europa en el s. XVII pero también en sus caminos más oscuros. Me he adentrado en la vida de su tío el cardenal Mazzarino, del joven Luis XIV enamorado de ella, de su matrimonio con Lorenzo Colonna, sus hijos y su fuga para recorrer Europa con una de sus hermanas. Una mujer hermosa y de gran carácter que de vez en cuando tengo el placer de saludar por las calles de Roma. Juraría que incluso me guiñó un ojo desde la fachada de San Anastasio.
Abrí el libro y esta vez lo que leí sobre ella, escrito por el mismísimo Voltaire, me decidió a comprarlo para conocerla más.
Maria Mancini y Luis XIV

No podía quedar retratada en esas palabras como una mujer-circunstancia, una ocasión para que se mostrase el gran ánimo del Rey Sol. Esta no era la Maria Mancini que yo había saludado y seguido aunque fuera de lejos, desde la otra acera de la calle del tiempo.
“La próxima vez que vengas te enseño el depósito, es un gran salón en este mismo palacio.” Con esta frase Antonello me dio el cambio. Me había hecho un descuento pero también un anuncio, rentable para ambos. Saludé a ambos, padre e hijo, con la promesa de volver pronto.
Al salir noté varias puertas abiertas hacia el patio y el pasillo de entrada, todas ellas precedidas del letrero Work in Rome, con interiores bien iluminados y de muebles modernos. Siguiendo atávicas costumbres, antes de consultar el oráculo de Google, le pregunté al portero. Me dijo que el patio se había convertido en un ir y venir de gente pues lo había ocupado esta empresa que se dedicaba al alquiler de espacios laborales compartidos. Por horas, días o meses puedes tener tu sala o simplemente tu escritorio con vistas al patio del palazzo Albertoni Spinola. Albertoni, Albertoni ¿de qué me suena? Claro, ¿como no caí antes? Roma se divierte a jugar al escondite. Este vez la vi. Panda por Ludovica.
Se escondía en el Trastevere pero su apellido no se me borró de la mente, ni su historia, ni su imagen convertida en una maravillosa estatua del Bernini. Ludovica Albertoni es otra mujer, otra gran historia que muchas veces queda eclipsada como si también ella fuera una simple circunstancia, como si fuera sólo el nombre de una mujer hecha inmortal por el gran Gian Lorenzo. Ir más allá de su piel de piedra no es fácil, precisamente por ser una piel tan hermosa y llena de significado. En el caso del éxtasis de Santa Teresa, en la iglesia de Santa Maria de la Victoria en Largo Santa Susana, la gran mujer castellana consigue, al menos para algunos, no quedar encerrada en su imagen y hacerse palabras, cobrar vida, tacto. No así en el caso de Ludovica en el que su existencia de mujer casada, madre, viuda y protagonista de la vida romana a finales del s. XV e inicios del XVI queda resumida en un movimiento fijo, encarnación estática en la piedra de un éxtasis yacente.

Volví a contar en este juego del escondite. Cada paso un número. 20.
Estaba de nuevo en la plaza, miré la fachada del palacio con ojos nuevos, imaginando las historias de las familias que lo habitaron, reformaron e incluso afearon con el último piso, añadido como un pegote, una costumbre impuesta con la nueva Roma de una Italia al fin unida y con una gran especulación edilicia para convertirla rápidamente en una capital. Poco antes de que el Papa dejara de ser monarca de los Estados Pontificios, este palacio fue propiedad de Manuel Godoy. Tras Trafalgar, Fontainebleau y el Motín de Aranjuez, Godoy y Carlos IV llegan a Roma dejando atrás mil peripecias e intrigas en tierras francesas. Aquí el otrora omnipotente ministro compra la preciosa Villa Celimontana, al lado del Coliseo, la reforma y sigue tejiendo sus redes diplomáticas, sorteando la animadversión de Fernando VII, viviendo en la ciudad del Papa su relación con Pepita Tudó primero de forma más o menos clandestina y luego dando inicio a una nueva etapa de su vida con el matrimonio celebrado por el cardenal Bartolomeo Pacca. Dejando el título de Principe de la Paz pasa a ser Príncipe de Bassano y el cardenal Pacca, a su vez, se convierte en huésped de Godoy en el palazzo Albertoni. Hagan juego, señores, hagan juego. Poco después se irá a París abandonando sus posesiones. Rien ne va plus.
Lugares de Roma que convocan antiguas historias, personajes que siguen mirando desde sus ventanas. Basta un libro, un patio, un portero, Antonello, una línea de sombra... y nuestra imaginación para devolverles cuerpo, pasión y palabra a los que sólo eran nombres, una imagen y datos.