Una puerta es un mapa. Una aldaba,
la ilusión que traemos al llegar junto a ella.
Puerta San Sebastián es una de las
más hermosas de Roma, un límite para indicarnos que la via Appia deja los
campos, las memorias del viaje, para entrar en casa, en la urbe, en un lugar
diverso e incluso diría en un tiempo distinto. Es el primer contacto, una mano
que saluda como bienvenida y que se alza bien en alto despidiéndose cada vez
que volvemos la vista atrás.
Acercarse a este lugar como meta,
para quedarse, parece un sin sentido pero en este caso lo tiene. Esta puerta
construida en las murallas del s. III, reconstruida en tiempos del emperador
Honorio, abandonada como el resto de la muralla como un vestido demasiado
grande -tanto había disminuido el cuerpo de la ciudad-, recuperada por los
desvelos de Nicolás V, nos invita a quedarnos para contemplar, como ella, a los
pasantes, renunciando por un momento al camino para ser piedra del dintel.
Durante mucho tiempo bueyes y
carros serán nuestros compañeros. La ciudad que da nombre a un imperio, con sus
miles de callejuelas y la algarabía de gentes, no se podía permitir el lujo de
los ‘grandes medios de transporte’. Desde antes de la primera hora del día ya
vibran en esta puerta voces y sonidos de mercaderes, soldados, viajeros de todo
tipo, mendigos y paseantes, clientes y esclavos, artesanos que prestan sus
servicios en la ciudad. La via Appia contiene miles de memorias de sus pasos en
sus lastras de piedra y en las piedras sepulcrales que la bordean. Memorias que
como rayos de luz se difunden desde la grandiosa Roma mirando hacia el sureste.
Si la Jerusalén celeste tiene 12
puertas y la Jeresalén terrena está tan lejos, destruida y luego bajo el poder
árabe, Roma se convierte en una nueva Jerusalén cristiana, meta de peregrinos y
lugar donde reside el poder de las llaves. Unas llaves dobles y una doble
puerta: pasando por las puertas de Roma se hacía experiencia del paso a la Ciudad
Santa. Si un pobre pescador o un trozo de pan podían celar tantos misterios,
esta puerta que introducía a la pobre realidad de una ciudad reducida a grandes descampados con
impresionantes ruinas, unas pocas casas junto al río y unas cuantas basílicas,
seguía invitando a descubrir las huellas de lo divino. Roma pasa de ser símbolo
de la grandeza humana capaz de inmensas obras, capaz de vencer distancias y
tiempo, a ser símbolo de cómo en la historia, tras destrucción y abandono, se
puede encontrar lo eterno.
Un arcángel esculpido en la parte
interior de esta puerta habla de enviados celestes en medio de luchas terrenas.
Güelfos contra gibelinos que combaten el 29 de septiembre de 1327. Más que una
simple lucha entre partidarios del imperio y del papado, un espejo de la
realidad: la compejidad de los intereses y decisiones de cada día, de los
humanos afanes, nuestro tiempo, nuestra vida ¿para qué? Los ‘Colonna’ romanos
capitaneados por Giacomo Ponziano, gibelinos, contra los güelfos del rey de
Nápoles Roberto de Anjou, todos entregando sus vidas no por ideales abstractos
sobre la autoridad del que gobierna, sino por la concreta realización de un
reino que perdure más allá de nuestras luchas. Tanto los que vencieron ese día
–los romano-gibelinos- como los güelfos invocaron al arcángel Miguel en el día
de su fiesta. En el silencio del ángel en piedra ha quedado convertida la
ilusión de hacer partidarios de nuestras luchas entre las milicias celestes.
Silencio de aceptación de nuestras pobres ilusiones.
“Attollite portas principes
vestras et elevamini portae aeternales et introibit rex gloriae” resonaba el salmo
mientras la puerta engalanada se convertía en arco de triunfo para la entrada
de Carlos V, destructor de Roma y defensor de la iglesia romana, nuevo César
que casi todos querían tener lejos pero que todos querían ver, personificando
esta Roma, esclava y señora.
Como una puerta, como un breve
momento de equilibrio entre realidades que une y separa, así fue el
renacimiento en Roma antes del famoso Sacco de 1527. Un pasaje, un momento de
esperanzas que miran hacia delante y memorias que miran hacia el camino andado.
Un espacio que tiende a ser línea, de la anchura de un dintel, y no morada
espaciosa.
La puerta, queriendo tanto a la
ciudad, extendió sus brazos uniéndose con un arco del acueducto antoniniano. Nació entonces una especie de patio, cuenca de una mano que acoge o aprieta según el
caso. Nada se pierde. Y para no perder este arco la memoria y el arte lo
engalanan asociándolo, en este caso, al tanto querido Druso, le dan un nombre y
una historia. El agua que pasaba inaferrable sobre este arco nos trae ahora su
recuerdo. Y así esta construcción sin ser de la época de Augusto pasa a ser una
memoria de su época dorada, de una persona que había encantado al mismísimo Octavio,
y que nos da la bienvenida a su ciudad a su casa, a la que nunca volvió tras su
campaña germánica.
Un personaje que siempre quiso
vivir al límite fue un tal Ettore Muti... y eligió la puerta para construirse
su apartamento de aventurero futurista cuando volvía a Roma. Ettore como pocos
encarna en sus vivencias la locura de un tiempo y las contradicciones de los
héroes que viven en las gestas sucumbiendo en las cotidianas batallas, viviendo
para para tocar el límite sin querer cuestionarse ni para qué ni por qué. Vivir
en la cuerda floja, en el breve tiempo y espacio de una vida-puerta.
Desde una
de las ventanas del actual Museo delle Mura contemplo un panorama maravilloso
que llega hasta la Villa dei Quintilli y me invita a ascender hasta los
Castelli. Me siento guardián de la torre ante un verdeante desierto de los
tártaros y viajero de las mil y una noches. Exóticas notas de música vienen del
oriente, sabio y sensual como la voz de Scheherazade, traídas desde Persia por
la antigua calzada. Allí, como aquí, las historias prolongan la vida y las
puertas conducen a maravillosos encuentros.Vista del Museo delle Mura en Porta San Sebastiano (Roma)