El fuego no se puede contar y tampoco sus sombras. El fuego que estudiamos no nos calienta y es imposible imaginar el calor sin sentirlo.
Si hablamos de fuego enseguida me
vienen a la mente conceptos como luz, intimidad, fiesta, compartir, calor; pero
poco después surgen otros como incendio, cenizas, quemaduras, desolación.
Una potencia siempre compleja,
ambigua o al menos paradójica: amorosa y destructora, cálida y vital o destructora
y torturante que reduce todo a escombros carbonizados de donde se ha escapado
la vida consumida en humo y violento crepitar. Estos dos aspectos son los que
se dieron cita en mi imaginación al contemplar recientemente el arte del
Baciccia en la iglesia del Gesù.
¿Por qué el Baciccia me quemaba y
atraía al mismo tiempo?¿Qué concepto, con qué palabras, podría expresar estas
dos caras de la realidad? Por casualidad inicial y búsqueda después, me
encontré con el italiano ‘buio’. El ‘buio’ no es la oscuridad, no es una
negación, sino un color y una situación existencial. Para desentrañar el
contenido que encierran estas simples 4 letras me ayudó entrar en su historia,
en su familia, seguir un hilo que salvando el laberinto del uso secular, fuera
una mano a la que asirme para iniciar el camino sin volverme. Y qué alegría al
encontrarme con papá ‘burius’ y mamá ‘urere’. Burius designa un color rojo oscuro,
intenso pero apagado, un rescoldo, en el que se muestra la energía luminosa que
fue en lo que que queda: los residuos de la combustión. Es siempre ‘burius’ el
que está detrás del brown inglés y del braun alemán, designando en origen una
extraña mezcla entre naranja y negro.
Entre los parientes del ‘buio’
italiano han quedado, como hermano pobre y casi desconocido en nuestros días,
el español ‘buriel’ y la pequeña hermanita italiana ‘burella’ que da nombre
tanto a un tipo de vaca lechera –bien morena para diferenciarla de las
trabajadoras vacas blancas- como a una ‘oscura’ calle del centro de la bella
Florencia.
En mi imaginación todo empezó
cuando vestido con un paño buriel –ahora lo puedo decir- iba capeando los
empellones del viento que se empeñaba en hacerme rodar hacia la plaza junto al
palazzo Altieri. Buscando refugio del viento endemoniado me imaginé con los
pies descalzos de los peregrinos caravagescos, uno más sin más, en la gran aula
del Gesù, abierta, sin columnas: una plaza pero sin viento a inicios del s. XVI.
Antes del gran Colegio Romano, antes de las universidades, antes de esa plaza
cubierta de glorias en frescos, estuvo la gruta en la colina que hoy es Trinità
dei Monti, los hospitales de fortuna, la casa de Santa Marta delle Mal-maritate.
Brasas que han dado luz y se han consumido por un calor que no va más allá del
conctacto, que no se puede fijar, que es un derroche de energías, que no
produce intereses pero que se propaga y sin el que la vida sería un frío
aburrimiento de muerte.
El Baciccia –siempre me hace
sonreír el sonido de este apodo de Giovanni Battista Gaulli- no pinta la luz,
incendia; su oscuridad son carbones, sus sombras tienen un cuerpo que danza. La
maldad es un frío fuego fatuo y la gloria una pasión coral de llamas y cuerpos
que se pasan destellos del incandescente blanco al tibio anaranjado. Los
personajes son un pardo y contradictorio buriel: un paño de humilde humanidad
contradictoria, capaz de alimentar la luminosa gloria acercándose a ella y
quedarse como ennegrecido tizón al alejarse de la fuente de luz y calor. Enciendo
una vela para tener cerca una luz de verdad, que se siente, baila, calienta. Frágil
y voraz.
También buriel podría ser el color
más apropiado a la hora de definir los vestidos de Ignacio conservados en su
pequeñísima celda engullida por un laberito de pasillos y nuevas construcciones
que a drede no la han digerido. También de buriel está vestido Ignacio en los
frescos de Pozzo, y burieles han sido las vidas de José Pignatelli y Arrupe,
separados por un centenar de años para no coincidir en vida y sólo por un metro
para acercarles en la memoria de sus sepulcros. Por cierto, si José Pignatelli
pasa desapercibido en su sepulcro, tiene un busto maravilloso del escultor Solá
en el presbiterio: en su sepulcro, las cenizas; en el altar, la gloria luminosa.
Parece que en la dura piedra se encarne el espíritu de sobrevivencia de la
orden de los jesuitas: reducida a huesos, pero siempre determinada. Este
aragonés, cuando ser aragonés podía significar tener raíces napolitanas,
mantuvo vivo el rescoldo, oscuro pero cálido, de esta paradójica Compañía
cuando se la había declarado difunta pero no acababa de morir. Y quizás la
alegría y el razonado asentimiento que muchos experimentaban viéndola en su
triste final se frustró con la descabellada ilusión de este aragonés por ser
jesuita a pesar de la edad, de la familia, de su enfermedad, de la lejanía e
incluso a pesar de que oficialmente los jesuitas ya no podían ser y no quedaba
ninguno por estos lares tras la bula del mismísimo papa Clemente XIV. Grandes
de linaje y recursos, como el delgado Pignatelli que nos muestra el mármol, que
se queman ardiendo como ascuas en oscuras historias y luego dan a luz una gran
hoguera. Tan sólo huesos, pero huesos de locura o enamorados, que en su nada
descarnada tienen el paradójico poder de acercar, de congregar, de saltar más
allá del poco tiempo en que eran auto-móviles para luego ser velas empujadas
por un soplo de viento, divino para unos o endemoniado para otros, en ambos
casos igualmente incomprensibles, como lo ardiente y oscuro, buriel.
Salgo a los aires furiosos de la
plaza y me encuentro con el anaranjado atardecer que va apagándose: el
‘imbrunire’ italiano que tanto me gusta. Un tiempo que como nuestra alba, se
viste de un color tan especial que le da nombre propio.
Una ‘apetta’, una de esas motos
con remolque que parecen zumbar en el equilibrio inestable y juguetón de sus
tres ruedas, pasó a mi lado. En su toldo de tela franciscana, escrito con
letras blancas: Cavalier G. Zazzaretta, legnami (maderas). Me imaginé a
Petronio haciendo entrar a esta hora del atardecer en su cena de Trimalcione al
Cavalier Zazzaretta, jovial y mordaz, siempre listo a una buena salida irónica.
Un auténtico nombre hablante, digno de una ocasión tan especial. Hay nombres
que hablan, que suenan y resuenan, sugiriendo significados, jugando con otras
palabras, trayendo a la mente imágenes. Nombres contradictorios, muy humanos, en una mezcla bien saturada de alturas gloriosas y lodos que cubren en las caídas.
Caminando
ahora ya en la oscuridad que en Roma es ‘buio’, subo por via IV Novembre y paso
junto a los Mercados de Trajano. Una torre inclinada, como de puntillas sobre
el Foro de Trajano, se asoma para ver la ciudad en sus incendios apagados y
sopla memorias para reavivar las llamas de la ilusión. A ver si vemos lo que
será.