El agua había caído abundantemente durante toda la semana y hoy no iba a ser diferente. A las nueve de la mañana Villa Borghese ofrecía un espectáculo invernal perfecto. El olor de la tierra mojada y las hojas marchitándose; la luz que apenas atravesaba el velo gris de las nubes y el extraño silencio que permitía escuchar las gotas de lluvia.
Las salas se nos concedían con la
amorosa calma de los días en que la vida dentro casa parece un tesoro
encontrado entre los rincones más conocidos.
Ibamos caminando con lenta despreocupación de vagabundos, disfrutando de las historias que surgían como si las obras de arte
fueran un ‘incipit’, una letra capital que en su belleza nos preanunciaba vidas
e imágenes. Sabíamos que la lluvia de fuera era nuestro reloj, cadencia pausada
aunque inexorable. Y seguíamos adentrándonos en ese bosque de salas. En una de
ellas mi hijo me preguntó por una obra indicándomela. Es curioso como muchas
veces la atención, ante la plenitud y multiplicidad de las cosas, pasa
inadvertidamente ante detalles e incluso ante realidades enormes que sorprenden
inmediatamente a otros. También en el espacio, como en la historia, son
necesarios tantos ojos, tantas vidas que al menos en un lugar y tiempo común se
den el relevo.
Y allí,
ante nosotros, la historia de Eneas volvió a irrumpir con la fuerza de unos
momentos dramáticos entre la destrucción de Troya y una huida
enloquecida:
"Pronto,
querido padre", le dije, "súbete sobre mi cuello, yo te llevaré en
mis hombros, y esta carga no me será pesada; suceda lo que suceda, común será
el peligro, común la salvación para ambos. Mi tierno Iulo vendrá conmigo y mi
esposa seguirá de lejos nuestros pasos. Vosotros mis criados, advertid bien
esto que voy a deciros. A la salida de la ciudad hay sobre un cerro un antiguo
templo de Ceres, ya abandonado, y junto a él un añoso ciprés, que la devoción
de nuestros mayores ha conservado por muchos años; allí nos dirigiremos todos,
yendo cada cuál por su lado. Tú, padre mío, lleva en tus manos los objetos
sagrados y nuestros patrios penates; a mí que salgo de tan recias lides y de
tan recientes matanzas, no me es lícito tocarlos hasta purificarme en las
corrientes aguas de un río..." Dicho esto, me cubro los anchos hombros y
el cuello con la piel de un rojo león, y me bajo para cargar con mi padre; el
pequeño Iulo ase mi diestra y sigue a su padre con desiguales pasos; detrás
viene mi esposa. Así cruzamos las oscuras calles.” (Eneida, Libro II,
traducción de Eugenio Ochoa).
En los ojos de los tres personajes
había tres mundos, el amante de una diosa, el pre-destinado, el primogénito de
una estirpe. Bernini ha sido fiel al texto de Virgilio centrándose en las
figuras masculinas y dejando a Creúsa, la esposa de Eneas, en una sombra
trágica. Ella permanece en un deambular entre las sombras lúgubres de la ciudad
incendiada, se queda atrás sacrificando la propia existencia. Su desaparición
de la historia pasa a ser un signo y holocausto aparentemente necesario para lo
que está por venir. Entrega su testigo a las sombras que no podrán hablar más
de ella ni gritar las culpas ni de la Historia, ni de los dioses ni de los hombres.
El por-venir de Eneas se entrelaza entonces con el de su padre y su hijo, como
en esta escultura, cortando el hilo que lo legaba a la hija de Príamo y a
Troya.
En esta mañana lluviosa la piedra se
hace soporte, material de unidad de las tres vidas representadas. Sin embargo,
el material vital que los ponía en contacto era la piedad o quizás sería mejor
decir la ‘pietas – eusebeia’ pues las cosas han cambiado mucho al utilizar esta
palabra.
La piedad ahora se entiende como un
acto de misericordia, de empatía, como un sentimiento de compasión siempre
desde lo alto hacia lo bajo. La ejerce quien tiene una situación mejor, e
incluso derecho, renunciando al ejercicio de ambos para no causar daños u
otorgar algún beneficio. También se puede entender en cuanto referida a las
prácticas religiosas, a una devoción medida en actos de culto público o privado.
Sin embargo, para Eneas la piedad,
lejos de ser un sentimiento que nos une a las desgracias de alguien, era la
historia que le tocaba, y le tocaba con sus manos rugosas o los gordezuelos
dedos de un niño. Una historia que llamaba a su puerta y a la que
necesariamente tenía que abrir, igual de inexorable y unida involuntariamente
al nacer y al morir. Por el simple hecho vivir la piedad te introducía en una
sociedad, en una familia e incluso en un orden cósmico y divino. Los penates,
tu padre, tu hijo, la ciudad que arde, todo está unido y forma parte de la
propia historia con precisas obligaciones. La piedad era entrar en esa historia
y asumirla, se situaba en el ámbito de la justicia y no en el de la caridad o
el amor. La piedad era la virtud de la Historia en conflicto muchas veces con
la propia historia, recordando a la libertad la contingencia del propio origen
y destino, dentro de un tiempo y un espacio más grandes.
Las tres edades y sus historias,
los amores de Anquises con Venus, los primeros años del pequeño Eneas con el
centauro, la vida en la corte de Troya, la guerra y todo lo que vendrá con los
enéades –sinónimo de romanos-, pasado y futuro, está contenido en esa
piedra-piedad: cargada de recuerdos y dioses lares, flácida por los avatares
del tiempo, ciega por la ira de Júpiter celoso de un mortal que había hecho
perder la cabeza nada menos que a Venus; o vigorosa incluso tras la derrota,
siempre dispuesta al viaje como inicio de una historia nueva, con paso firme y
brazos poderosos que acogen su propia historia. Piedra-piedad cubierta con la
piel de un león rojo, vestida sólo con el coraje de quien va más allá de la
razón o se queda a un paso de ella.
En cierta manera, si en este
mármol la piedad se hace carne no es por Bernini, sino por Creúsa, que la da a
luz en aquella noche. La piedad no es la compasión de la madre ante el hijo o
el marido muerto, es el aceptar en su vida o en la de los demás, una historia
que va más allá del propio tiempo y que al fin te relega a las sombras. ¿Fatalismo
o fuerza de la propia libertad en la entrega? ¿Maldad de los griegos, de los
dioses, de Eneas, de las fortuitas circunstancias de la noche -culpables todos-
o la conciencia de vivir en un tiempo, en un lugar que nunca escogemos y tan,
tan limitado por mucho que vivamos?
Mi hijo aún me da la mano. Un
gesto que puede parecer de niño pequeño pero que seguramente es más mío que
suyo. Un gesto que me recuerda que la historia que compartimos llega hasta el
tacto de sus dedos, entrelazándose con los míos.
Un poco más tarde nos paramos ante
la piedad de Rubens y la piedad de Federico Zuccari. Lejos de ser sólo un tema,
un estereotipo, aquella mujer, aquel hombre, dentro de su historia de dolor y
de otras alegrías que ya nadie contempla, nos pasan el testigo para hacer que
el tiempo no se derrame sin empapar nuestra pequeña tierra.