En Via della Gatta, saludando al felino de piedra que tranquilamente dormita en la cornisa de la parte posterior de palazzo Grazioli, nos paramos un rato para tomar un café en un precioso bar al otro lado de la calle. Parece que el bar participa de la elegante suntuosidad, para nada afectada sino cuidada y elaborada por los siglos, de la Galleria Doria-Pamphilj que está situada en los pisos superiores. Milagros, bibliotecaria del Instituto Cervantes, con su mirada pilla y atenta, me habla de su vida romana a pocos meses de regresar a su querida Zaragoza. Y me dice: “Roma es una ciudad despiadada”. Luego, seguimos nuestro itinerario disfrutando de otros lugares de la cultura española en Roma, pero su frase se me ha quedado grabada.
Yo siempre he pensado que Roma es
una ciudad de ‘piedad’, como escribí hace poco refiriéndome a mi última visita
a la Galleria Borghese. Sus contradicciones, sus miserias, hacen comprensibles
e incluso disculpables las nuestras y nos ponen ante esa ‘pietas’, esa aceptación
de la historia y de la propia historia. Y no entendía cómo Roma podía ser despiadada.
Pocos días después, en el patio de
S. Carlo alle Quattro Fontane esperando a Vicente, un joven cura vasco superior
de los trinitarios que allí tienen desde hace siglos su casa, su patio, su
iglesia, sentado a la sombra de los naranjos mientras varios gatos ronroneaban
al sol rodeados de pequeñas fresas silvestres seguía pareciéndome increíble y
exagerado calificar a Roma como ‘despiadada’. ¡Qué bien se estaba allí! Y, sin
embargo, la Roma de Milagros era de otra forma, y quizás había visto un rostro
que yo desconocía ¿Cuál era? Recordé que ella me hablaba de los muchos lugares,
propuestas, itinerarios, historias que la ciudad contenía como un mundo
inabarcable y que tenía que abandonar. Ciudad despiadada, ilimitada, titánica porque no te permite
ni el reposo ni el conocimiento que siempre es com-prender.
Un piano tiene 88 teclas y, a
parte de la similitud entre el 8 y el símbolo del infinito, no hay nada de más
concreto, limitado y a mano, que las teclas de un piano. Gracias a su
limitación podemos disfrutar con una infinita variedad de posibilidades que
nacen del arte, de esa genialidad llamada música. Notas y teclas limitadas que
permiten infinidad de composiciones. Pienso entonces que Roma es un piano con
cientos, miles de teclas, un abecedario incalculable... y la veo, ahora sí, despiadada. En la tranquilidad
del patio, pensando en la increíble variedad de lugares-teclas de Roma, me
siento incapaz de abarcarla, de abrazarla como quisiera, de componer una pieza
con inicio y fin, condenado a la impiedad que destila lo que no podemos
com-prender. En ese sentido nada hay más despiadado de la Piedad de Michelangelo,
piedra de toque de la muerte que no conseguimos dominar y queda siempre como el
límite tangible de nuestros anhelos.
Esa ciudad que como compañera está
tendida a mi lado desde hace 15 años, por primera vez se me presenta como una mujer
fatal que esconde una historia y un cuerpo que seguirá celando misterios.
Nunca seremos conquistadores sino conquistados. Esquiva y despiadada, juega
como los gatos, concediéndose y apartándose.
Absorto con mis pensamientos, mis
ojos ven sin mirar. Están fijos en un pequeño muro que delimita el sendero entre
los naranjos. De repente, me doy cuenta de lo que está pasando ante mi mirada. Una
pequeña araña da vueltas rapidísima entorno a una hormiga dejando, como una
estela invisible, hilos que la atrapan. La hormiga intenta salir de ese círculo
invisible luchando contra su destino. Yo permanezco en mi trono olímpico
contemplando la tragedia vital de esos seres en una lucha heroica por
sobrevivir: mors tua, vita mea, también en Roma.
Gira, gira, gira la araña
conquistando su presa que ya casi no tiene espacio. De una grieta en el muro
salen otras 2, luego 3, 4 hormigas que con movimientos nerviosos se acercan
hasta el campo de batalla. Empiezan a dar fastidio a la araña que se distrae de
su fiebre danzarina. Al final, la araña, hastiada de tanto incordio y quizás ya
dudando de si su pequeña presa vale la pena, se va de puntillas, casi volando,
araña de pies alados. La hormiga prisionera, viendo su prisión sin guardián, se
anima y las otras desde fuera contribuyen a destruir con pequeños mordiscos la
invisible prisión de sutiles hilos. Al final, como una explosión de júbilo se
reunen y empiezan una danza goliárdica de puro placer vital mientras la
acompañan hasta su grieta-refugio, en una muda alegría que me conmueve.
Roma también es capaz de atraparte
y devorarte, inmovilizándote con sutiles hilos. Roma, teclado de interminables
blancas y negras, danzarina de mil vueltas que embriagan hasta un éxtasis que
te agota, derviche que mendiga ante ti conduciéndote en cada vuelta a un mareo
de sensaciones.
Poco después, siguiendo a Vicente,
subo por la escalera elicoidal del Borromini hasta la maravillosa biblioteca de
los trinitarios. Curvas que van ascendiendo y que parecen no tener fin. San
Carlino, tan pequeño y con tantos secretos en sus juegos de cóncavos y convexos,
un rincón donde descubrir también la despiadada realidad que va más allá de la
línea recta. Curvas y arco que mantienen incluso ese cuerpo lineal de maderas y libros que parece contener todos los intentos por entender algo de lo que somos, de lo que Roma es.
Acepto mi poquedad y el juego de
esta Roma, sabiendo que durante este tiempo mío me encontraré con Vicente, Javier,
Milagros, Aarón, Isabel... entrando gracias a ellos, con ellos, en tantas grietas
abiertas en la historia, como esta borrominiana, en donde encontrar refugio.