Hay viajes que se hacen
inolvidables: lugares que pasan a ser una experiencia y no sólo datos
geográficos o imágenes. Otros se hacen especiales por las personas que
encuentras y otros también por las personas que te acompañan. Sería ideal que
se juntaran todos estos elementos para hacer ‘el viaje’.
Lo bueno de estos viajes memorables es precisamente la capacidad que tienen para revivir, para
resurgir ante la voz de una emoción o un estímulo que te los planta delante, te
cogen de la mano y te llevan de vuelta a esos lugares en una odisea emocional. Basta
un poco de agua para que su semilla germine.
Ayer por la tarde me pasó así.
Pasaba ante la iglesia de Santa Dorotea en el Trastevere y, teniendo 5 minutos
en medio del ajetreo cotidiano, decidí entrar. Nunca acabaré de sorprenderme ante
esta extraña capacidad que tienen los lugares de Roma para hacer descubrir
nuevos detalles y engendrar novedades. La ciudad se desvela poco a poco, atractiva: siempre te está esperando e invitando cuando la encuentras en su intimidad. Basta saberlo para
descubrir sus miradas. El encuentro del tacto con su hermosa piel hace el resto.
La iglesia de Santa Dorotea tiene
una historia muy interesante -ahí lo dejo como invitación-. Sabía que Dorotea
era la patrona de los floristas y fruteros a raíz de la legendaria historia de
su martirio. Me senté en un banco y los recuerdos iban brotando. La primera
hoja tenía la forma de mi amigo Maurizio, gran artista de las composiciones
floreales. Alzando los ojos y viendo la cúpula y su decoración surgió la
segunda con el color de la curiosidad que tuve la primera vez que contemplé el
antiguo mapa de la ciudad realizado por el arquitecto Giovanni Battista Nolli.
Y es que allí mismo una placa nos recuerda que, al poco de terminar la
reconstrucción de la iglesia, el gran arquitecto Nolli murió y quedó enterrado
literalmente dentro de su obra. Viajé con la imaginación hacia la ciudad de
mediados del s. XVIII llena de campos, viñas y villas, con la abigarrada
algarabía de casas entorno a la gran curva del Tíber y la otra ciudad entorno a
la colina Vaticana, el Borgo, al otro lado del río. Un mapa siempre es una
invitación a viajar, una instantánea que deja vislumbrar el carácter, la edad,
el modo de mostrarse y ataviarse de esta ciudad.
Salí de la iglesia y la imagen de
santa Dorotea con su canesto de flores y frutas hizo revivir inopinadamente un
viaje estupendo de Santiago a Madrid con mi hermano, uno de esos viajes
especiales por quien te acompaña: y ya tenía toda una planta de recuerdos.
En ese viaje mi hermano conducía y me guiaba con el relato de sus aventuras laborales a lugares para mí desconocidos: campos de trigo, semillas, harinas, grandes barcos, puertos. Un mundo completamente distinto a la vida de una pequeña aldea con la huerta y las gallinas. Un mundo de OGM, grandes almacenes, productos químicos, hambre y negocios, donde las maravillosas semillas no son sólo pan, alimento o futuro sino una moneda que va cambiando de mano. Y mientras pedaleaba por el Lungotevere se abrió un recuerdo como una flor, una idea que me sorprendió mucho: Ahora algunos agricultores –quizás mejor llamarlos empresarios del campo- siembran semillas de mil diversas variedades de trigo para evitar los derechos de marca de las empresas que crean OGM y el uso de pesticidas y herbicidas, así las diversas variedades con sus raíces a diversos niveles y con sus características peculiares pueden cubrir un campo dando una mayor producción y complementándose. Sí, ya lo sé. Un día me estrellaré contra alguna farola o algún árbol al lado del Tíber persiguiendo estas ideas y recuerdos.
En ese viaje mi hermano conducía y me guiaba con el relato de sus aventuras laborales a lugares para mí desconocidos: campos de trigo, semillas, harinas, grandes barcos, puertos. Un mundo completamente distinto a la vida de una pequeña aldea con la huerta y las gallinas. Un mundo de OGM, grandes almacenes, productos químicos, hambre y negocios, donde las maravillosas semillas no son sólo pan, alimento o futuro sino una moneda que va cambiando de mano. Y mientras pedaleaba por el Lungotevere se abrió un recuerdo como una flor, una idea que me sorprendió mucho: Ahora algunos agricultores –quizás mejor llamarlos empresarios del campo- siembran semillas de mil diversas variedades de trigo para evitar los derechos de marca de las empresas que crean OGM y el uso de pesticidas y herbicidas, así las diversas variedades con sus raíces a diversos niveles y con sus características peculiares pueden cubrir un campo dando una mayor producción y complementándose. Sí, ya lo sé. Un día me estrellaré contra alguna farola o algún árbol al lado del Tíber persiguiendo estas ideas y recuerdos.
Mientras tanto, en mi viaje urbano
subiendo hacia mi casa a través de villa Borghese seguía viajando junto a mi
hermano, reviviendo Madrid de una forma nueva, como una ciudad a la que ahora
ya pertenecía también yo. Ya no estaría nunca allí sólo de paso o de visita. En
cierta manera era mía, quedaba unida a unas experiencias que seguían vivas: paseo
por el Retiro mientras pedaleo en Villa Borghese, llego al Coppedè pasando por
la Guindalera.
Cuando llego a casa tengo ganas de
mostrar mi plantita surgida de la memoria, hablar de este viaje, de los
recuerdos y hasta de los campos con miles de semillas. Y hablando noto como
esas miles de semillas que voy recogiendo por Roma quedan plantadas y dan
frutos, veo como los personajes tan diversos e historias de esta ciudad
enraízan cada uno a su modo, cada uno en un nivel de este suelo con humus de
historia. Roma no tendrá nunca un organismo genéticamente modificado ni
uniforme. Tendrá siempre malas hierbas, quizás incluso cizaña, pero seguirá
dando fruto en uno u otro modo, quizás 20, 40, 70 o 100, cada uno a su modo,
unos años más y otros menos. No hay semillas perfectas pero sí cargadas cada
una con sus matices.
Al
acostarme casi casi como un sueño, fruto de la jornada, veía un canasto lleno
de flores y frutas deliciosas. Unos niños, entrando descalzos desde la calle y
armando alboroto, me adelantaban y de puntillas cogían una fruta y la comían
antes de entrar en las dos salas de la primera escuela pía de Europa: una
cultura que seguía sembrando nuevas semillas, siempre distintas, traídas incluso
del pueblecito aragonés de Peralta hasta este campo romano.