La Roma eterna es sólo un
decorado, un poco más duradero y con cambios más lentos, de la sublime y
sensacional Roma: esta es la causa eterna y efímera que mueve todo. Es una
ciudad construida para sentir, sensacional en el profundo valor del término.
Las épocas de su crecimiento, sus lugares eran importantes en cuanto esenario
de eventos, lugares de sorpresa, de conmoción, de devoción, de fiesta, de
orgullo, de crueldad y gratitud. Lo estable de sus piedras, del arte que dura
en mármoles, pinturas, textos... está en función de los fluidos momentos de la
vida que se muestra, que se siente viva y se consuma, sonando con mil acordes
que resuenan en una cávea gigante de siglos.
Desde hace relativamente muy muy
poco tiempo, también en Roma, en vez de vivir los momentos muchas veces nos
preocupamos porque duren, por atraparlos y mantenerlos gracias a una nueva
ansia de poder. Esa ansia curiosamente deja como elementos duraderos en muchos
casos basura, escorias que forman una huella demasiado permanente ante la
belleza de un placer, de un uso que siempre y en todo caso es efímero. Ya no se
apela a la memoria con una imagen evocadora, sino que es el mismo instante el
que se atrapa en mil imágenes, comentarios, todo un banco de información atrapado
en redes sociales de arrastre.
En muchos casos no se comparten
las sensaciones, viviéndolas juntos, sino la efervescente sensación de
contarlas. Es más, se llegan a vivir sensaciones para compartirlas como
información o lo que es peor, la única sensación es el placer de pensar en cómo
compartir una experiencia cuando ésta ya ha pasado. Sin abandonarnos a lo
inaferrable e inenarrable nos perdemos en el cachibache que tenemos entre
manos.
Demasiadas veces lo importante es
tener 140 caracteres para construir un recinto de realidad, un evento, lo
perfecto, concluido como una esfera sin osmosis.
Sin embargo, viviendo en Roma creo
que lo perfecto y acabado no es de quí, o no lo era, al menos. Roma es
imperfecta e imperfecto: el tiempo del contar, de lo que siempre está en
devenir, de lo que se experimenta, de las historias y no pasa nunca a ser un punto
definido, cerrado, de la Historia. Incluso las grandes obras maestras insuperables
y testigos de la perfección parecen estar sumergidas en una corriente que no se
para: no son islas sino cimas en un sendero. Quizás por todo ello los romanos
se han olvidado de usar el pasado remoto, aoristo o pretérito indefinido,
dejando todo en un pasado próximo que contiene la debilidad del recién nacido.
Recorriendo este sendero
imperfecto y tortuoso, me encontré con un compañero de camino y sus historias. Algunas
de esas palabras de quien ahora llamo mi querido amigo valenciano, Pablo González
Tornel, las he descubierto en los libros La
fiesta Barroca y Santo Tomás de
Villanueva. Culto, historia y arte. Me senté a la vera del camino para
contemplar y disfrutar con su trabajo. Su
voz primero y luego su pluma me mostraban el encanto y belleza de lo efímero,
paradójicamente la condición primordial a la hora de considerar la historia:
revivir lo que era con lo que nos queda.
De sus palabras nace esta
reflexión y un estímulo para seguir mi camino. En Roma hay pocos lugares,
aunque significativos, donde encontrar testimonios relativos a Tomás García
Martínez, santo Tomás de Villanueva. No creo que muchos conozcan ni a este
personaje –podría ser un don cualquiera con ese nombre- ni estos lugares, pero
os invito con estas líneas a recoger estas huellas y encontrar todo un derroche
de energías, sentimientos, bellezas que lo acompañaron produciendo momentos
efímeros profundamente sentidos.
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Capilla de S. Tomás de Villanueva de Giovan Maria Baratta, Ercole Ferrata y Andrea Bergondi. Iglesia de Sant'Agostino, Roma. |
Su canonización el 1 de noviembre
de 1658 no fue de las más sonadas pero estaba llena de ese espíritu de fiesta y
sentimientos. Era una nueva representación colectiva en la que durante 8 días
se montaba un gran espectáculo, un auténtico teatro en Roma con todo tipo de
decoraciones pensadas para asombrar, hacer disfrutar, conmover, sorprender...
No se trataba sólo de informar sobre este Tomás: agustino, confesor de Carlos
I, arzobispo de Valencia, gran orador y famoso por su generosidad en ayuda de
los más necesitados. Estos eran los datos, pero podrían ser otros, podrían ser
más espectaculares o menos, lo importante es que se celebraba y, además, en una
canonización, se celebraba Roma como representación de todo el mundo, incluido
el ultraterreno de la Jerusalem celestial. Nada más y nada menos.
El evento era sentir y celebrar un
triunfo al estilo de la antigua Roma: la victoria de cada hombre, aunque fuera
el simple seguir vivo, era la victoria de Roma. El evento era sentir la belleza
de compartir la alegría en una boda gigantesca, mientras Giovanni Maria da
Bitonto, el encargado de la gran coreografía, iba vistiendo la basílica y la
ciudad con la misma expectativa y sensualidad con la que antiguamente se
preparaba a la esposa: paratam sicut sponsam ornatam viro suo.
Y así, en toda esta fiesta, en
este sentir y consentir se gastaban fortunas, tiempo, obras de arte que luego
se desmontarían, efímeras flores, todo ¿para qué? ¿Para celebrar un santo
famoso por dar limosnas? Lo mismo que el frasco con el perfume caro, toda esta
parafernalia, pompa, dispendio y aparato ¿no se podría invertir para dar a los
más pobres? Un eterno dilema para el que no hay recetas. El placer de un
perfume, una melodía, el gusto especial de un plato delicioso, un buen vino,
una carcajada, un vestido especial ¿cuándo lo efímero es injusto? ¿Qué
convierte su aroma en un daño que entristece en vez de producir placer? ¿Ante
los dolores propios y de los demás cabe la ligereza de una danza?
Es la locura de la vida que se
derrocha, que no deja de consumirse dando a cambio sólo el vivir, ojalá
sintiéndolo y compartiéndolo. La gratuidad del arte, inconsciente y quizás por
eso generoso como un fruto de amor, es como una música que llora o ríe pero que
va más allá de la mera sobrevivencia para con-vivir, con-mover.
Ante el gran teatro y adornos, en
la Roma de Alejandro VII, pienso que vale la pena todo el esfuerzo, trabajo,
arte e historia que producen los placeres efímeros. Me asombro, los admiro y
con placer los descubro con mis ojos convertidos en manos. Esa belleza efímera
es una medida de la vida: no segundos, sino momentos, sensaciones.
Cuando el vino no es sabor y aroma
sino sólo una mercancía, cuando un cuadro no es una fuente de deleite cada vez
que se ve sino sólo una inversión, cuando una fiesta no es compartir emociones y
vida sino un escaparate del propio poder... Entonces, en vez del placer que nos
une en el tiempo y que en él se acaba, lo usamos para abusar y mostrar
que es sólo de unos pocos que se lo pueden permitir. Cuando el placer es igual
al lujo sólo los lujos producen placer. En ese momento el deleite no llega como
un regalo, fruto de mi relación con las cosas, sino que está encerrado en mí,
en la satisfacción de estar a mi disposición. Cuando dejan de ser efímeras para ser
una posesión, cuando dejan de ser un regalo que la vida ofrece para ser un
deber que exijo, la belleza, las más hermosas sensaciones, el arte que sublima
lo vanal, todas, se hacen moneda, se estancan... y paso a vivir para contarlas en vez de
vivir para disfrutarlas. En cierta manera, al intentar poseer, soy poseído,
realmente enajenado, no con el éxtasis efímero que me hace superar los límites,
sublime, sino con la limitación y pérdida de mi única propiedad, de
mí.
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Capilla de S. Tomás de Villanueva en la iglesia de Sant'Agostino. Curación de un poseído. |
Cuanto más individuales son
nuestros placeres más cerca estamos de querer encerrarlos como una posesión
nuestra, como una satis-facción. Basta, medida colmada. Y así construimos sólo hórreos en vez de plazas. La alegría multitudinaria,
democrática – de todos aunque hubiera jerarquías muy definidas-, transversal
que en Roma explotaba por los motivos más diversos, lista siempre a aflorar y a
desbocarse, ha construido tantos espacios: necesitaba el teatro de una ciudad.
Ahora, casi todas las funciones se
han suspendido y, un poco nostálgicamente, la función primordial pasa a ser
contemplar el mismísimo escenario, pasear por él, imaginarse otros actores,
otras historias y actuar lo cotidiano como si nada fuera.