
Un intenso olor a café lo atrapó haciéndolo abandonar el ritmo de su carrera para entrar en un bar. Un buen cappuccino y un cornetto calmaron su estómago, demasiado vacío hasta para protestar con la punzada del hambre. Sólo entonces el frenesí de sus pasos dio paso a la voz de sus sentidos. El tintineo de las tazas sobre el viejo mármol le pareció la sonrisa de la piedra. Estaba en un bar, viejo por anclado en otra época pero, quizás por ello, quieto e impertubado. Aquel lugar había abandonado la carrera en la que participaban aparentemente todos persiguiendo o acompañando el cambio, amante celoso del tiempo. El tiempo entraba allí a tomar un café y luego lo saludaba hasta la próxima vez en que tuviera tiempo. Tampoco la señora Anna, la propietaria, tenía celos del apurado visitante. Ofrecía su refugio como una cantina donde se tomaba ‘il solito', lo de costumbre. Y no era retórica. El tiempo se tomaba una pausa sin el celoso cambio: dejaba, como un fardo, decisiones y proyectos en la memoria de Anna. Ella vertía el café como si fuera lo único que existiera en el mundo en ese momento, como si aquel personaje extraño fuera el que siempre ha sido, ‘il solito'.
-Vicolo del Gallo. Bonito nombre -pensó Eneas al salir del bar-, sobre todo a esta hora de la mañana. Seguramente el gallo ha cantado cuando el tiempo retomaba las riendas de la vida, teniendo aún el sabor del café en la boca.

Eneas recupera el ritmo de paseo. A la altura de la iglesia de Monserrat que da nombre a la calle, escucha unas notas de piano. Luego, un violín que con su fina voz parece escaparse por debajo de la puerta. Extrañamente la iglesia estaba abierta y entra silenciosamente. Una mujer delgada, joven, con el pelo largo y ondulado está de pie tocando el violín. Sus manos poseen una rapidez convertida en danza por el balanceo de su cuerpo. Detrás, un piano de cola con un joven atento a la partitura, dejando que misteriosamente lo que leen sus ojos se traduzca en movimiento de sus dedos haciendo vibrar cuerdas que suenan con vocales nuevas. Un extraño periplo para una voz que está dentro y fuera.
Al inicio de la nave, a pocos pasos de la entrada en donde Eneas se ha quedado semiescondido, hay un panel con un cartel que anuncia un concierto del Sonor Ensemble para esa tarde.

Mors tua vita mea. Roma se despertaba y poco a poco se convirtía en una ciudad en la que muchas personas no sentían las palabras, las preocupaciones, los sueños de los demás. Basta no tocarlos directamente. Y para evitar el contagio, muchos salen al nuevo día con máscaras de cera que cubren las miradas, que tapan los oídos, que atan las manos. Máscaras de actores sin papel, que no buscan autor, sin voz. Siempre con la excusa del tiempo que se va, que intentan ahorrar convencidos y engañados por los hombres grises, para enriquecer el gran banco del tiempo donde nada es suyo.
Eneas se daba cuenta de que sólo aquella música, la música que era pura relación, una voz nueva, palabra directa surgida como una fuente de bien común que nos enriquece a todos, podía lavar los rostros, derretir la cera, soltar como en un juego las ataduras que pretenden hacernos igual al tiempo: fugaz, sin poso, incomunicable, puro devenir.
En esta iglesia, en este momento, el paso de las notas deja un aroma nuevo, su secuencia se hace armonía con el alma para fecundarla en una relación que va más allá del momento. Un lugar, la ciudad, la mañana de este personaje venido desde muy lejos, se hace realmente eterna porque no se cierra en su historia o en sus intereses personales sino que se abre a la música, triste o danzarina, de los demás.