viernes, 5 de marzo de 2010

Narcileones

Nubes altas hacían que la aurora no traspasara con su luz los cristales de la ventana. Sabía que era el momento de levantarse de la cama pero esperaba algún movimiento, algún sonido que le indicara que alguien ya había inaugurado el nuevo día y lo esperaba.
Los pasos en el pasillo de techo altísimo eran la señal que estaba esperando.
-Buongiorno
-Buongiorno, ¿hoy qué piensas hacer? Ayer no te ví entrar ¿volviste tarde?
-¡Cuántas preguntas! Tomemos un café.
Ya la maquinilla estaba borbotando la densa y cremosa espuma. Dos tacitas.
-Sin azúcar, gracias. ¡Ah!
El torpor de la noche, de todas formas, no quería irse.
Armando le hablaba ahora de un extraño sueño. En la oscuridad, entre coches que dejaban estelas de luces, en una calle sin edificios que detuvieran al menos la curiosidad de los ojos, una mancha de luz quedaba mendigante al borde del tráfico.
Piedras viejas recién limpiadas, pequeños árboles apenas plantados, bancos que conservaban el brillo del barniz, todo como un regalo demasiado nuevo para los conductores que nada esperan. Movía a piedad y compasión, mezcladas con un punto de rabia justiciera. Empezó a escavar un foso, como una enorme trinchera, pero no era para refugiarse o construir un muro, era para meterse bajo tierra, bajo aquella piel maquillada, tocar los huesos de piedra de aquella pared-rostro que desentonaba de todo el resto. Escavando llegó a un pequeño hilo de agua que se perdía en mil gotas entre tubos, alcantarillas y cimientos.
‘De repente me di cuenta de que a mi espalda oía el rumor del agua de un río. Cada vez se oía más distintamente. El agua empezó a subir hasta inundar todo y llevarme con su corriente. La corriente había arrastrado también una multitud de coches que avanzaban más lentamente que yo. En el agua serprenteaba entre ellos. No sabía cómo salir de aquel río hasta que ante mí apareció una especie de torre antigua, como una isla que dividía en dos el curso del agua. Estaba rodeada de una reja a la que conseguí agarrarme. La corriente tiraba de mí con violencia con unas manos frías implacables. Al final, pude ascender lentamente por la reja hasta llegar a una de las paredes de rugoso ladrillo de aquella construcción. Un pilar sin puente, un lugar al que no se llegada desde ninguna parte, algo que no tenía sentido pero que me hizo descansar. Rendido me dormí en sueños.’
Marta entró con su mochila y una hoja en la mano.
-Papá, mira lo que he dibujado. Es un narcileón.
-¿Un qué?
-Lo contrario del camaleón. Es un animal que me he inventado, al que le gusta mucho mostrarse y llamar la atención. Aquí está en una jungla y se ha ‘mimetizado’ de oveja.¿Te gusta?
-Es muy bonito, aunque extraño. Parece que está a punto de explotar con las ganas de hacerse más grande.
-Tendrías que verlo convertido en foca en el desierto. ¿Qué me has puesto para merendar?
-Tostadas con mermelada. Vamos, que si no llegamos tarde.
Tras dejar a Marta en la escuela Armando le dijo que lo llevaría a dar una vuelta en su taxi. En medio del tráfico de la mañana Armando conducía con un instintivo espíritu de competición. Sin embargo, no tenía prisa. Sólo quería mostrarle dos lugares en los que la ciudad se había adueñado de su sueño: una fuente entre la colina de Villa Glori y el río Aniene y los restos de una construcción romana en el ‘quartiere africano’; la Fuente del ‘Acqua Acetosa’ y la ‘Sedia del diavolo’.

Son lugares en los que el tiempo hace sombra. Es como la figura de un viejecillo de paso lento que se nota a leguas a la entrada de una disco, destacándose no por su líneas imponentes sino por negación de sus contornos. Un narcileón involuntario que el tiempo ha dejado al descubierto, mal colocado en el juego del animal y su hábitat. Eran como ninfas que intentaban jugar entre prados, amores furtivos y manantiales de salud a las que el tiempo descubrió con su linterna desnudándolas del vestido de sus bosques. Los traicionó su sombra. Sus figuras quedaron recortadas, sin cauce, sin el volumen de un cuerpo. Antes se notaba su escondido escondite. Ahora se ve imponente su sombra, la incongruente ausencia de su contexto.

jueves, 31 de diciembre de 2009

Algo nuevo

Al bajar del autobús en Termini, el aire fresco de la noche y esa alegría que le recorría como un río subterráneo, le acompañaban haciendo ligeros sus pasos. Su caminar era confiado, como los niños que no se preocupan por el tráfico o la dirección cuando están cogidos de la mano. Iba mirando a los ojos a las personas con las que se cruzaba por via Giolitti. Al llegar a la piazza de Sta. Maria Maggiore se imaginó en lo alto de la columna. Y seguía sonriendo. ¡Qué pequeño era él y las pocas personas que a esa hora lo rodeaban! Se dio cuenta de la extraña ilusión en la que estaba viviendo cotidianamente: se dio cuenta de que justo un segundo antes pasaba por la plaza como si él fuera el centro del mundo, como si la plaza fuera el centro del universo, como si todo existiera porque él existía. Ahora, por un momento, le parecía estar lejos, asomándose como uno que vivía en las nubes. Cada objeto, los movimientos lentos vistos desde su altura, le sorprendían y se llenaban de matices diversos, de contrastes. Y era divertido. Muy cerca, en el foro, estaba el llamado Umbelicus Urbis cuando Roma pensaba ser el centro de un mundo eterno que abarcaba todo lo divino y humano.
Un lunático, uno que está fuera del mundo, uno que proviene del Finis Terrae: u olímpico divino o ícaro imprudente. ¡Qué grandes pretensiones tenemos en la Tierra! Como si fuera el ombligo del Universo, como si todo lo que existe dependiera de este pequeñísimo planeta y de estos seres racionales que hemos llegado en los últimos segundos de su existencia.
Ante esta inimaginable extensión de tiempo y espacio sonreía de nuevo pensando en su preocupación por el viaje, los billetes, los futuros empeños de su cargo, su pequeño gran país helado.
Embocó via Merulana y como era tarde y no había cenado entró en una pizzeria al ‘taglio’ en donde pidió un trozo de pizza y un supplí.
Seguía en ese momento atemporal... y eran ya las 12 de la noche. Junto a él una pareja de unos 50-60 años parecían también disfrutar de su propio mundo. Brindaban y escuchó un ¡Feliz día nuevo! Un beso y una mirada cómplice. Estrenaban un nuevo día, celebraban un tiempo nuevo, el suyo, en medio de este inmenso universo que continuaba girando en un tiempo inimaginable.

sábado, 31 de octubre de 2009

Y jugar por jugar

La distancia acerca a los que la comparten. A las 6 de la tarde Eneas tenía una cita con una chica que hace muchos años había conocido en el frío norte. Por casualidad había sabido que estaba en Roma y sólo ese motivo, tras tantos años, fue suficiente para volver a verse.
De lejos viene el viento, la lluvia, los temporales, sin conocer una causa, sin poder provocarlos o mandarlos. Así el recuerdo, la complicidad de los que añoran tiempos que fueron y disfrutan riendo de una complicidad unida a una lengua común, a un acento de tu pueblo, a un modo de entender lo que no se dice.
Siempre uno busca lo que no tiene. Medio feliz en cualquier parte. Y la plenitud del encuentro se convierte en una sonrisa placentera, de plenitud que ha dejado de ser esperanza para convertirse en realidad de palabras, en símbolo que recibe su otra mitad con la avidez en las miradas.
¡Qué alegría! De un rincón del alma salen danzarinas las parejas de palabras para tantos temas medio olvidados pero igualmente vivos, siempre esperando los acordes que los hagan resonar, que muevan sentimientos y haga surgir la belleza del ritmo, del movimiento apasionado.
En una mesa de un bar dentro de la Galleria Alberto Sordi, al lado de la Feltrinelli , ante una cerveza y una tónica, la alegría de estar juntos se ha alimentado con la vida que había surgido dentro de ella. Una vida fruto de la historia que se ha renovado, sin mirar atrás más que para disfrutar, como ahora, de lo que ha sido, sin dejar por eso de ser.

-Me miento tanto que me lo creo.

Verla sonreír se le contagia. El tiempo deja de existir, como un viaje a la velocidad de la luz de los recuerdos. Franqueada esa barrera cualquier frase, cualquier broma es un hilo que teje una tela de conversaciones que le arropan. Dentro de su vientre, el pequeño Roberto también tiene que sentir ese manto, esas voces que emocionan y lo transportan también a él a un mundo que lo espera, donde ya tiene un puesto en la trama. Eneas y Silvia, Roberto y Roberto, otro más para dar historia a su personaje. Y en los cuentos, mentiras que saben de serlo, no importa el lugar ni el tiempo, sino el enredo en el que caen los sentimientos, la razón y razones. Y nunca quieres que acaben.

-Así tiene que ser el cielo.
-Eres un retrógrado.

Sin porqués. Provocaciones para que cada actor siga con su parte alimentando la hoguera de las palabras. Chispas de ingenio que saltan, que van prendiendo incluso en los vestidos, por querer estar siempre más cerca. ‘Por eso en el cielo no hacen falta vestidos ni hace frío' Otra sonrisa que corre alegre chisporroteando entre las llamas. Más palabras, más leña. Nada con medida o en la norma de las conversaciones sobre el tiempo. Está consentida dejar la puerta abierta, sabiendo que el mundo quedará siempre fuera, en el frío de la espalda donde no calientan las miradas cómplices. ‘En el cielo no hay vecinos, sino amigos que se encuentran tras el viaje del tiempo.'
Ahora las palabras juegan porque no buscan otros intereses. No quieren convencer ni dominar, no se sienten obligadas a ser ingeniosas ni inteligentes, no tienen que ser ponderadas ni brillantes como medallas que hablen del personaje que las produce como en una fábrica de municiones. Juegan con cualquier cosa, incluso con las manos que vuelan entre ellas.

‘En el cielo no hay personajes sino sólo tú.'

‘Tú lo quieres todo' ¿Y quién quiere nada? La diferencia entre todo y algo es la insatisfacción, el anhelo. Un insatisfecho al que nunca basta una sonrisa, al que todo el tiempo no basta, al que un encuentro en un bar le sabe a burbujas de tónica que le pican la nariz y quisiera quedarse a cenar pero tiene que irse. Sí, Eneas quisiera tener todo y por eso, cuando en el autobús repleto vuelve a casa tras despedirse de su amiga, sonríe como un loco –incomprensible sonrisa que desata envidia y curiosidad- porque algo le dice que todo es alguien.

martes, 22 de septiembre de 2009

Cualquiera

Con una melena gris recogida en una coleta bien peinada y la camisa de grandes cuadros azules fuera del pantalón, iba y venía recorriendo el primer escalón de la escalinata de Sant'Agostino. En la mano izquierda, una bolsa-custodia de ordenador se balanceaba liviana haciendo acorde con su pierna derecha. El mentón apoyado en el pecho, parecía que su mirada observara la punta de sus enormes zapatos marrones de buen cuero.
Viéndole, Eneas pensó, sin saber bien por qué, en aquel dibujo de una boa que se había comido un elefante y que, en otro tiempo, en otra vida, un niño había dibujado.
Más allá de las cosas que la luz iluminaba ¿qué había en las sombras y en el contraluz?
La tarde, avanzando, cerraba aún más la pequeña plaza sometida a una cierta oscuridad prematura por los pisos sobreelevados.
Junto a la selva de coches aparcados la imagen de aquel hombre con la plana y clara fachada como telón de fondo, remitía a una historia más grande que el elefante e igualmente escondida en apariencia. Subiendo unas escaleras, a la derecha, una ventana iluminada dejaba ver unas antiguas estanterías de madera bajo arcos que se sólo apenas se adivinan.
Eneas entra en la iglesia. Altísimas columnas y un cielo estrellado lo cobijan. Justo a la izquierda ve una imagen reluciente de María, como una gran matrona romana y del niño Jesús regordete a su lado. Múltiples exvotos de agradecimiento, celestes y rosa, rodean las imágenes como un marco barroco. En frente, en la oscuridad, atrae la mirada de Eneas una mujer en una pose graciosa, llena de donaire. Parece que lo estaba esperando. Y así es. Junto a ella, a sus pies, recién llegadas, hay dos personas: pies sucios del camino y aún con el bastón-bordón colocado entre los brazos, apoyado en el hombro pues las manos, sólo ellas junto con la mirada devota, parecen tributar una adoración suplicante. Todo lo demás, está sacado de un callejón de cualquier esquina romana. Aquella guapísima mujer y su niño ya no están entre los delicados y colorados paisajes del renacimiento -casi un paraíso en la tierra- ni entre las nubes barrocas de una gloria confusa. Se hace mujer de nuevo, de oscuros cabellos mediterráneos, de cuerpo entero ligeramente apoyado en el dintel de una casa cualquiera sobre el que se dibuja una sombra, sombra que tantas veces habrá recibido aquella piedra y que parece grabada en ella de tan normal, sombra y dintel que comparten el centro de la escena con un descorchón en la pared igual a los de cualquier casa. En simetría con el descorchón un niño ya grandote; con la sombra, el cuerpo de la mujer. Ella mantiene el niño con desenvoltura y al mismo tiempo con la fuerza necesaria para tenerlo en brazos. El gesto de su pierna parece hablar de otros momentos en que ella, ante el portal de su casa, se para a hablar con alguna vecina, indolente y al mismo tiempo apoyando el peso del niño en su cadera. Está en su ambiente, se apoya en su dintel, espera y sostiene, con la calma de un día cualquiera, con la simple liturgia de una visita cualquiera.
¡Y dicen que aquel niño es Dios y que aquella mujer es la única persona en este mundo elegida para ser su Madre! No hay protocolos de corte ni recomendaciones. No ve, como en la corte de su padre, hombres cargados de grandes proyectos, vestidos ricamente, el relucir de metales ni el teatro de los grandes salones. No hay chamberlanes ni ceremoniales, listas, invitaciones, etiquetas ni multitud de luces centelleantes. La emperatriz vestida de brocado y coronada de joyas, es historia. Hace falta la historia, tanta, para mostrar con miles de colores y sombras lo que las cosas son, para mostrar que esa madre también era una mujer cualquiera ignorada por los ojos de príncipes, sabios, potentes...y que una mujer cualquiera podría ser esa madre.
Sin embargo, tampoco este cuadro es aquella Madre y aquel Niño. Son la parte de ellos que gracias a la historia, a su largo decorrer, se muestra en un entreacto, teniendo como escenario un dintel cualquiera, ante la humanidad peregrina espectante, ante los grupos de turistas y caminantes sin rumbo sobre una esalinata, en una ciudad que aún conserva luces y sombras con paredes descorchadas.

¿Cómo dibujaría aquel niño, colorado y grandote, las cosas que veía en esta ciudad?

jueves, 2 de julio de 2009

Palabras que nadie ha dicho


Recorriendo la antigua via de los peregrinos, Eneas llega hasta el río. Bajo el cielo azul y frío se muestra imponente, al otro lado del puente, Castel Sant'Angelo.

Le vino a la cabeza la canción de Víctor Manuel y Pablo Milanés: Blanco y Negro. Quizás por la blancura de los ángeles en la balaustra del puente. A sus pies, otros tantos vendedores negros, algunos como el carbón, brillantes bajo el sol como azabaches.

-Capo, capo. 5 euro.

Con sus pequeños pasos se adentraba en la ligera cuesta de la cabeza del puente, pasando entre los turistas en posa para la foto de rigor.

Un castillo que fue tumba, cárcel, refugio, elegante mansión, cuartel...y que ahora era un museo.

Mientras compraba la entrada, al lado de los impresionantes muros sentía una especie de vergüenza por el lugar en el que estaba, como si entrara en la casa de un viejo conocido que, tras su muerte, los herederos hubieran convertido en un salón donde poder ver los objetos de una vida que ha dejado de animarlos.

Entrando, sus muros parecían un vestido rasgado. Su cuerpo se mostraba con una inercia fría a la mirada forense. Vacío. Espacios vacíos sin la vida de los que los habían construido o reconstruido en una sucesión de avatares. Su cuerpo no se mueve con la ciudad, no siente la pasión de la vida que lo rodea. Ya no es capaz del bien y el mal propio de la historia humana. Mira y recuerda como un viejo imponente con el alma ya dormida.

Mientras subía por las rampas, anchas costuras en su vestido de piedra, recordaba el silencio lleno, la desnudez viva y acogedora, del viejo convento de Sta. Lucia in Selci que lo había envuelto en una vida traída y entregada desde hace mil años. Su maleta aún estaba sin deshacer. Una maleta llena de esperanzas que no se han deshecho. Recuerdos que sirven y ropas para mostrarse, para moverse en el teatro del mundo. Maletas que son como palabras que viajan contigo, que llevan lo único que te pertenece. No se esconden sino que contienen, reclaman la mano, la voz que las ha llenado mientras tantos las ven pasar.

Las palabras que nadie ha dicho no son los secretos o los saberes escondidos entre pocos iluminados. Las palabras que nadie ha dicho son las que se dirán, las de cada uno. Las que la vida ordinaria llenará de significados, terribles y sublimes, anodinos y estúpidos, heróicos o traidores. Las palabras necesitan la vida como un contexto, como el aire o el papel, para significar, para mover, para crear. No hay otra vida paralela para iniciados. Ya bastante complejo es vivir el misterio de la vida.

El castillo era un texto sin personajes. Sus paredes llenas de frescos, son frases en un idioma que ya nadie hablaba, al máximo alguien –estudioso de lenguas muertas- las podía leer. Un libro concluido que recobraba vida sólo en el lector, en las miles de miradas que lo escrutaban, que lo imaginaban mientras iba creciendo, se iba formando, protagonizaba historias.

De la luz intensa de un patio pasó a una sala donde una exposición recordaba el Arte Encontrado, recuperado tras un robo, desempolvado, sacado a la luz, mostrado al público sacándolo de la oscuridad de alguna mansión.

En una pared un pequeño cuadro de tonos ocres llamó su atención. Tres mujeres posaban coquetas en una sencilla desnudez de cuerpos y líneas, sin más color que el del boceto. Amigas que han salido juntas para jugar hablando blandamente.

¿Era la tenue luz del patio la que le permitía descubrir aquellas Gracias o las oscuras cámaras de los ojos en las que se formaban aquellas imágenes?

La mayor parte de su tiempo, y la mayor parte del tiempo de todas las personas que allí estaban pasaba en la oscuridad de la vida cotidiana. ¿Por qué oscuridad? ¿La luz es la de los reflectores y de la fama? Aquellas Tres Gracias, escondidas y menos famosas de otras, simple testimonio de unas jornadas de trabajo, estudio de las formas, ¿serán por ello tachadas de oscuras, irracionales, imperfectas, dignas de desaparecer? ¿Cuánto quedará a la luz de los siglos futuros? Y lo que quedará ¿no estará lleno de pequeñas pinceladas, letras que se suceden, simple materia impregnada de espíritu?

Aquel pequeño cuadro era como la carta de un amigo. Aunque otro la hubiera leído no sería igual... y no estaba hecho para ser leído por otros. Era un boceto, un intento, una esperanza hecha realidad por la voluntad de crear. Eneas se acordó del momento en que su padre le entregó el diario personal de sus antepasados que habían hecho el mismo viaje hasta Roma. Habían llenado su vida de tantas pequeñas cosas cotidianas y esas pequeñas cosas estaban llenas de vida: relación y acción.

Acariciando las viejas paredes Eneas llega hasta la terraza del Castillo. Roma se extiende ceñida por el río, como una Gracia durmiente ante los cañones oxidados por el paso del tiempo, sin el uso. El tiempo sin ser vivido se hace nada. Y sólo alumbra la vida durmiente de la esperanza si hay tiempo.

Envaina el ángel su espada. La espada de fuego que arrojó la existencia humana a los cotidianos afanes se convierte en clemencia, en conciencia de que hay perdón. Perdón para atraverse a vivir, para no esperar extrañas luces que nos alejan de las palabras que tenemos dentro, a nuestro lado, para no renunciar a cada instante esperando un momento. Degustar la belleza, su sabor, sin lamentar que tras unos instantes ese sabor pasa. Saber de ese sabor que ha sido y en alguna forma, de otra forma, será.

En el seno materno de la ciudad, en el invierno de sus calles y sus gentes que comparten los instantes sin saberlo, la historia se prepara para dar a luz cada día.

Una ráfaga de viento helado lo envuelve. El invierno gélido del dolor y la preocupación, a veces, como en la Antártida. Allí estaba él, junto a todos los que viven, como los pingüinos emperadores apiñados que protegen a sus pequeños y los alimentan cuando más imposible parece la esperanza, cuando la noche más larga cae sobre este mundo. También Roma tiene su invierno y la esperanza dentro, aunque es de noche.

Baja hasta los bastiones externos. Desde allí la cúpula de S. Pedro aparece a contraluz, oscura ante el atardecer.
Se dirige hacia las inmediaciones de piazza Navona pues ha recordado que en aquella zona, viviendo una vida apasionadamente real, alguien había intentado hacer humana, cotidiana, temporal, encarnada, palpable la luz.

miércoles, 20 de mayo de 2009

La música de Roma

Sin haber vuelto a la cama, en la madrugada, curiosamente, Eneas se sentía con la fortaleza elástica de un niño. Con andares confiados y ligeros salió de casa en el frío más agudo que anuncia el cercano amanecer. Bajó rápidamente la colina del Esquilino, pasó por los espacios abiertos de los Foros y Piazza Venecia para perderse, a buen paso, por las callejuelas entorno al Collegio Romano. Iba de una a otra con los rápidos e inconscientes movimientos de los simios, surcando esa selva de mil y una ramas. Quería sentirse vivo y era un borracho de sueño, despuntando los primeros brotes de claridad del nuevo día que tragaba con voracidad, sediento de aire fresco que bebía a bocanadas sedientas, debatiéndose por no ahogarse en un desierto de canales en piedra sin salida o meta.

Un intenso olor a café lo atrapó haciéndolo abandonar el ritmo de su carrera para entrar en un bar. Un buen cappuccino y un cornetto calmaron su estómago, demasiado vacío hasta para protestar con la punzada del hambre. Sólo entonces el frenesí de sus pasos dio paso a la voz de sus sentidos. El tintineo de las tazas sobre el viejo mármol le pareció la sonrisa de la piedra. Estaba en un bar, viejo por anclado en otra época pero, quizás por ello, quieto e impertubado. Aquel lugar había abandonado la carrera en la que participaban aparentemente todos persiguiendo o acompañando el cambio, amante celoso del tiempo. El tiempo entraba allí a tomar un café y luego lo saludaba hasta la próxima vez en que tuviera tiempo. Tampoco la señora Anna, la propietaria, tenía celos del apurado visitante. Ofrecía su refugio como una cantina donde se tomaba ‘il solito', lo de costumbre. Y no era retórica. El tiempo se tomaba una pausa sin el celoso cambio: dejaba, como un fardo, decisiones y proyectos en la memoria de Anna. Ella vertía el café como si fuera lo único que existiera en el mundo en ese momento, como si aquel personaje extraño fuera el que siempre ha sido, ‘il solito'.

-Vicolo del Gallo. Bonito nombre -pensó Eneas al salir del bar-, sobre todo a esta hora de la mañana. Seguramente el gallo ha cantado cuando el tiempo retomaba las riendas de la vida, teniendo aún el sabor del café en la boca.

Todavía tenía il tintineo de las tazas en sus oídos cuando se acercó a la gran bañera-fuente en la parte derecha de Piazza Farnese. Aún estaban encendidas las luces del piso noble, con su maravilloso artesonado dorado y sus frescos, como una caja maravillosa que deja escapar unas breves notas de música de salón convertida en canción de cuna. Cierra, niño curioso. Recorren la plaza otros pasos apresurados, un ritmo constante que está llegando a su climax para luego debilitarse apagado por la distancia, mezclándose con otros sonidos del mercado cercano. Las luces se apagan, vencidas por la claridad de la mañana. Escóndete tras la fuente, espía inocente. Ahora. Moviéndote has interrumpido el baño de aquella paloma que escapa dejando el borde de la gran bañera. A la derecha. Vuelves a surcar las calles como canales dejando la plaza. Via de Monserrato.

Eneas recupera el ritmo de paseo. A la altura de la iglesia de Monserrat que da nombre a la calle, escucha unas notas de piano. Luego, un violín que con su fina voz parece escaparse por debajo de la puerta. Extrañamente la iglesia estaba abierta y entra silenciosamente. Una mujer delgada, joven, con el pelo largo y ondulado está de pie tocando el violín. Sus manos poseen una rapidez convertida en danza por el balanceo de su cuerpo. Detrás, un piano de cola con un joven atento a la partitura, dejando que misteriosamente lo que leen sus ojos se traduzca en movimiento de sus dedos haciendo vibrar cuerdas que suenan con vocales nuevas. Un extraño periplo para una voz que está dentro y fuera.

Al inicio de la nave, a pocos pasos de la entrada en donde Eneas se ha quedado semiescondido, hay un panel con un cartel que anuncia un concierto del Sonor Ensemble para esa tarde. Danzas, rapsodia, intermezzo...títulos que son nombres de joyas, tesoros reales, que algunos compositores han encontrado y quieren mostrar: Canción de la mañana encalmada, canción de la muerte respandeciente, canción de la plenitud de la mañana. ¿Quién era este Román Alís que ha creado estas frases con voces nuevas? Cançons de la Roda del Temps que regalaban ya en sus nombres secretos arrancados al tiempo que pasaba corriendo, quizás tras haber descansado en el bar de vicolo del Gallo.

Mors tua vita mea. Roma se despertaba y poco a poco se convirtía en una ciudad en la que muchas personas no sentían las palabras, las preocupaciones, los sueños de los demás. Basta no tocarlos directamente. Y para evitar el contagio, muchos salen al nuevo día con máscaras de cera que cubren las miradas, que tapan los oídos, que atan las manos. Máscaras de actores sin papel, que no buscan autor, sin voz. Siempre con la excusa del tiempo que se va, que intentan ahorrar convencidos y engañados por los hombres grises, para enriquecer el gran banco del tiempo donde nada es suyo.

Eneas se daba cuenta de que sólo aquella música, la música que era pura relación, una voz nueva, palabra directa surgida como una fuente de bien común que nos enriquece a todos, podía lavar los rostros, derretir la cera, soltar como en un juego las ataduras que pretenden hacernos igual al tiempo: fugaz, sin poso, incomunicable, puro devenir.

En esta iglesia, en este momento, el paso de las notas deja un aroma nuevo, su secuencia se hace armonía con el alma para fecundarla en una relación que va más allá del momento. Un lugar, la ciudad, la mañana de este personaje venido desde muy lejos, se hace realmente eterna porque no se cierra en su historia o en sus intereses personales sino que se abre a la música, triste o danzarina, de los demás.

martes, 21 de abril de 2009

Blanco y rojo

Un aroma de cebollas de Tropea y alcaparras lo guió desde el patio hasta el apartamento de Armando. Marta, saliendo de sorpresa tras la puerta con un ¡Buhhh! le dio la bienvenida mientras le contaba a toda prisa lo que habían hecho hoy en la escuela y blandía en su mano un dibujo de una carpa en el estanque de Villa Borghese. Hoy habían ido de excursión a la Villa.

Eneas, tras escuchar lo que le contaba, también le dijo que tenía un regalo para ella. Había mantenido su rosa en la mano, escondida tras sus espaldas y lentamente se la mostró. Las dos eran hermosas. Se la ofreció como un regalo suyo y del vendedor de flores de aquel chiringuito cerca de Piazza Vittorio. Hablando mientras la compraba, aquel hombre le había dicho que él todos los días llevaba a su mujer una rosa blanca. Aquella se la regaló, cuando le dijo que era para una pequeña amiga. Su mujer había muerto hacía dos meses y ya no tenía a quien regalarla. Ahora sólo le venían las lágrimas pensando en todas las que querría haber regalado.

-¿Se ha muerto como la abuela? Dale este dibujo de la carpa cuando lo veas. A la abuela le gustaban mis dibujos de animales.

-Mañana se lo daré. ¿Dónde ponemos la rosa?

-Aquí. Dijo Armando. Junto a esta amapola, la primera de este año. Hoy la ha cogido Marta en la Villa.

Cenaron contándose los viajes de cada uno en la jornada.

Tras la cena Marta le pidió a Eneas una historia antes de dormir. Se lavaron los dientes siendo uno el espejo del otro. Rápidamente Marta se puso el pijama, se acostó con Rosita, su ratoncita de peluche y Eneas empezó a hablar de una tal Salonina y sus aventuras en la Corte del emperador Gallieno. Tras unos minutos, el sueño los había vencido a todos.

Durante la noche, mientras descansaba, sintió como un mareo, como la sensación de volver a alta mar en el barco que lo había traído desde el lejano norte. Se levantó tambaleante lleno de una fiebre que venía de fuera. Escuchó pasos apresurados. Desconcertado salió de la habitación. Pasó por la sala donde habían cenado. La rosa y la amapola temblaron en su recipiente mientras Armando y Marta corrían a ponerse bajo el dintel de la puerta llamándolo con la urgencia de los náufragos inminentes. No había ruidos pero todo se llenó de un aire tumultuoso que se negaba a transmitir las voces alejando las personas como el viento en una tempestad.

La rosa seguía balanceándose apoyada en el recipiente de cristal, como un péndulo que recuerda la realidad del tiempo que sigue cuando todo parece acabar.

-¿Salimos? Preguntó Marta.

-No, tranquila. Ya ha pasado. Enciende la radio para ver qué dicen.

Armando lo dijo mientras iba hacia la ventana y se asomaba como para comprobar que aquellas viejas piedras seguían en su sitio. Algunas señoras en bata y zapatillas hablaban a grandes voces en el portal de una casa unos metros más abajo del antiguo convento. La noche era oscura y fría.

En la radio la descripción era terrible. Sobre todo por los silencios, las pausas en espera de nuevas noticias pasando la línea a los periodistas del lugar.

Soledad de la tierra por el silencio tras el grito de sus entrañas.

Soledad en las cosas arrancadas de los lugares que se han convertido en silencio.

Soledad de la gente ante la vida que se va en el silencio de tantas preguntas sin respuesta.

Muda, la rosa blanca seguía balanceándose junto a la amapola. Ante la realidad de aquellos silencios su realidad hablaba del silencio de otros bienes que hacen surgir esperanzas. Junto a la mancha roja más pequeña, su belleza no era un insulto sino una llamada a no aumentar el mal, a no caer en la desesperación siguiendo en el vacío del sin sentido, perdido para siempre en una selva oscura. Ante el incomprensible silencio que resuena en la realidad contundente del desastre no hay orden cósmico, no hay destino fatídico, no hay resignación ni holocausto propiciatorio que cambie el dolor y la historia de cada persona. Sólo quedan las personas y el tiempo que esperan una respuesta en tantas rosas.

jueves, 26 de marzo de 2009

Salonina

Se acercaba la hora en que todos los gatos son pardos. Con su rosa blanca como un punto empezó el regreso hacia la casa de Armando. Para salir del gran rectángulo de Piazza Vittorio escogió la calle Carlo Alberto. El olor de las especias en una tienda marroquí era tan fuerte que parecía un sabor, fuerte y cálido, e iluminaba su imaginación con colores brillantes y cálidos. Cientos de pequeños sacos abrían sus bocas para mostrar, como tesoros de otros tiempos, de otras tierras, su precioso contenido. Casi sin darse cuenta se encontró ante una alta pared de ladrillo como una incisión en las fachadas de tono burgués y tintas claras. A la izquierda se abría una callejuela con un arco oscuro. El sonido de una fuente lo invitó a entrar en aquella penumbra sin tráfico. A su espalda dejaba miles de estorninos que hacían sus acrobacias de montaña rusa en el aire claro del ocaso sobre Piazza Vittorio.
Bebió un trago de agua fresca. Y al levantar los ojos se encontró con un viejecillo que traía un jarrón en la mano.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes. Beba, beba. No tengo prisa. Venía a coger un poco de agua para las flores del altar de S. Modesto.
-Gracias. Ya he terminado. ¿Usted trabaja en esta iglesia?
-¿Trabajar? Sí, aunque sería mejor decir que vivo. Hace 53 años que la cuido.¿Se ha perdido? Porque poca gente pasa por esta puerta.
-¿Una puerta?
-Sí, y de las antiguas. Este arco es una parte, como la síntesis de su historia. Un poco más adelante, en el muro de un edificio en via Carlo Alberto puede ver restos de las piedras de las murallas republicanas. Por aquí se entraba en la ciudad hacia la colina del Esquilino o se salía hacia tres grandes vías.
-Ahora parece un arco que sostiene dos paredes, que no conduce más que a un callejón y al que no se llega sino por casualidad.
-Y así es una parte de Roma: sólo se llega a ella por casualidad y no te lleva a ninguna otra parte sino a ella misma, sin otros alicientes ni intereses: nada se compra aquí, no hay vistas bonitas ni bullicio de gentes, no hay obras de arte famosas sino piedras y recuerdos de gente que nadie recuerda porque no leen las piedras.
-¿Cómo se leen las piedras?
-Pues con tiempo, levantando la vista...y a estas horas con una linterna. Espere.
Al poco rato volvió ya sin su jarrón y con una linterna grande.
-La tengo siempre a mano pues cada vez la oscuridad se hace más densa por acá. Mire.
Dirige el haz de luz hacia el ático del Arco.
-Las piedras siempre hablan como una nota a pie de página, o como el índice de un libro. Esconden más de lo que dicen. Y en este caso hay un capítulo del que no sé su contenido. Cuando hablan de Marco Aurelio Vittore que ha dedicado este Arco, cuando ya había dejado de ser puerta entre la urbe y lo que estaba más allá de la protección de los dioses, para ser al máximo un recuerdo en medio de un pasillo.¿Quién sabrá algo sobre la historia de este hombre?¿Quién contará las historias que se encuentran enunciadas en este capítulo, en su nombre? Con el paso del tiempo se hace muy difícil despertar del olvido la memoria de los que han sido, incluso de los que han querido y podido dejar su nombre en piedra.
En cambio, Gallieno y Salonina han tenido la suerte de los gobernantes: protagonistas siempre de eso que llaman Historia con mayúscula.
-¡Qué nombre tan bonito y curioso! Salonina. Parece el de un castillo encantando, el de una isla cálida y misteriosa, el de una mujer de un lejano oriente mágico lleno de mil y una noches.
-Veo que para usted los nombres son algo más que un apelativo. Ellos son la verdadera puerta que queda, como este arco, siempre abierta, por la que pasamos sin darnos cuenta.
Un día le he preguntado a un profesor del Instituto Oriental que está aquí al lado, por esta Salonina. Su nombre era invitante, prometedor, una maravillosa celosía y reja de jardín perfumado. Tras una semana hemos pasado una tarde estupenda hablando de ella e incluso viendo fotos de cómo la habían representado.
-¿Y qué ha averiguado? Cuénteme.
-Con este frío y con mis años es mejor que entremos en la iglesia y nos sentemos. Está siempre cerrada, por desgracia, pero tengo las llaves y un poco de aire fresco no le hará mal.
La desnudez medieval de sus muros contrastaba con la decoración barroca del interior que se confundía con las tinieblas y las sombras. Se abría como un pequeño rectágulo con altares laterales en los que se escondían sabe Dios qué miradas asombradas ante nuestros pasos. Nos sentamos.
-La segunda mitad del s. III fue una época muy difícil en Roma: la moneda perdía valor constantemente, los asesinatos, las intrigas en Palacio y los problemas con los pueblos bárbaros hacían imposible gobernar. En este mundo lleno de complejidad y luchas, oscuro y frío, me imagino a esta mujer como un viento cálido venido del Oriente, sin origen ni causa conocidos. Lo cierto es que llegó: Augusta in Pace, título con el que aparece en algunas monedas, Crisógona, nacida de oro, como salida del mismo sol o las arenas doradas de tierras exóticas, Iulia Cornelia de vieja solera, como un retoño en el árbol seco de la romanidad. Y, al mismo tiempo, tras ver una foto de su busto que está en el Hermitage, se nota su capacidad de llevar en sí todo el dolor y la complejidad de su vida. Es un busto maravilloso. ¡Ojalá pudiera ir a leerlo en persona! Joven y perfecto como una Venus, para ella que fue madre generadora y preocupada por la suerte de sus 3 hijos, pero fiel reflejo en su rostro de una personalidad alejada de los cánones del Olimpo. Un busto con espíritu, con personalidad. Fuerte en su mentón, imperiosa en sus labios, erguida en la atalaya de su cuello, penetrante y cansada en su mirada, lineal e imperiosa en su nariz, recogida y secreta en su peinado. La imagino en sus conversaciones con Plotino que tanto admiraba, mecenas de miradas y reflexiones construyendo su ciudad de los filósofos, altiva en el momento de su muerte junto a su marido, asesinados en Milán, compartiendo con dolor y temores su historia. La imagino en su relación con la hija de Atalo, pacto conyugal de Gallieno con los Marcommanos, compromiso doloroso y tributo que ha pagado en su vida cotidiana compartiendo la vida de la gente y las suertes del imperio durante ese período de la historia.
Sus ojos se posaron en silencio en el afresco de Antoniazzo Romano que estaba detrás de mí.
-Un nombre que es como una historia contada tras una larga y dura jornada. ¿Dónde encontraría la fuerza para hacer honor a su prometedor sonido?
Era tarde y las puertas de la ciudad se cerraban. Aquel rincón de Roma encerraba pequeñas palabras en sus piedras. Palabras de tiempos de gloria y de destrucción, del cisma de Ursicino y del antipapa Felipe en los lejanos y aquí tangibles siglos en que aquel lugar estaba unido a tantas historias olvidadas. Mientras salían, aquel viejecito dejaba caer como notas a pie de página, para mil noches, títulos de historias, pequeñas palabras.
Cerraba lentamente la puerta mientras el príncipe Federico Colonna, tras ser mordido por un perro rabioso, imploraba la ayuda de S. Modesto. Le fue bien y pudo reedificarla concediéndole nueva vida. Salonina, el príncipe, S. Modesto, los martíres caídos sobre aquellas piedras...tantas ánimas que eran el alma de aquel lugar.
-Muchísimas gracias por haberme leído estas piedras.
-Gracias a usted por hacer que lo que está escrito tenga voz y siga vivo en su historia.
-Volveré.
-Me alegro y espero estar aún. Me tiene que contar su historia.
Con su rosa blanca, en la noche fría, Eneas se fue hacia via in Selci. Había viajado tan lejos que el recuerdo de Marta y su papá le parecía un deseado regreso al hogar

martes, 10 de marzo de 2009

Las flores de nieve

No quiso volver a casa. Era temprano y el sol, bajo y frío, aún recorría su camino en el cielo, visible entre los edificios. Se fue a Piazza Vittorio. Pasó por uno de los soportales, altos, sucios del tiempo y las vicisitudes, de humos y gentes. Cruzó la calle cerca de un quiosco de flores y compró una rosa blanca para la pequeña Marta. No era olorosa, pero era blanca. Se fue a sentar en un banco, viendo los ladrillos de época romana, perfectos, tupidos, queriéndose defender del paso del tiempo que ya se había llevado bastantes compañeros atravesando una puerta hermética y sin llave, sin un espacio al otro lado: el límite entre la segura y plena estabilidad de las rocas y los espacios de la historia de los hombres, en esta parte.

Puerta magica Roma
En un banco a su derecha, una chica se había sentado. No se había dado cuenta de su presencia hasta que escuchó que afinaba una guitarra.
Era una chica alta, delgada, con el pelo corto. Su piel blanquísima y su pequeña nariz le daban un aire frágil. Llevaba una gran bufanda y los lumbares descubiertos, con sus largas piernas enfundadas en unos vaqueros ajustados.


Empezó a cantar:

Da bambino volevo guarire i ciliegi
quando rossi di frutti li credevo feriti
la salute per me li aveva lasciati
coi fiori di neve che avevan perduti.

(De niño quería curar los cerezos
cuando rojos de frutos los creía heridos
la salud para mí los había dejado
con las flores de nieve que habían perdido)

Como hilos de araña brillaban las cuerdas en aquella tarde. Y se rompieron. Tras aquellos primeros versos dejó boca abajo la guitarra y se fue con su mirada perdida mientras seguía allí con sus largas piernas estiradas y los brazos en cruz.

No conseguía llenar aquel silencio, ni con recuerdos ni con datos o pensamientos. Eneas había tenido siempre mucha información que le servía para todo. Había leído muchísimo, tenido profesores muy preparados, los mejores. Sentado a pocos metros de aquella chica se dio cuenta de de que de todo lo que sabía le habían quedado sólo las ganas de conocer; del tiempo ante los libros, la constancia de seguir el camino de las letras, de todos los kilómetros, lugares y rostros nuevos, un paisaje y no la meta.

Su viaje en ese momento era por dentro. Descubrirse, quedar desnudo ante la propia vista o la de los demás. Había sido divertido. Se había vertido, derramado en tantas cosas y ahora era el momento de encontrarse.

Aquella chica estaba viajando por dentro. Quizás por su tristeza, quizás en el vacío de la escena o en sus personajes. No lo sabía. Pero se dio cuenta que al igual que aquella puerta, que aquellos ladrillos, su valor estaba dentro, no por su movimiento, por lo que de ellos salía, sino por lo que eran desde que alguien los quiso.

Los frutos son heridas porque las flores ya no existen. Sentado en el banco, mirando aquella chica, mi rosa blanca en las manos, deseo que el tiempo no fecunde con hechos. Pero el tiempo, como las piedras no pesan, no pasa por su culpa. El tiempo mide el movimiento como postes de una ferrovía. Soy un gavilán sobre el poste, o volando tan alto, tan alto que todo corre lento. Estoy en Roma a finales de febrero con los cerezos en flor, en un parque, y todo para irme descubriendo y cubriendo de pulpa. Los cerezos no tienen cura sino una vida que llevan dentro sin saberlo. Y yo lo sé.

lunes, 23 de febrero de 2009

Brotes

Pocas cosas dan tanta alegría como acariciar un gato. Sentir su ronroneo agradecido de animal satisfecho. Y esa alegría es proporcional a la importancia que adquieren tus manos, aunque sea una importancia atribuida y reflejada por un gato.

Al salir de Villa Massimo, Eneas estaba cansadísimo. No tenía ganas ni de darle más vueltas a su viaje, a su historia, a las personas que había dejado y las que había encontrado. Encontrarse con aquel ejemplar felino de considerables dimensiones y mirada lánguida lo había empeñado en un quehacer gratuito y sin transcendencia aparente. Sin empeño y sin pedir. La suavidad de un pelo lustroso y la calle que se abría nuevamente ante él.

Entró otra vez en el bar. Esta vez Giovanni estaba sirviendo raciones de platos pre-cocinados y ‘tramezzini' a un grupo de turistas. Pagó un zumo y una ensalada ‘capresse' y esperó su turno.

El ruido de las tazas, el olor del café, su pequeña mesa cerca de la puerta, la gente que pasaba a su lado sin verle. Se sentía confortado por esa vida que pasaba, cálida e inconsciente, como una respiración que continuaba independientemente de sus pensamientos.

Esta ciudad tenía la vida de un gran árbol. Era capaz de pasar los inviernos haciendo brotar nuevas yemas de su tronco en apariencia seco. Es capaz de renacer, sacar de las cenizas y el humus la materia nueva bajo el sol. Suma y no se abate. Empieza siempre de nuevo. Caen ramas secas con el viento helado, pero con los primeros calores se llena de aromas, de vitalidad, de una invisible actividad que se derrama por todos sus vasos.

Es una ciudad que sabe perdonar, que no llora sobre sus glorias perdidas ni los horrores. Sus heridas profundas cicatrizan. El paso de los vendabales que han dejado huellas en su inclinado tronco, los años de savia amarga, sus frutos marchitos que se han perdido, las lanzas construidas con sus ramas, a veces las que prometían llegar a las nubes. Pasa la noche, el invierno y como sus plátanos gigantescos, confía en la luz que seguramente vendrá.

Por la via Merulana, multitud de pequeñas ramas secas se habían desprendido con la jornada de viento frío de febrero. Al final de la cuesta la basílica de Sta. Maria le recordaba que estaba cerca de la casa de Armando, de su casa en Roma.

A nada servía su lamento, sus propósitos, su honor, su penitencia. En nada podrían cambiar el pasado. Sólo una nueva vida, el instante siguiente que le venía ofrecido era motivo para no mirar más hacia atrás. Había dejado sus amigos, su gente, en una orilla del océano y allí, en aquel momento, algo le decía que en su viaje otra nueva primavera se le ofrecía, casi casi la notaba en el aire lleno de luz.

En su camino por la ciudad, Roma se había convertido en una señal, un milagro que resumía mil palabras confortándolo. Estaba ahí para todos pero ahora estaba también para él con un significado que entendía. Roma era sí un gigantesco lugar de memorias pero en donde las piedras no pesan por su culpa.

martes, 20 de enero de 2009

Unos pasos

En aquellas salas Eneas empezó un nuevo viaje dentro del viaje. Se hizo personaje, descubriéndose en busca de un autor, interpretando un papel que estaba ahí para él desde tiempos arcanos.

El sol vestía la montaña con su luz, las fieras impedían el camino, la mano amiga de Virgilio, el miedo... y junto a Dante también él se preguntaba ¿por qué yo? ¿por qué debo emprender este camino que tantos más ilustres han recorrido? Ver, observar, pensar. Conocer las historias de las personas, la profundidad del alma, sus hechos, debilidades y grandezas en esta Roma, infierno, purgatorio y paraíso de la historia y puerta de acceso a un mas allá que inicia en la propia historia. Meditar con las fuerzas y capacidades, con la imaginación y la voluntad que rumian lo visto y pensado, lo pasan por la propia vida en la esperanza de un cambio, mientras los pies siguen la mano de un amor, de un querer: illo feror quocumque feror. Hasta llegar a la contemplación, a esa unión fecunda con la belleza en que las palabras se hacen realidad, se hacen caricia, en silencio.

Un camino por aquellas salas. Los pasos que resuenan en su silencio. Solo. Lugares inexplorados en los que las palabras escritas hacen despertar las manos de los pintores, su imaginación, sus sentimientos y resuenan en las salas del interior del alma como voces nuevas. Incluso la locura, la razón perdida que viaja hasta la luna, dando lugar a la ira, la pasión. Pasos que resuenan que pisan por primera vez regiones de nuestro interior. Ahora también se siente como Orlando. Cada personaje es él. Se descubre en ellos con la guía del arte. Los pasos del arte resonando en lo recóndito de las salas de su sentimiento y su razón.

Herminia que se disfraza, sale de noche, busca, fracasa, huye, se refugia, encuentra la sencillez de los pastores. Soy yo, dice Eneas. Y recuerda la investidura antes de salir, el embarco en medio de las brumas de la noche polar, su miedo ante lo que vendrá, el fracaso de llegar y no encontrar a nadie, el refugio en la tranquilidad de la casa de Armando. Soy yo. Luchas de amor y desengaño, de encuentros que se realizan o quedan en un anhelo constante.

Entretanto descubre la belleza que se esconde en las palabras, en las imágenes. Guerras, pecados, miserias, selvas oscuras que existen, que dan miedo, que lo inmovilizan ante la devastación, que lo hunden en un mal que parece irremediable, que está también dentro de él. Y, sin embargo, puede caminar entre los peligros, entre los desastres porque siente que existe con igual realidad el calor fluido, centrífugo, constante, de una belleza hecha amor que corrobora su existencia, que le da la medida de su valor y le hace salir de sí. ¿Una locura?

Eneas ya no se siente solo. Es un heredero de tantas personas que lo quieren, que sin saberlo lo han querido en su historia o simplemente han querido, sin más. Movido por la esperanza sale de villa Massimo para seguir su camino por la ciudad antes de volver a su tierra ¿qué lo espera? ¿a quién encontrará? Buscará las historias, las palabras en tacto de piedra, color de aire o vibración de sonido hasta encontrar la belleza que lo acompaña. Su pequeñez la ve ante los cristales del portal traspasando el umbral de la puerta.

miércoles, 7 de enero de 2009

Nazareni

Tenía algo de Apolo o del David en la posición de sus piernas y de la cintura. Llevaba un abrigo de tres cuartos gris, ceñido para resaltar el triangulo de sus hombros y el último botón. En lo alto de aquella breve escalera parecía haber nacido para permanecer allí convertido en estatua. Su cabeza, un poco inclinada mientras hablaba por teléfono, parecía conceder su asentimiento al consenso de los sentidos y la medida.

Sin embargo, Eneas se levantó del banco de piedra, pasó a su lado rápido, sin alzar los ojos. Al pasar a su lado tuvo la sensación de que la tierra se abría como el mar Rojo dejándole seguir milagrosamente su camino. Sus pequeños pasos cortos eran precisos y determinados buscando la salida, la otra orilla que lo alejase de aquella presencia que intuía persecutoria. Jadeante salió a la plaza y buscó el rectilíneo trazado de Mario dei Fiori. Quiso distraer su mente imaginando las flores del famoso Mario, tan hermosas como para pasar a ser su apellido. Aspiró su aroma, tocó su tersura intentando olvidar el tacto de la mirada que acababa de descubrir y que aún sentía en su nuca. Caminó sin pausa. Llegando a Via Condotti torció a la derecha. Al poco estaba en Plaza S. Silvestro. No miró nunca hacia atraás. Subió al primer autobús que tenía el motor encendido. Tenía hambre y una extraña sensación de soledad. Veía cientos de personas a lo largo de las calles y ellos no sabían quién era, por qué estaba allí. Nada podían pretender. Y, al contrario, se sentía interrogado por todos. ¿Podría algún día disfrutar de sus días? Sabía que no sería capaz de realizar ni lo que tantos esperaban, ni lo que él podría desear y no sabía si podría ser capaz de acertar con lo que sus manos y capacidad irían tejiendo, con lo que realizaría secundando sus deseos ni si los conduciría con acierto y pasión o los dejaría descalabrarse. Podría hacer todo pues aún el tiempo parece prometer mil vidas, la vida mil energías y los mil caminos de las gentes horizontes siempre nuevos.

Pienso. ¿Qué hacer? ¿Por qué este camino hasta otras tierras? Y no hay más respuesta que al final del camino. Y no puedo caminar sin la esperanza de llegar. Hay infinitas rutas pero una es la mía por tortuosa que sea. Es importante porque es mía. Escondida entre toda esta gente que no la conocerá, que no me conocerá. Pero entonces ¿qué les importa? ¿por qué apareció uno de aquellos en el patio? En un lugar tan tranquilo no puede ser una casualidad.

El autobús llegó a su última parada en la explanada que se abre ante S. Giovanni in Laterano. Al bajar el viento frío le hizo sentir nuevamente hambre. Respiró profundamente, con avidez, como un sediento de frescura. Tomó un ‘tramezzino' de atún en un bar junto a la Scala Santa. Junto a él dos hombres y dos mujeres hablaban del cielo de Mercurio, del cielo de Venus, el del sol, el de Júpiter, el de Saturno. Decían que cada uno de ellos estaba poblado de gentes, que uno era un tal Carlos Martel y otro Justiniano, otro Trajano y S. Bernardo, que tendrían que volver a la villa para ver la última sala, que aunque estaba aquí cerca tendrían que dejarlo para otro día.

Al salir los cuatro del bar, Eneas preguntó a la señora que estaba junto a la caja registradora:

-Disculpe. He escuchado que estos señores hablaban de unas pinturas en una antigua villa aquí cerca. ¿Me podría decir de qué villa estaban hablando y dónde se encuentra?

Con una buena dosis de desconfianza respondió:

-Boh! no sabría decirle. ¡Giovanni! ¿Sabes si hay por aquí cerca una villa con pinturas?

El chico se dio la vuelta mientras golpeaba el contenedor con las borras de café para vaciarlo.

-Sí, está justo en la otra calle, en via Boiardo.

Con dos toques rápidos de manilla cargó de nuevo el café molido, lo prensó y lo colocó de nuevo en la cafetera en una secuencia de gestos automáticos y ritmo predefinido, perfectos en aquel espacio. Aquellos movimientos le devolvieron una sonrisa complice y benévola que parecía decir ‘así se hace'.

Bajando por via Boiardo llegó ante el edificio de Villa Massimo. Era una isla en medio de los otros edificios que habían devorado sus terrenos hasta reducirla a una pequeña casa con jardín posterior. Estaba cerrada. Llamó al contestador del portal de hierro y le abrieron. En la villa vivían los franciscanos de Tierra Santa y, de hecho, el jardín había adquirido una extraña forma de claustro con una antigua estatua romana dominándolo. Curioso. Preguntó al guarda qué representaba aquella estatua y como respuesta obtuvo un folleto ilustrativo de la villa. Era el emperador Justiniano, iniciador –decían- de la familia Giustiniani que habían creado la villa. Cuerpo del antiguo Justiniano y cabeza de recambio. Nada dura eternamente, ni en las mejores familias, extinguidas o renovadas con nueva savia.

Preguntó por las salas con pinturas y el guarda lo condujo hasta la entrada de la villa que daba al jardín.

Al entrar se sintió sumergido como un personaje más en aquellas salas llenas de personajes brillantes, armaduras, caballos, paisajes, mujeres vestidas de caballeros y caballeros enloquecidos.

Eran frescos pintados en el s. XIX por pintores alemanes, altos, de largas cabelleras rubias que llevaban sueltas: los nazarenos, especialistas en la técnica del fresco, nostálgicos del renacimiento y con un gran sentido religioso. Y allí parecían estar como modelos de los diversos personajes, quietos mientras representavan tres Epopeyas en aspavientos y movimientos teatrales.

Entró en la sala que se abría a su izquierda. Un mundo ultra terreno le dio la bienvenida en la sala dedicada a la Diviana Comedia : fieras y pecados, sueño y razón, cielos e infierno como lugares en la propia alma, montes, escaleras, piedras, fuego y agua. Empezaba otro viaje dentro de su viaje en el gran camino de la vida. Como Dante se descubría sin casa, sin patria, depositario de una herencia de historia que ahora poseía en su tiempo como un legado con el que viajar. Todo ello era un billete de ida para lo único cierto que poseía: su andadura y los compañeros que en ella encontraría.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Y el agua corre

Empezaba a llover. En su interior Eneas no conseguía encontrar un poco de paz, de equilibrio. Y su oscuridad se reflejaba en su mirada baja, sus pasos inciertos y lentos. En Roma, en las vidas de tantas personas, abundan los contrastes. Él siempre había pensado que la vida tenía un norte, seguía una ruta, una senda construida con su voluntad y decisiones. Ahora veía su camino como una calle al lado de un río oscuro y variable. Se imaginaba ese río cuando era de verdad parte de la ciudad, cuando acariciaba o devoraba las orillas, entrando en la vida de las gentes para borrar todos sus pasos.

Se acordó de Apollinaire ¿por qué? Hizo un esfuerzo por recordar y a su memoria vino la imagen de un niño judío hermoso y de pelo rizo. Un día, allí, junto al río del devenir constante, en piazza di Ripetta había personificado la suerte –buena y mala- en la extracción de la lotería. Puños alzados contra él y alabanzas mientras su madre lo protegía de ambos. Ella era su auténtica Fortuna.

Caminaba bajo la lluvia. A la derecha un blanco muro lo alejaba nuevamente del río. Otra vida encauzada, una construcción de líneas claras y blanco trazado. En el gran muro miles de letras formaban el cauce de otro joven que llegó a viejo llevado por esa Fortuna amable y traicionera de los que parecen dominar sobre los demás, como dioses en su Olimpo: Res Gestae Divi Augusti. Al parecer, él sí consiguió una paz duradera, al menos entre los pueblos.

Caminaba por la parte baja, donde la ciudad entraba en contacto con el río en su puerto más famoso. Ni Olimpo ni Palatino.

Los murallones de contención del Tíber han destruido la metáfora engañándonos con la tranquilidad del cauce establecido. Pero sigue siendo un lugar en el que la ciudad continúa a ser embestida por el tiempo. Curioso. La colina en donde ha nacido la ciudad se ha quedado en la antigüedad de sus reliquias arqueológicas mientras su puerto, el lugar de contacto con el río que le ha dado vida, ha seguido transformándose hasta ahora.

Agua y más agua. Diluviaba ahora. Por unos instantes Eneas se refugia bajo los arcos que unen dos iglesias. ¡Qué lugar extraño! ¡Qué tensiones! La piedra oscura y empapada del Mausoleo en el corro del claro travertino de la plaza. Una fuente con agua virginal cayendo sobre un barril de vino. Quizás esa sea la esperanza. Un vino que nos hace desbordar con entusiasmo de apoteosis subiéndonos hasta el séptimo cielo mientras el agua corre fuera, necesaria y aparentemente tranquila en su incesante correr, siempre hacia abajo, hacia el mar. El vino...y un puente son la respuesta de Roma al río que la surca. El puente que sabe estar en las dos orillas queriendo unir las dos verdades del cuidado y el riesgo, del placer y el dolor, del ir y volver, el silencio y la palabra. El recuerdo del sabor de un buen vaso de tinto de los Castelli en casa de Armando le animó a seguir caminando. La lluvia seguía arreciando.

Apenas llegó al semáforo dejó de llover, como por encanto. El balcón del Palazzo Borghese con su bandera mojada aparecía sencillo y proporcionado. Ocultaba la gran curva de su cuerpo enorme, como un dragón que se acercara a apaciguar su sed cerca del río y allí se hubiera quedado dormido. En la plaza algunos puestos de libros y grabados antiguos parecían cobrar vida al remitir la lluvia.

Estaba cansado. En la plaza de la Fontanella vio el interior de un estupendo patio y entró sin ser notado por el portero. Tras el primer patio, de dobles columnas y amplios ventanales pero sin ningún espacio para sentarse tranquilo, vio un jardín que se escondía tras la arquitectura. Naranjos, setos, la gravilla de sus pequeños sederos y multitud de esculturas y relieves lo invitaban a adentrarse en este espacio como un mundo aparte, fuera de la corriente. Era un recodo en el que el fluir del tiempo se calmaba, un escenario para un tiempo de personajes eternos, variados. En el centro, Venus metía su pie en el agua tranquila. Descubrirla en su intimidad hace salir del devenir para disfrutar contemplándola y para hacer que su contemplación, actividad sin tiempo, llene de placer esos momentos. Era pescar en las arremolinadas y turbias aguas con la gustosa sensación de haber obtenido lo que la Fortuna y el Ingenio favorecían. Era descansar en el único recodo de aquella mañana de agua, junto al baño de Venus.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Una mujer

En el viejo diario que le entregó su padre el cuarto día ocupaba varias páginas, emborronadas y sucias.

‘La noche era insoportablemente cálida. Los soldados tenían prisa por salir de aquellos callejones malolientes por donde el aire no pasaba. La noche estaba llena de ojos que no dormían pero no conseguían salir de las sombras.
La república en Nápoles abandonaba la ciudad vestida de soldado francés.
Me acerqué a un soldado al final de la columna. No me miró ni dijo nada. Acallaba su curiosidad concentrando sus fuerzas en la huida, con la esperanza de poder salir de aquel laberito buscando la brisa del mar. El puerto esperaba. Me puse a caminar a su lado. Un pequeño viajero y un soldado rezagado y cansino en la noche.
-¿Falta mucho para llegar? Le dije con la ignorancia de quien se encuentra por casualidad en medio de una revolución muriente.
-¿Para llegar a dónde?
Fue su respuesta, dicha sin mirarme. Luego supe que había llegado a Nápoles cuando tenía 10 años, escapando con su familia. Habían dejado Roma, donde había nacido, por ser portugueses en una época en que los jesuitas habían sido expulsados del reino.
-¿Crees que llegaremos a Francia?
-Sólo sé que quiero intentarlo. Aquí ya sólo queda lo que he sido. No quieren mis palabras porque nunca las he vendido. Dicen que soy traidor y tan sólo he sido fiel a lo que busco.
Me miró y descubrí bajo el sudor y la suciedad, que era una hermosa mujer.
La república en Nápoles abandonaba la ciudad vestida de soldado francés.
Era de familia noble. Había podido estudiar, leer y con su clara inteligencia había escuchado la voz de la belleza. Quería crearla, responder a todo lo que había recibido. Bebía en todas las esperanzas y había creído, trabajado por los ideales de reforma del rey Fernando IV. Siguiendo la senda de la inquietud pasó al bando republicano con los vientos de la revolución que quería acabar con los privilegios que se perdían en la noche del tiempo perpetuándose como injusticias o costumbres para sobrevivir.
Ella, Eleonora, era aquella idea y la historia suya. Bajo el uniforme caminaba incómoda y encorvada. Nada llevaba, todo iba dentro de ella. En voz baja hablaba en confidencia con su hijo muerto repitiendo los versos que un día le dedicó. Y su hijo era su historia, su vida, las palabras encendidas que escribía en el periódico mientras el rey, aquél que tan bien había conocido, se refugiaba en Palermo con su corte.
Antes del alba un piquete de soldados borbónicos nos cerró el paso. Nos llevaron primero a la cárcel de la Vicaria a toda prisa, sin miramientos. Allí nos hicieron esperar el alba en el patio. Un soldado, con las primeras luces la descubrió y se llevaron. No supe más de ella. A mí, por la tarde, tras ver mi extraño aspecto y revisar mi diario, me echaron fuera de malos modos.
Unos días después la volví a ver. Estaba subida en la tarima del patíbulo. Al principio no la reconocí con aquel vestido roto y sin color, sucia y demacrada. No le habían concedido la muerte dedicada a los nobles sino la más infame de la horca. Sin el único privilegio de humanidad, sin dignidad quedó colgada mientras la gente disfrutaba del espectáculo.
Un nudo ató mi garganta uniendo mi silencio al suyo en medio de la algarabía. Su silencio no me había asustando sino aquel ruido que ahogaba cualquier palabra. Salí corriendo de la plaza. A los dos días estaba en Roma. Al fin y al cabo nadie conocía mi origen ni mis ideas, lejano viajero al margen de la historia humana. Quería ver la casa en la que nació, muy cerca de otro puerto, el de Ripetta. Unos niños jugaban en la calle con un aro y a cada vuelta otra historia comenzaba, giraba, buscaba por las calles del tiempo otros puertos en los que, quizás, embarcar en la nave de la Historia hacia una tierra en donde, tal vez, las palabras se puedan al fin escuchar.'

Hoy Eneas, en su cuarto día de viaje, había empezado el día leyendo el diario. Al saludar a Marta en el patio, aquella mañana, no pudo dejar de pensar en aquella niña que dejaba Roma con 10 años. Quería descubrir su recuerdo en la ciudad y lo que tendría que nacer de ese recuerdo como en cada etapa de su viaje en Roma.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Un lunes

La mañana amaneció con el cielo despejado pero con tonos grises, envuelta en un sueño frío. Una niña de unos ocho años le esperaba jugando en el patio del antiguo convento. La verdad es que esperaba a Armando, su padre, para salir hacia el colegio. Eneas se presentó tímidamente y salió con ellos. Iban sin hablar. La niña caminaba a ratos casi de lado porque quería tener sus manos entre las de su padre. A los pocos metros entraron en un bar, pequeño, con las estanterías de madera y un pulular de gente que se agolpaba entorno al mostrador y al cajero. Un cappuccino oscuro y un cornetto integrale, pidió Armando. Ella tenía ya la cara llena de azucar tras el primer bocado de una ‘bomba’ rellena de crema. Eneas pidió un cappuccino, sin más. Aquel lugar era un templo y su bullicio parte de un culto celebrado inconscientemente en la mañana romana. Empleados encorbatados, dos policías municipales, un grupo de mecánicos con sus monos junto a otro de mujeres de unos 40 años, en una danza entorno a los cappuccini y los cafés servidos con mil variantes: al vetro, marrocchino, macchiato tiepido, ristrestto, corretto, orzo... Cada uno se mueve hacia el espacio de cada día, con sus movimientos y palabras rituales, conversaciones y gestos cotidianos, representando el papel de la transición a la vida civil. Aquel café tenía el ritmo y movimiento que encierra una colmena.
Al salir, pasaron por el mercado rional. En medio de los puestos de fruta y verdura el paso era difícil. La calle se había transformado de una tranquila via con coches en un lugar ocupado por las ‘bancarelle’. Armando compró para Marta una manzana y un plátano -la fruta era su merienda preferida- en el puesto de Gaetano. En la pared del fondo algo llamó la atención de Eneas. Era una pintada con frases en griego. El silencio de una pared recién pintada invita a los códigos secretos, a las declaraciones de efecto, de afecto o rabia. Nacen en un momento, para alguien o para algo, que pasa fugaz a su lado. Luego, son de todos y de ninguno, una parte más de la calle imponiéndose a la propiedad privada y los esfuerzos del Ayuntamiento por mantener limpias las fachadas.
Luego, Eneas se fijó en Gaetano. Con su cara de sueño y el pelo aún sin peinar ¿a qué hora ha entrado él en las termas del nuevo día con el rito cafetero? ¿Con el primer tram de las 5.00? En cada turno se van sumando diversos pobladores de las calles. Los que se incorporan a las 7.00 al apagarse las luces de las farolas, los de las 8.30 y los de las 9.30 confundidos con los de la primera pausa en el trabajo.
Siguen caminando. Ya están cerca de la escuela y se ven los colores fosforescentes del Scuola bus a pie. Marta mira a este extraño viajero al que acompaña su padre. Quiere ser simpática y le dice que hoy irá al Museo de Villa Giulia para ‘ver a los etruscos’. Después le contará, y se queda pensando qué hará él con su padre durante la jornada. Le da un beso a Armando, lo saluda con la mano mientras se coloca la pesada mochila. Un compañero de su clase pasa en ese momento, le da la mano y desaparecen tras el portal de la entrada. ¡Qué tengas un buen día! Cuántos saludos y reencuentros van marcando el tiempo de esta colmena.

viernes, 7 de noviembre de 2008

El Verano de San Lorenzo

Se acercaba el tranvía. ¡El tres! gritó Armando, ante la aparición de aquel dragón color bombona de butano medio oxidada. Corrieron hacia la parada. Eneas iba en volandas. ¡Quién sabe cuándo pasaría el siguiente! No tenían billetes y Eneas se sentía preocupado. Iba de pie, aunque había asientos libres, para atenuar su sentimiento de culpa. Armando lo miraba divertido tranquilamente sentado. Al acercarse a una nueva parada Eneas se situaba cerca de la puerta dispuesto a bajar apenas viera un revisor. Y así pasaron 3 paradas. A la cuarta bajaron, terminando su suplicio.
Se encontraban en una especie de cruce de caminos, cables, vías y construcciones variopintas. A un lado algunos edificios de la universidad, al fondo, las casas bajas de S. Lorenzo, con miles de carteles, letras y colores. En frente una columna, demasiado pequeña para todo aquel espacio, con una imagen que parecía de juguete, a la que hacía de fondo la basílica de S. Lorenzo, tímida junto al gran muro del Verano: el cementerio monumental de Roma.Era una tarde fresca y clara con la suavidad del invierno romano. El sol bajo acentuaba el desorden que parece reinar en la arquitectura caprichosa del cementerio, duplicando en sombras los mil perfiles como un barroco improvisado. Ante la igualdad radical de la muerte nos empeñamos en seguir dejando nuestra huella personal que quizás alguien reconozca y envíe a la memoria de los que siguen en el tiempo. Así el escultor Lombardi quiso recordar a su mujer, elegante y ‘di forme bellissima’ cuando abrazaba a su hijo. ¿Crueldad o imagen que crea sentimientos, memoria, palabras que desempolvan el poso de la vida sobre la fría piedra? Eneas ha ido con pie seguro entre los mil laberintos. Sabía que allí estaba enterrado uno de los poetas que más había leído pues le gustaba a su profesor de italiano. Lo declamaba de memoria, como un rapsoda que tenía las palabras y su ritmo dentro. Ahora recordaba uno de sus poemas. Sus sentimientos lo traían a la memoria diciéndole que eran palabras suyas o al menos para él:
Sono un uomo ferito.
E me ne vorrei andare
E finalmente giungere,
Pietà, dove si ascolta
L'uomo che è dolo con sé.
Non ho che superbia e bontà.
E mi sento esiliato in mezzo agli uomini.
Ma per essi sto in pena.
Non sarei degno di tornare in me?
Ho popolato di nomi il silenzio.
Ho fatto a pezzi cuore e mente
Per cadere in servitù di parole?
Regno sopra fantasmi.
O figlie secche,
Anima portata qua e là...
No, odio il vento e la sua voce
Di bestia immemorabile.
Dio, coloro che t'implorano
Non ti conoscono più che di nome?
M'hai discacciato dalla vita.
Mi discaccerai dalla morte?
Forse l'uomo è anche indegno di sperare.
Anche la fonte del rimorso è secca?
Il peccato che importa,
Se alla purezza non conduce più.
La carne si ricorda appena
che una volta fu forte.
E' folle e usata, l'anima.
Dio, guarda la nostra debolezza.
Vorremmo una certezza.
Di noi nemmeno più ridi?
E compiangici dunque, crudeltà.
Non ne posso più di stare murato
Nel desiderio senza amore.
Una traccia mostraci di giustizia.
La tua legge qual è?
Fulmina le mie povere emozioni,
Liberami dall'inquietudine.














'He poblado de nombres el silencio.’ La temprana noche está llegando y Armando le recuerda que tienen que salir del cementerio del verano. Sus pobres emociones y su inquietud se han calmado viendo el lugar desde donde Ungaretti sigue gritando sin voz. Recorren las calles de esta otra ciudad sin ventanas buscando la salida.

viernes, 17 de octubre de 2008

Una Pizza al Taglio

Caminando por la ancha avenida del Viale Regina Margherita, con sus altos plátanos desnudos, notaban la llamada de los estómagos vacíos. Llegaron a Piazza Buenos Aires. Armando le ha dicho que en Roma se la conoce como Piazza Quadrata. La verdad es que no lo parecía. La fachada de la Iglesia Nacional Argentina con sus colores vivos en el mosaico lleno de ovejas y símbolos religiosos le hizo sonreír como ante un dibujo de un niño, sereno y claro tras las encinas seculares.
No quisieron parar en la pizzeria de la plaza, muy concurrida. Siguieron caminando hasta llegar a una pequeña pizzeria en donde servía pizza ‘al taglio’, que se podría traducir como pizza al ‘detalle’. Polidori, era el nombre de la pizzeria y del propietario, un tal Luigi, ancho y alto como un armario, de paso lento y voz bondadosa. A un lado de la entrada una lápida, casi ilegible, recordaba que en aquel edificio había vivido un tal Alberto de la resistencia anti-fascista. Debajo las inevitables firmas que esclavizan los muros, obligándoles a decir palabras ininteligibles.
Eneas escogió un trozo con ‘mozzarella di buffala affumicata e funghi porcini’ y otro de ‘fiori di zucca con asciughe’. Pasta fina, crocante, bien cargada y llena de sabor. Perfecto para ese momento. Un ‘detalle’ en el camino de la jornada.
-A ver cuándo la abren. Hace años que dicen que la están a punto de abrir...y ahí sigue. Sería estupendo poder bajar de casa y dar un paseo por la villa.
-Bueno, tienes villa Paganini, villa Ada, villa Borghese, Torlonia...y también la Albani!?
-Sólo digo que no estaría mal para los que vivimos aquí. Total, para tenerla ahí cerrada y abandonada.
-Te parece a ti. ¿Has visto la entrada de via Salaria? Es estupenda.
-Estos Torlonia. Al final, no llegarán a un acuerdo con el Comune. Sabe Dios lo que piden a cambio.
-¿Sabes? en ella se firmó la rendición de Roma, cuando la ciudad dejó de ser del Papa.
-Al menos entonces había un patrón. Ahora todos mandan en su Roma. Ahí tienes el Enel, con su palacio de tubos y cristal.
Trozos y trocitos de vida y de historia. ¡Qué pizza! Hoy y ayer mezclados, pequeños trozos de una realidad más amplia en la que cada uno participa a su manera y escoge el peso que su glotonería o su hambre le dictan. El tranvía pasa rápido dejando mil chispas que incendian por un momento la calle, pequeñas partes de una gran corriente que recorre la ciudad. Como esa electricidad silenciosa y efectiva, Eneas sentía que en toda la ciudad había una energía que la recorría, que se manifestaba en los más insospechados lugares encendiendo pasiones, discusiones, historias que no se creaban ni se destruían. Todos las transformaban en los pequeños tajos de tiempo que tenían en sus manos.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Los hombres grises

Casi mediodía. En vez de la estrecha acera de la via Salaria Eneas decide entrar en Villa Ada. Armando camina a su lado, lentamente, con pasos cortos como los de su amigo.
El ancho camino de tierra que deja a la derecha un delicioso valle se va haciendo más estrecho. Pasan ante unos soldados que vigilan la entrada de la embajada de Egipto. Saludan, mirando pasar estos dos extraños personajes.
Se detienen ante una lápida que recuerda la historia del parque como Villa de verano de la familia Savoya. Eneas se imagina a los pequeños infantes correteando por los senderos, jugando al escondite entre los árboles o montando a caballo. El sendero se hace más solitario y descuidado.
A la izquierda, tras una curva aparece una construcción en estado de abandono. Escondida entre los árboles parece un refugio para parejas enamoradas. Dos bancos invitan a las confidencias, aunque el viento frío no es un buen compañero.
Se sientan un momento. Eneas, con su curiosidad se acerca hasta la construcción. Parece una especie de templo neoclásico pero sin pared. Más allá continúa el bosque que hace de fondo. Entra, se asoma y descubre una platea con árboles mudos como espectadores, una fuente muda y unos brazos de piedra que circundan la plaza. Siente que a su lado una pequeña tortuga lo acompaña en silencio. Escucha el eco de risas de niños que se cuentan mil historias jugando con piedras, palos y musgo. Aquí no entran los hombres grises que consuman el tiempo a grandes bocanadas. Aquí el tiempo pertenece a los que cuentan historias.
Eneas cierra los ojos. La imagen de su querida amiga Nerina aparece clara. Oye su voz alegre contando las aventuras de piratas, viajeros infatigables, inventores de máquinas portentosas. Echa de menos aquel mundo que ella había creado para él...y que ahora se le presenta en este espacio. Es real. El tiempo de los relatos no está perdido. Se hace espacio en este recinto que podría ser la casa de Nerina, pequeña y traviesa, dulce y atenta. Ella vive aquí porque está en él. Ausencia que es ir y quedar, partir sin alma, ir con alma ajena. Sabe que quizás nunca más pueda oír sus relatos. Hace tiempo que no la ve. Echa de menos su abrazo y sus manos. Y justo ante la nostalgia siente que existe la eternidad, el tiempo para tener tiempo, para el encuentro sin separaciones en el que contar y contarse es un regalo perfecto.
Ha tenido que llegar hasta Roma para encontrarse, sin querer, libre del humo de querer ganar un tiempo sin personas, sin historias, sin vivir.
-¿Te has perdido? Llevas 10 minutos mirando este teatro sin pestañear.
-Sí, parece que el tiempo se ha parado. ¿No te parece un extraño lugar que está esperando que los actores cuenten sus historias, sin prisas? Me ha traído muchos recuerdos.
- Y a mí mucha hambre. ¿Qué te parece si buscamos una buena pizza al taglio?
Desandaron su camino acercándose al ruido del tráfico en la Salaria mientras con el rabillo del ojo Eneas veía que una pequeña ardilla subía a saltitos las escaleras del teatro.