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martes, 13 de abril de 2010

La nuca de Termini

‘Rostros de sol, oscuros; blancos como la nieve que refleja la luz; atentos y somnolientos, distraídos los más; parecidos según el paisaje que durante siglos los ha labrado y siempre distintos en millones de variantes irrepetibles como el agua de este río humano.’ Eneas leía el diario escrito hace dos generaciones durante un paseo por los alrededores de la vieja estación de Termini.
Turistas y viajeros, apasionados de la ciudad, inmigrados por necesidad o elección, siempre por algo nuevo. Roma es una cinta que hace perennemente de meta, nunca definitiva, enganchada en el pecho de quien por vivir, no se para. Un 'término' como linde con otra realidad, como una frontera hacia sus mundos interiores y hacia otros confines que contemporáneamente la tocan. Término. Fin y palabra. Piel de Roma.
En el bullicio y las carreras de Piazza dei Cinquecento, Eneas apoyó su mano en el frío metal de un poste indicando la parada del 86. Contemplaba la fachada de la estación en toda su anchura. Veía aquel rostro con los mil detalles de los rasgos: oscuros de sol, blancos, atentos y somnolientos. Lo observaba a ras de piel, formando parte de ese cuerpo, como parte de su circulación y a la vez con la ligera diferencia de quien observa y que, por tanto, es otro.
Tras un rato en su atalaya interna, leyendo rostros, lo fascinó la curiosidad por descubrir la intimidad, la nuca que se velaba tras aquellos labios siempre entreabiertos.
Pasó otro límite: la muralla serviana con sus grandes bloques de un color ocre, como un lunar. Con la vista puesta en el largo perfil que se adivinaba en via Marsala, entre los mil enredados cabellos del tráfico caótico de taxis, coches y autobuses movidos por la brisa constante de la prisa, seguía caminando acariciando de vez en cuando aquella piel de travertino como si el tacto fuera la mejor garantía para no alejarse de aquel cuerpo distendido junto a él.
Ahora descendía. Una pequeña pendiente que dejaba atrás maletas y taxis. Ya no se escuchaban voces sino que el tacto y la vista lo eran todo.
Un arco. Un arco como un cuello de camisa. Un arco como un cuerpo extraño que indicaba otro límite, apoyado en él como un vestido, hablando de otras manos, de otra piel.
Al otro lado, un cubo de lata hace de silla. Un viejecillo de piel color ceniza y barba de varios días, con una maquina a pilas, da los últimos retoques a la nuca de un joven, delgado, inclinado hacia adelante como a punto de recibir el hacha de un verdugo. Negros hilos, más oscuros que el rincón más apartado, yacen bajo las pisadas del anciano como una alfombra de despojos. Una fila de hombres, bajo los soportales atraviesa la frontera de aquel Arco para entrar en el Ostello de la Caritas.
Como en la nuca de aquel chico se dibujaba ahora una zona ligeramente más clara, desnuda del sol que la hace normal a la miradas, aquella nuca de Termini había atrapado en su sombra el límite innombrable más allá del cual no quieren ir los ojos. Eneas había llegado a tientas. Había sentido como se estremecía la tierra toda. Hay palabras que tocan, que se hacen carne y carne que es palabra, gemido y trazado.
Escribe rápidamente en su diario: ‘En Roma la luz es clara, fuerte el sol. El aire y la lluvia la limpian, se oye su voz en cientos de fuentes, en miles de bares y calles. El rostro de la ciudad es trigueño, con la barbilla alzada, buscado como los brotes la luz. Ese rostro no existe sin su nuca. Es su término: una sombra llena de cosquillas, de escalofríos, de sentidos a flor de piel donde sólo me puedo adentrar con tacto.’