viernes, 3 de julio de 2015

Agua y fuego en Santa Maria in Via

Incendio es envidia. Llamas que no calientan sino devoran. Agua, más agua.
La noche entre el 26 y 27 de septiembre de 1256 las aguas se desbordaron. Sucedió aquí, cerca de la actual via del Corso, la antigua calle ancha de entrada en la ciudad desde el norte.
-¿Qué sucede? ¿Qué es todo este alboroto?
-Eminencia, venga. Esta pasando algo muy extraño.
Mientras el revuelo de los siervos y vecinos sigue aumentando, el cardenal Capocci se dirige a las caballerizas guiado por el diácono que lo ha despertado.
La cuadra y el patio están llenos de sombras, como si se tratase de una fiesta de pueblo. Al principio el cardenal pensó que se trataba de un incendio pero no, ni humo ni llamas sino el sonido de una corriente, como de fuente abundate. Pronto nota sus pies mojados y todos los asistentes que corren chapoteando en una extraña danza de fuegos y agua, con una emoción más de sorpresa que de miedo.
Todos dan voces, entran y salen, buscan algo sin saber qué. Al entrar en la caballeriza el cardenal tropieza en dos criados que casi lo tiran. Más gente que va y viene. Iluminadas con un farol que mantienen en alto dos mujeres llaman su atención. Están quietas, arrodilladas junto al pozo, utilizado para abrevar los animales mientras la tierra vomita por esa boca una marea de ondas brillantes y oscuras. No les importa el agua que sale a borbotones mojándolas casi hasta la cintura. Guiado por ellas ahora se da cuenta. Ahora la luz del farol alzado le hace mirar lo que sólo veía. Como una palabra no proferida y necesaria, como un bocado indigesto el agua que intentó ahogarlo ahora lo expulsa. En la superficie de la boca del pozo baila una especie de ladrillo colorado.
Esa noche el cardenal Capocci era simplemente Pietro. Había tardado mucho en dormirse preocupado por todo, sumergido en los cálculos de ecuaciones de una recta imposible: los Savelli que lo apreciaban por interés y que con igual interés tenían que ser correspondidos, los tejemanejes de Riccardo Annibaldi, las heridas en el costado que estrangulaban su reposo a cada vuelta en el lecho ciñéndolo estrechamente o ‘cinguliendo’ pues realmente el nombre de aquella ciudad de Cingoli se le quedó grabado a fuego como su dolorosa derrota –demonio de Federico-, la segura certeza de no poder retirarse como san Antonio en su gruta, estrecha y sinuosa, alta, para llevarse consigo sólo lo necesario ¡cuántos puntos de una parábola que tiende al infinito! ¿Quién sabe? Quizás allí no lo alcanzase la mirada envidiosa que busca matar su risa pensando que fuese la voz de su púrpura.
Pietro se agacha con dolor. Agua hasta las rodillas. Alarga su mano ante lo que va tomando forma de una gruesa baldosa colorada. Al cogerla parece pesar mucho y reconoce un rostro familiar. María lo mira con sus grandes ojos, serenamente, como si nada hubiera ocurrido.

De repente la noche se hace silenciosa. El agua deja de desbordarse, cesan las carreras y hasta los relinchos, contagiados todos por esa mirada apenas iluminada por el farol que siguen teniendo alzado las dos mujeres. Noche de fuego y agua. Agua y barro cocido, agua y piedras que han rodeado el pozo, los ojos mirando desde una piel de barro. Brotan maravillas en una noche ante las que asombra el mismísimo Alejando IV. Tras unos días el papa visita el patio, la cuadra y el pozo se deja mirar por los ojos que brillaron ante el fuego entre las aguas. El mismo que disfrutaba con los razonamientos y saber de Buenaventura, Alberto y Tomás, podía asombrarse ante hechos con un significado que iba más allá de su porqué.
Los pozos se hicieron fuentes, quedaron ocultos creciendo la ciudad en altura y perdieron su misterio convertidos en grifos que manaban aguas lejanas y cristalinas, sin tener que buscarla en las venas que riegan sus térreas entrañas. El omnipresente Giacomo della Porta empieza a dejárnoslo cubierto por su arte, tantas manos, tanta historia que se desvelan en un simple vaso de agua.

Esos ojos hicieron que el pozo siga abierto, siga siendo lo que era antes convertido en un símbolo ahora. Vasitos de plástico han sustituido cuencos y en su blanca sutil modernidad parecen no invitar ya a la imaginación, a la fe que sigue o anticipa los milagros, milagros pronunciados con palabras con cuerpo inaferrable del agua o del fuego. Y es que allí, curiosamente en este lugar se guarda también la memoria de la Madonna del Fuoco que unos devotos trajeron desde Forlí. Agua y fuego 'in via'. Humo, vapor, humedad, gotas, cenizas, son mensajeros, sujetos que cambian su naturaleza para subrayar el contorno de unos ojos de mujer.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Curiosísima historia. Una de tantas que la piedad popular reconoció como milagro y que actualmente no pasaría de feliz coincidencia. ¿Cuánto nos estaremos perdiendo no dejando volar nuestra imaginación? Al fin y al cabo son historias, nuestra historia.

Hyperion dijo...

Y dejar volar también la inteligencia con alas de intuición y sentimientos. Como en esa época decían y está escrito en el frontispicio de la capilla universitaria de la Sapienza 'omnis sapientia a domino deo est'. Seguimos navegando querido Aarón. Un abrazo estivo.