martes, 21 de abril de 2009

Blanco y rojo

Un aroma de cebollas de Tropea y alcaparras lo guió desde el patio hasta el apartamento de Armando. Marta, saliendo de sorpresa tras la puerta con un ¡Buhhh! le dio la bienvenida mientras le contaba a toda prisa lo que habían hecho hoy en la escuela y blandía en su mano un dibujo de una carpa en el estanque de Villa Borghese. Hoy habían ido de excursión a la Villa.

Eneas, tras escuchar lo que le contaba, también le dijo que tenía un regalo para ella. Había mantenido su rosa en la mano, escondida tras sus espaldas y lentamente se la mostró. Las dos eran hermosas. Se la ofreció como un regalo suyo y del vendedor de flores de aquel chiringuito cerca de Piazza Vittorio. Hablando mientras la compraba, aquel hombre le había dicho que él todos los días llevaba a su mujer una rosa blanca. Aquella se la regaló, cuando le dijo que era para una pequeña amiga. Su mujer había muerto hacía dos meses y ya no tenía a quien regalarla. Ahora sólo le venían las lágrimas pensando en todas las que querría haber regalado.

-¿Se ha muerto como la abuela? Dale este dibujo de la carpa cuando lo veas. A la abuela le gustaban mis dibujos de animales.

-Mañana se lo daré. ¿Dónde ponemos la rosa?

-Aquí. Dijo Armando. Junto a esta amapola, la primera de este año. Hoy la ha cogido Marta en la Villa.

Cenaron contándose los viajes de cada uno en la jornada.

Tras la cena Marta le pidió a Eneas una historia antes de dormir. Se lavaron los dientes siendo uno el espejo del otro. Rápidamente Marta se puso el pijama, se acostó con Rosita, su ratoncita de peluche y Eneas empezó a hablar de una tal Salonina y sus aventuras en la Corte del emperador Gallieno. Tras unos minutos, el sueño los había vencido a todos.

Durante la noche, mientras descansaba, sintió como un mareo, como la sensación de volver a alta mar en el barco que lo había traído desde el lejano norte. Se levantó tambaleante lleno de una fiebre que venía de fuera. Escuchó pasos apresurados. Desconcertado salió de la habitación. Pasó por la sala donde habían cenado. La rosa y la amapola temblaron en su recipiente mientras Armando y Marta corrían a ponerse bajo el dintel de la puerta llamándolo con la urgencia de los náufragos inminentes. No había ruidos pero todo se llenó de un aire tumultuoso que se negaba a transmitir las voces alejando las personas como el viento en una tempestad.

La rosa seguía balanceándose apoyada en el recipiente de cristal, como un péndulo que recuerda la realidad del tiempo que sigue cuando todo parece acabar.

-¿Salimos? Preguntó Marta.

-No, tranquila. Ya ha pasado. Enciende la radio para ver qué dicen.

Armando lo dijo mientras iba hacia la ventana y se asomaba como para comprobar que aquellas viejas piedras seguían en su sitio. Algunas señoras en bata y zapatillas hablaban a grandes voces en el portal de una casa unos metros más abajo del antiguo convento. La noche era oscura y fría.

En la radio la descripción era terrible. Sobre todo por los silencios, las pausas en espera de nuevas noticias pasando la línea a los periodistas del lugar.

Soledad de la tierra por el silencio tras el grito de sus entrañas.

Soledad en las cosas arrancadas de los lugares que se han convertido en silencio.

Soledad de la gente ante la vida que se va en el silencio de tantas preguntas sin respuesta.

Muda, la rosa blanca seguía balanceándose junto a la amapola. Ante la realidad de aquellos silencios su realidad hablaba del silencio de otros bienes que hacen surgir esperanzas. Junto a la mancha roja más pequeña, su belleza no era un insulto sino una llamada a no aumentar el mal, a no caer en la desesperación siguiendo en el vacío del sin sentido, perdido para siempre en una selva oscura. Ante el incomprensible silencio que resuena en la realidad contundente del desastre no hay orden cósmico, no hay destino fatídico, no hay resignación ni holocausto propiciatorio que cambie el dolor y la historia de cada persona. Sólo quedan las personas y el tiempo que esperan una respuesta en tantas rosas.